Por: Joaquín Morales Solá. En 1994, los constituyentes reformistas le incorporaron a la Constitución los decretos de necesidad y urgencia, pero no para ampliarle los márgenes de poder al Presidente, sino para reducírselos.
De hecho, mucho antes de la reforma, en 1991, Carlos Menem hizo una profunda desregulación de la economía argentina por un decreto de necesidad y urgencia. Antes de Menem, Raúl Alfonsín creó una nueva moneda nacional, el austral, por un simple decreto. En ese caso, no llevó la denominación explícita de necesidad y urgencia, pero lo era si se leen bien sus argumentos. Los constituyentes de Santa Fe escribieron el inciso 3 del artículo 99 de la Constitución señalando que el presidente puede firmar decretos de necesidad y urgencia (DNU) siempre que existan “circunstancias excepcionales” que hagan imposible seguir los trámites parlamentarios ordinarios para aprobar leyes. Ningún presidente respetó luego las “condiciones excepcionales” exigidas por la Constitución. Milei, tampoco. En 2006, la entonces senadora Cristina Kirchner escribió con trazos monárquicos la reglamentación de esa disposición constitucional: los decretos de necesidad y urgencia solo podían ser rechazados por el Congreso con el voto negativo de las dos cámaras del Parlamento. Cualquier proyecto de ley se considera rechazado por el Congreso cuando lo desaprueba una sola de las dos cámaras. Todo tiene su explicación: el marido de la senadora Kirchner, Néstor, era entonces el presidente de la Nación y quien podía firmar decretos de necesidad y urgencia. La historia viene a cuento porque el viernes el Senado rechazó por primera vez un DNU, ese recurso que existió siempre de hecho o de derecho. La Cámara de Diputados le había rechazado antes a Milei su DNU sobre la SIDE. Javier Milei se convirtió así en el primer presidente argentino con un DNU rechazado. Ese DNU que se transformó en papel mojado disponía de 100.000 millones de pesos adicionales como dinero reservado para el servicio de inteligencia. Dinero reservado es un atajo verbal para decir que nadie deberá rendir cuentas nunca de cómo se gastaron esos recursos públicos. El Presidente tiene a veces la ventaja de una implosión axiomática de casi todos los partidos políticos (incluido el suyo, cómo no), pero otras veces esa condición gaseosa de la cosa pública le juega en contra.
La crisis interna del radicalismo, por ejemplo, quedó expuesta cuando cinco diputados radicales se apartaron del bloque de su partido para votar a favor del veto presidencial al nuevo régimen de aumentos para los jubilados. El conflicto mayor no consistió en que hayan disentido de la opinión mayoritaria del radicalismo, autor del proyecto de ley vetado por Milei, sino en la forma en que lo hicieron. En lugar de explicar su posición desde sus bancas y retomar la normalidad de sus vidas (actitud que nadie podría haber objetado con buenas razones), corrieron a la Casa de Gobierno para fotografiarse con Milei. Nadie les pidió tanto; solo les pedían sus votos. ¿Otra vez la “borocotización” de la política? Al día siguiente, uno de los cinco disidentes, Martín Arjol, se pavoneó declarando que “si el partido me quiere echar, que me eche cuanto antes”. Una herejía para la tradición de lealtad al radicalismo por parte de sus afiliados. No obstante, el problema no viene de ahora. Tal vez el mayor síntoma de la crisis radical se vio cuando ese partido con 130 años de historia (y con la mejor estructura partidaria nacional que existe) eligió como presidente de su comité nacional a un político que no es radical o no lo fue durante la mayor parte de su vida pública. Martín Lousteau, que fue funcionario de Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires y de Cristina Kirchner en el gobierno nacional, autor de la resolución 125 que descerrajó la guerra con el campo, accedió al liderazgo partidario por un increíble acuerdo político con el exgobernador de Jujuy Gerardo Morales. El radicalismo tuvo candidatos a presidente, a senadores y a diputados que no fueron radicales, pero siempre el presidente del partido fue un dirigente con una importante trayectoria en esa organización política. El radicalismo se quedó sin brújula desde la muerte de los líderes de las dos viejas líneas internas: Raúl Alfonsín, que comandaba la izquierda moderada de las posiciones partidarias, y Fernando de la Rúa, que hacía lo mismo con la centroderecha. En rigor, ese partido debe arreglárselas con alianzas electorales desde el mal final de los dos gobiernos presididos por radicales en los últimos 40 años: el de Alfonsín y el de De la Rúa. Y nunca está cómodo. Ni con Roberto Lavagna ni con Mauricio Macri, tal vez porque no puede encontrar su norte ideológico. La crisis radical es tan profunda que el presidente del partido y también senador, Lousteau, suele votar contra la opinión del bloque del partido que preside. Lousteau tiene opinión sobre los aumentos a los jubilados o sobre el dinero extra para la SIDE, pero nunca se expresa sobre la candidatura de Ariel Lijo como miembro de la Corte Suprema. Su socio político, el caudillo radical de la Capital Emiliano Yacobitti, es amigo del padrino de Lijo, el juez de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti. Yacobitti firmó un proyecto de ley en la Cámara de Diputados por el que se cambia la forma de elegir al presidente de la Corte Suprema, hecho a medida para que Lorenzetti regrese a la presidencia del máximo tribunal. Los que apoyan a Lijo recobraron cierta esperanza desde que, aseguran, se juntaron más firmas (seis o siete, aunque se necesitan nueve) para el imprescindible dictamen favorable de la Comisión de Acuerdos. En fin, el radicalismo ya ni siquiera está en Juntos por el Cambio, que fue la última alianza que enhebró con el macrismo, la Coalición Cívica y el peronismo republicano de Miguel Ángel Pichetto. Juntos por el Cambio es ya solo una nostalgia de los que no son peronistas.
El día que José Mayans, un senador formoseño, seguidor ciego del interminable caudillo Gildo Insfrán y domesticado en la disciplina de obedecer y acatar, le preguntó públicamente a Cristina Kirchner si no creía que ella debía pasar por un psiquiátrico, quedó expuesta la crisis peronista. Mal que les pese, Cristina Kirchner es la única líder del peronismo que queda en pie. Nunca podrá llegar sola a ninguna parte porque solo lidera el 20 por ciento del electorado, pero no hay otro peronista que tenga más adhesiones (o iguales) que ella. ¿Es casualidad, acaso, que Milei haya convertido a la expresidenta en su adversaria preferida? Cuidado: el gobierno de Macri también jugó ese juego y terminó con Cristina Kirchner (Alberto Fernández mediante) en el gobierno nacional. A su vez, el peronismo no kirchnerista es solo un caravana de sonámbulos. ¿Pruebas? La semana pasada fue reelegido Ignacio Lamothe como secretario general del Consejo Federal de Inversiones; el CFI es la casa federal de los gobernadores que ni siquiera incorporaron nunca a la Capital Federal. Lamothe, un dirigente que adhiere a la conducción de Eduardo “Wado” de Pedro, y por lo tanto de Cristina Kirchner, fue apoyado por la unanimidad de los gobernadores peronistas. Ya no se trata de la adhesión de legisladores; son los gobernadores los que no pueden deshacerse de la expresidenta. Ella, astuta y contradictoria, hasta firmó un documento en el que criticó al peronismo, entre otras cosas, por no haber revertido el déficit fiscal y no haber hecho una reforma laboral que resolviera el problema de los que trabajan en negro. Dice un gobernador peronista: “El peronismo es como esas familias que quieren reformar la casa, pero no pueden sacar los muebles porque tropiezan en la puerta principal con un obstáculo infranqueable. Se llama Cristina Kirchner”. Es decir: no pueden hacer nada porque ella está en la puerta principal.
El partido que fundó Macri, Pro, no termina tampoco de cerrar sus heridas internas desde la guerra interminable entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich. Ellos creían que el que ganara esa contienda sería el próximo presidente del país; no veían las encuestas (sobre todo Rodríguez Larreta, que las compraba a precio mayorista), porque estas venían anticipando el crecimiento de un outsider de la política que fue el siguiente presidente. Fue Milei, en efecto. Consecuencia: en la votación que ganó el rechazo al DNU de Milei sobre los fondos reservados de la SIDE, dos senadores de Pro votaron a favor de la decisión presidencial y tres senadores del mismo partido votaron por su rechazo. A pesar de que Macri apuntaló su liderazgo en Pro, todavía existen neutrones libres fuera del núcleo macrista. Macri no se alejó de un apoyo en lo esencial a Milei, pero quiere marcar sus diferencias en temas institucionales: no está de acuerdo con la ampliación de los fondos reservados de la SIDE o con la candidatura de Lijo como juez de la Corte Suprema. Milei lo invita a comer seguido, pero luego toma distancia de él públicamente. Un matrimonio en el que el amor es esporádico.
A Milei le gusta la provocación. Llamó “zurdo” (una antigua manera de referirse a los izquierdistas) y miembro del Foro de San Pablo al director del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario, Rodrigo Valdés, aunque este no es zurdo ni integra el Foro de San Pablo. Valdés se apartó de la negociación con el gobierno argentino, según una versión inmejorable del FMI, porque ya le era difícil cualquier diálogo con un gobierno que lo había agredido tanto y que representa, al mismo tiempo, al país que es el principal deudor del Fondo. Valdés se retiró; nadie lo echó de una negociación que ya no quería. No fue la única provocación. Milei irá esta noche al Congreso a discursear para entregar el presupuesto 2025. No necesita hacerlo, mucho menos un domingo. No irá a hablar ante una Asamblea Legislativa, porque esta cumbre de senadores y diputados solo se convoca en tres ocasiones: cuando asume el presidente; en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, el 1º de marzo de cada año, y cuando existe vacío de poder. Una decisión impolítica, un error caro, un acto inservible.
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