Por: Joaquín Morales Solá. Con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno se instaló una política que convirtió al adversario en un enemigo; la descalificación del otro fue una construcción constante durante casi 20 años de protagonismo.
El crimen era una valla que la política no había cruzado. Salvo el caso de la muerte del fiscal Alberto Nisman (un homicidio para la Justicia argentina, vale recordar), la política se convirtió en una lucha agresiva en los últimos años, pero respetó el límite entre la vida y la muerte. La provocación constante, sobre todo de parte del kirchnerismo, consistía en los llamados “carpetazos” (información y desinformación de los servicios de inteligencia sobre la vida pública y privada de adversarios y críticos), en discursos violentos y en la apertura de causas judiciales contra el enemigo, generalmente falsas. Esa valla se cruzó en la noche del jueves pasado, cuando a Cristina Kirchner la salvó la casualidad de no terminar muerta en la puerta de su casa. La Justicia investiga por ahora a un “lobo solitario” que actuó instigado por el odio, aunque mantiene abierta todas las hipótesis. Es necesario preguntarse, entonces, por qué se llegó hasta una cima tan alta de violencia y qué historia se escribió antes de que sucediera ese delito ciertamente repudiable. Nada sucede porque sí y nada es producto de la nada, sobre todo cuando se estuvo tan dramáticamente cerca de un magnicidio.
El kirchnerismo venía buscando un 17 de octubre desde que el fiscal Diego Luciani pronunció su ya célebre opción (“corrupción o justicia, señores jueces”) después de pedir 12 años de cárcel para la vicepresidenta por hechos de corrupción, comprobados en un expediente que pesa tres toneladas. Luego del atentado, la dirigencia gobernante no percibió el instante en que era necesario promover otro clima político, más pacífico, menos alterado. Al contrario, la propia Cristina Kirchner alentó su propia victimización y permitió múltiples actos de genuflexión ante ella. Ni hablar del Presidente, que declaró un día feriado por un atentado fallido, llamó a concentraciones populares en solidaridad con la vicepresidenta y acusó a los medios y a la Justicia (¿de instigar?), antes de que jueces y fiscales comenzaran a investigar el hecho. Había culpables, en fin, antes de que se cometiera el delito. Con la convicción de que este lamentable episodio podría mejorar –por un tiempo, al menos– las malas encuestas que acompañan desde hace rato a Cristina Kirchner, el Gobierno trabajó como un orfebre ese 17 de octubre imaginario.
El kirchnerismo es por sí solo un monumento a la contradicción. En el acto de la Plaza de Mayo llamó a la unidad nacional, “pero no a cualquier precio”. ¿Cuál es el precio? ¿Acaso que la oposición les pida a los jueces que declaren inocente a la vicepresidenta? La DAIA, la institución más importante de la comunidad judía, se negó a firmar ese documento por su sesgo “partidario”. Con el líder de la Iglesia Católica, monseñor Oscar Ojea, se cuidaron: nadie le pidió que firmara nada. La unidad nacional sin la oposición invitada al acto fue una paradoja explícita. Otra vez: un episodio desgraciado es usado para presionar a jueces y fiscales. Lo dijo claramente el Presidente cuando acusó a la Justicia del atentado. Peor: ¿por qué el jefe del Estado tenía que hablar con la jueza María Eugenia Capuchetti, como él mismo contó, para indicarle cómo debía investigar el hecho? Ni Capuchetti ni el fiscal Carlos Rívolo, a cargo de la investigación, necesitan que el Presidente les diga qué tienen que hacer; ellos saben cuál es su función en la vida. Alberto Fernández se volvió a desubicar frente a la Justicia, el poder constitucional que es ya una obsesión de todo el kirchnerismo.
Otro fárrago verbal habitual en las últimas horas fue culpar a los “odiadores” en abierta alusión al antikirchnerismo. Es cierto que el atentado a la vicepresidenta espoleó la polarización de las dos minorías intensas, el kirchnerismo y el antikirchnerismo. Minorías relativas, porque juntas suman el 40 por ciento de la sociedad. Casi la mitad de los argentinos están metidos en esa grieta ya insoportable de amor y odio. Pero debe reconocerse, si se reconstruye con objetividad la historia, que el odio no existió en la política argentina hasta que los Kirchner se hicieron cargo del poder. El presidente anterior a ellos, Duhalde, tuvo dos ministros del radicalismo, Horacio Jaunarena y Jorge Vanossi, y acordó con Raúl Alfonsín un gobierno de unidad nacional. Menem y Alfonsín dialogaron hasta lograr el acto más importante que puede haber en una república: la reforma de la Constitución nacional. El gobierno de Alfonsín estableció una política de convivencia permanente con el peronismo (sin el cual no habría podido gobernar porque no controlaba el Congreso), y su relación con el líder peronista Antonio Cafiero lo acompañó hasta la tumba. El propio De la Rúa aceptó sin pataleos la designación del peronista Ramón Puerta como presidente provisional del Senado (virtual vicepresidente de la Nación porque Carlos “Chacho” Álvarez ya había renunciado).
Con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno se instaló una política que separó cruelmente el “ellos” del “nosotros”, que convirtió al adversario en un enemigo y que optó por la política binaria que recomendaba el filósofo Ernesto Laclau. El título de su libro más conocido lo dice todo: La razón populista. Sin embargo, fue Cristina Kirchner quien les puso luego un mayor énfasis a esas políticas, que incluían el escrache permanente a opositores, empresarios y periodistas. Ella resucitó los discursos de Eva Perón y hasta copió el tono de su voz. El propio Duhalde, de cuyo peronismo nadie puede dudar, dijo que “Eva no fue un ejemplo de convivencia política democrática”.
Ese odio desparramado en tertulias camporistas y en fanatismos de distinto pelaje tuvo uno de sus momentos más dramáticos en diciembre de 2016, en el recóndito pueblo de Traful, en la Patagonia profunda. Una barra kirchnerista del gremio ATE (no fue un lobo solitario) emboscó la camioneta que llevaba al entonces presidente Mauricio Macri e hizo estallar a piedrazos los vidrios del vehículo con el mandatario adentro. Otra vez la casualidad impidió que un presidente no resultara seriamente herido o directamente muerto. Los vidrios polarizados de la camioneta impedían a los agresores ver desde afuera dónde estaba Macri. Una piedra rozó la cabeza del entonces presidente. Nadie hizo tanto escándalo. El hijísimo, Máximo Kirchner, habló en días recientes de un muerto con la liviandad con que habla de todo sin haber vivido nada. Un senador peronista, José Mayans, presidente del bloque que maneja la vicepresidenta con control remoto, amenazó abiertamente a los jueces de la Corte Suprema en la última reunión del cuerpo del jueves pasado. Recordó, con desprecio y descalificaciones personales, el momento en que fue destituida la Corte de Menem, poco después de que asumiera Néstor Kirchner. “No vaya a ser que ahora se dé vuelta la taba”, amenazó sin disimulo en alusión a la actual Corte, y citó al Martín Fierro: “No hay tiempo que no llegue –que no acabe, escribió Hernández– ni tiento que no se corte”, desafió con absoluta falta de respeto institucional. El odio político, la división social (y hasta familiar) por razones partidarias, la incomunicación política y la descalificación del otro fue una construcción constante del kirchnerismo durante casi 20 años de protagonismo político. Obvio: el odio siembra odio y cosecha odio.
La decisión de Cristina Kirchner de que su domicilio permanezca rodeado por 300 o 400 seguidores, en un barrio de calles y veredas angostas, significó siempre un peligro de violencia. A varios exponentes políticos y judiciales se los escuchó en los últimos días manifestar su preocupación por la posibilidad de un hecho brutal. No se referían directamente a la vicepresidenta, sino a la decisión que podría tomar un vecino alterado por el ruido, la suciedad de la zona y la prisión virtual en la que vive todo el vecindario. Temían que ese eventual vecino cansado y furioso hiciera algo contra un militante cristinista. Ni Cristina Kirchner aprovechó en su momento la oportunidad para llamar a la pacificación, ni Alberto Fernández se colocó el jueves como un líder nacional que busca, sobre todo, la paz social. Al contrario, todo el desvarío fue creciendo con un ritmo frenético, cargado de irresponsabilidad política. El infaltable Pablo Moyano llamó a vengarse de periodistas con nombres y apellidos, y el ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro, que fingía moderación cuando le convenía, culpó del atentado a “tres toneladas de editoriales de diarios, televisión y radio”. ¿Saldrán a la caza de periodistas? ¿O antes se vengarán de jueces y fiscales? Por lo pronto, un cendal de sinceridad se tendió sobre la política argentina: ahora ya se sabe dónde están los odiadores y cuáles son las nefastas secuelas del rencor político.
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