Este lunes será el primer debate. Es una prueba crucial en una muy ajustada pelea por la presidencia.
Será sin dudas el show de año. Decenas de millones de personas en Estados Unidos y todos los rincones del planeta lo mirarán mañana por televisión y se estima que la audiencia demolerá todos los récords. Por primera vez se batirán a duelo el polémico, explosivo e impredecible Donald Trump y Hillary Clinton, “la dama de hielo” experimentada y ultracerebral, que busca combatir el ascenso arrollador del magnate. Pero el cara a cara será mucho más que un espectáculo destinado a hacer historia: en una ajustadísima carrera por la Casa Blanca, y que suma cada vez más dramatismo, cualquier paso en falso en este primer debate puede ser fatal para los candidatos.
El choque ante las cámaras, mañana lunes a las 21 (las 22 de la Argentina) está organizado en la Universidad de Hosfra, cerca de Nueva York, y durará 90 minutos. Será el primero de los debates, ya que habrá otros dos en octubre. Estará moderado por el periodista Lester Holt, de la cadena NBC, y ya Trump calentó los motores del encuentro al acusar al presentador de “demócrata y tendencioso”.
Este debate será histórico porque los dos candidatos son excepcionales: Hillary es la primera mujer que compite por la presidencia de los Estados Unidos y Trump, como ningún otro antes, llegó tan cerca de la Casa Banca sin haber ocupado jamás un cargo público. Además, ambos ostentan el récord de ser los candidatos con peor imagen negativa. Se los ama o se los odia: muchos votarán el 8 de noviembre por temor o por rechazo y eso le agrega un condimento de absoluta imprevisibilidad a esta elección.
En una carrera que muchos vaticinaban que sería cómoda para la ex primera dama, ex senadora y ex secretaria de Estado, el magnate inmobiliario ha logrado emparejar la contienda con un discurso populista y a veces hasta racista y xenófobo, pero que ha conseguido sintonizar con un electorado que está harto de los políticos tradicionales y que ve que la recuperación económica no alcanza a llegar a sus bolsillos. Los sondeos a nivel nacional marcan un virtual empate, aunque en algunos de los estados decisivos la demócrata lleva una leve ventaja. Pero nadie tiene nada asegurado.
Como una alumna aplicada, Hillary, de 68 años, se preparó meticulosamente para el debate. Contrató psicólogos y hasta un biógrafo de Trump para comprender la personalidad de su rival. Obsesiva, detallista y con enorme experiencia en el Ejecutivo y el Legislativo, quizás no haya habido una candidata con tanto dominio de los temas locales e internacionales como ella. Pero a la vez eso le juega en contra: en el debate no debe permanecer como atada a un libreto y alejada de la gente. En una era donde los estadounidenses –y en buena parte del mundo– los ciudadanos eligen candidatos anti-sistema, una actitud doctoral en tevé no es la más conveniente.
La candidata demócrata debe también mostrarse vivaz y saludable, ya que vuelve de una neumonía y de muchos rumores sobre su salud. También debe lucir confiable, para tratar de neutralizar las acusaciones de “mentirosa” y “corrupta” que le llueven desde el bando contrario y que, según las encuestas, muchos estadounidenses avalan. A la vez, ella tratará de sacar de las casillas a Trump para que el explosivo temperamento del magnate quede al desnudo. La violencia policial y los choques raciales de estos últimos días, más los ataques en Nueva York y los de los shoppings en Minnesotta y en el estado de Washington, serán seguramente ejes del debate.
El republicano, de 70 años, es un fenómeno tan impredecible que no responde a ningún libreto tradicional. Por eso los demócratas están desesperados por encontrar una estrategia para neutralizarlo. Es un verdadero showman y, como el estilo populista y desfachatado de Silvio Berlusconi, tiene un amplio dominio de la escena y de las cámaras. Tiene la rara virtud de decir cualquier barbaridad –que a otro candidato enterraría– y, pese a eso, subir en las encuestas. También de decir una cosa y al día siguiente desdecirse y que eso no le reste votos. Pero, a la vez, más de la mitad de los estadounidenses tienen miedo a una presidencia de Trump, según un sondeo divulgado el viernes.
Por eso, en las últimas semanas, Trump ha moderado su discurso y su campaña lo ha atado al “teleprompter”, donde lee en vez de improvisar. En el debate estará sin red, ya que no contará con ese aparato que es como un bozal virtual. Su desafío es mostrarse presidencial, como alguien que es capaz de ser el comandante en jefe de la primera potencia del planeta, y en ese sentido intentará convencer al electorado de que él restablecerá “la ley y el orden” en Estados Unidos y en el exterior. Intentará convencer a los votantes de que el país es un “caos”, envuelto en guerras internas y externas, y que sólo él es capaz de arreglarlo.
Además, Trump deberá resistir los dardos de Hillary, que tratará de hacerle perder los estribos con, por ejemplo, su resistencia a revelar su declaración de impuestos. Pero el magnate cuenta con una ventaja: nadie espera ya que sea un estadista. Deberá ser más específico en sus propuestas y con más o menos un buen papel le alcanza. El precisa ampliar su base de votantes y seducir a los indecisos porque con los blancos de clase media y baja solamente no puede ganar. Tampoco debe ser muy agresivo con Hillary porque podría espantar al escaso electorado femenino que lo apoya.
Pero el republicano llega con viento a favor. Es el que está en ascenso en las encuestas y el viernes recibió un respaldo inesperado: en un dramático giro, su ex rival en la interna Ted Cruz anunció que votará por Trump, luego de que hace un tiempo había dicho que el magnate era un “mentiroso patológico” y una persona “totalmente amoral”. Esto le dará una enorme mano ante el electorado ultraconservador y religioso, que no ve con buenos ojos el perfil más “liberal” del neoyorquino. También es una señal de unidad para un partido dividido.
Más allá de todo, ambos deben evitar dar un paso en falso, ese detalle mínimo del que todo el mundo hable a la mañana siguiente y puede costar una elección: lo padeció Richard Nixon, cuando sudó ante un lozano John Kennedy, o a George Bush padre, cuando miró impaciente su reloj en medio del debate contra Bill Clinton.
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