Por Enrique Pinti
Las guerras que sufrió el mundo occidental durante el siglo XX fueron, como todas, sucesos nefastos que acarrearon crisis de todo tipo.
Los bombardeos destruyeron casas, fábricas y tesoros artísticos, exterminaron familias enteras y dejaron secuelas psicológicas de muy difícil y, a veces, imposible recuperación.
"Los locos de la guerra", como popularmente se denominaba a esos seres desquiciados que despertaban en medio de la noche con gritos y alaridos provocados por pesadillas que los enloquecían aún más, eran personajes muy comunes en aquella Europa hambrienta, en ruinas, sin trabajo, con emigraciones no deseadas hacia países desconocidos, con idiomas muchas veces incomprensibles pero que, al menos, prometían trabajo y posibilidades de progreso.
No estaba exenta de estas tribulaciones una potencia como Norteamérica que debía reinsertar a los excombatientes a la rutina de la preguerra, cosa que resultaba ardua y complicada y que requería tratamientos psicológicos de todo tipo. Eso, sin contar las apreturas económicas que gran parte de la población tuvo que sufrir debido a los enormes gastos que la contienda requirió, y que, lógicamente salieron del erario público.
No había otra más que empezar de cero sin olvidar las causas de la ruina
Todos estos problemas tenían un "justificativo" que nadie podía negar, relativizar o minimizar: las guerras (no olvidar la de 1914, 1918 y la Guerra Civil Española de 1936 a 1939). O sea, medio siglo desangrándose en contiendas concretas, visibles, fotografiadas y filmadas, indiscutibles y obvias con la contundencia de la metralla y el horror del día a día, ese horror que pasaba por alto las clases sociales, las edades, los sexos y la capacidad intelectual y que llegaba a todos por igual.
Esa generación vivió las crisis previas, las de la guerra y las de la posguerra en toda su intensidad y culpaban a ese fenómeno concreto y visible por todas sus desgracias. Las consecuencias que repercutían en sus bolsillos, la falta de trabajo, la escasez de alimentos que imponía severos racionamientos, el luto por sus seres queridos masacrados y la crisis de vivienda que azotaba a pueblos otrora prósperos, eran indiscutibles, concretas y tenían nombre: la guerra.
Pasaron los años, cambió el siglo, las guerras siguieron, pero fueron sectorizadas
No había otra más que empezar de cero sin olvidar las causas de la ruina y sin confundirse en cuanto a la responsabilidad de gobernantes elegidos o no por el pueblo que llevados por ambición, racismo, soberbia e intolerancia precipitaron la tragedia. Todo eso estaba claro y, aún pasados cinco o seis años de la finalización del conflicto bélico en sí, nadie podía olvidar lo ocurrido. Y muchos países lucharon por la reconstrucción esforzándose, sacrificando privilegios y derechos legítimos para, con privaciones y penurias, superar el horror mirando a un futuro que, por duro que se presentara, siempre iba a ser mejor que el pasado.
Pasaron los años, cambió el siglo, las guerras siguieron, pero fueron sectorizadas; las ex repúblicas soviéticas se trenzaron en combates sangrientos; Sarajevo, Serbia y Bosnia explotaban a menos de dos horas de avión de la sofisticada París, la Madrid alegre, la Roma eterna, la Berlín industrializada y sin muros. Y, aún siendo sucesos horribles, estaban encapsulados en esas sociedades consideradas parientas pobres de la gran metrópolis llamada Unión Europea.
Años más tarde la crisis avanzó hacia la gran eurozona, la gran Norteamérica y, ni hablar, toda América latina, otrora refugio de inmigrantes. Y nos quieren explicar el fracaso del estado de bienestar, pero no tienen la "justificación" de la guerra declarada. Esta crisis ha sido producida sin bombardeos, sino con especulaciones, con bancos sin control, con guerras con gusto a petróleo, con vergonzosos negociados prohijados por codicias, vergonzosas explotaciones y la infamante cantidad de millones de seres humanos desnutridos y avasallados en sus derechos fundamentales. La guerra siguió solo que no nos dimos cuenta..
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