Por Joaquín Morales Solá
Tal vez comenzó cuando Cristina Kirchner convocó al "vamos por todo" después de las elecciones de 2011. O mucho antes, cuando el gobierno kirchnerista perdió la inservible guerra con el campo, en 2008. Lo cierto es que un abismo, más que una grieta, separa a casi la mitad de la sociedad entre bandos opuestos. Ese foso se profundiza aún más en tiempos electorales, y más aún cuando se compite por la presidencia del país, como sucede ahora. La diferencia es fundamentalmente entre kirchneristas y antikirchneristas.
Taxistas y académicos, obreros y profesionales, algunos pobres y muchos de clase media sienten que el país del otro es un infierno insoportable. Ya era un despropósito cuando Cristina lanzó el "vamos por todo" en 2011, porque había ganado con el 54 por ciento de los votos. Iban por la otra mitad del país. Así fue la respuesta que recibió: esa fue la última elección que ganó Cristina.
Según estudios de varias encuestadoras, hay un 25 por ciento de la sociedad fanáticamente kirchnerista y otro 20 por ciento antikirchnerista, también fanáticamente. El porcentaje correspondiente al kirchnerismo es todo antimacrista. En el porcentaje antikirchnerista hay bastante de macrismo, aunque no todo. Es el 45 por ciento de la sociedad, una cantidad inmensa, que decidió meterse en una guerra que ya lleva varios años. Los calificativos con los que el kirchnerismo divide a la sociedad son ofensivos: patriotas contra cipayos, nacionalistas contra extranjerizantes, vendepatrias contra nacionales y populares. Como siempre existe un día después, vale la pena preguntarse si los candidatos actuales saben qué harán cuando hayan ganado las elecciones, si es que las ganan. Dicho de otro modo: ¿se puede gobernar una sociedad tan fragmentada? ¿Se puede administrar un país cuando un cuarto de su población no reconocerá nunca la legitimidad del triunfo ajeno? Desde ya, esas no son reflexiones que puedan hacerse en estos momentos. Una campaña presidencial es siempre salvaje. Sin embargo, nada se sabe hasta ahora de que haya habido en la dirigencia política un debate, aunque fuere superficial, sobre esa cuestión crucial.
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Si hay que redactar algún borrador de la historia, debe decirse que el kirchnerismo es el mayor impulsor de la grieta y del combate callejero contra el otro. No menos de diez figuras públicas, de notoria militancia antikirchnerista, dieron testimonio de que fueron acosadas e insultadas en la calle por personas adscriptas con fanatismo al kirchnerismo. No se sabe de ninguna figura conocidamente kirchnerista que haya sufrido esta clase de persecución en el espacio público. El macrismo no ha hecho nada para agravar el problema, pero tampoco para resolverlo. Quizá porque la grieta le conviene electoralmente; mantiene abroquelada a gran parte de sus electores.
La muchas causas que investigan la corrupción de los tiempos kirchneristas son un obstáculo serio para superar la grieta. Los seguidores de Cristina Kirchner no tienen otro camino que encerrarse en una negación absoluta de las espectaculares defraudaciones que comprobaron jueces y fiscales. ¿Qué otra cosa podrían hacer si quieren seguir siendo kirchneristas? Los que no lo son encuentran una valla insalvable para avanzar en una reconciliación si la condición es, precisamente, desconocer que hubo corrupción. Desde ya, las investigaciones sobre la corrupción no pueden ser nunca un campo de negociación para superar la grieta. No lo serán, porque la mayoría de los casos ya está en la Justicia; es un territorio donde rige el Código Penal, no un manual de buenas costumbres políticas. A tal punto la corrupción es un obstáculo que un candidato que se propuso saltar por encima de la grieta, Roberto Lavagna, adelantó que nunca hablará de la corrupción pasada en su campaña electoral. Sabe que si lo hace caerá en el acto, le guste o no, en la profunda oquedad que divide a distintos grupos de argentinos.
Es cierto que la grieta o la polarización extrema no son fenómenos solo argentinos; en todo caso, los argentinos fueron pioneros. Procesos parecidos ocurren ahora en los Estados Unidos, donde Donald Trump hurga en las heridas del viejo racismo; en Brasil y en México, donde líderes de derecha o de izquierda se enfrentan con la parte de la sociedad que no los sigue; en España, donde la política abrió un cráter entre la izquierda y la derecha; en Italia, donde un líder de extrema derecha, Matteo Salvini, quebró la histórica mesura de la política italiana, y en Gran Bretaña, donde el Brexit separó duramente a europeístas y euroescépticos. Víctima de esa división devastadora, la siempre subvaluada Theresa May dio una clase de sentido común en su último discurso como primera ministra de su país. Dijo que en el oficio de la política es fundamental la predisposición a ceder, a aceptar compromisos para que los grandes partidos puedan construir un territorio común. "Lo contrario es una política de ganadores y perdedores, de términos absolutos y de lucha perpetua", dijo con precisión, justo ella que probablemente le entregará el poder a un populista, Boris Johnson. Pero ¿cómo no extrapolar esa advertencia de May a lo que sucede en la política doméstica argentina? ¿Cómo no reconocer como propia la política de "términos absolutos" que denuncia May?
Hablemos de populismo. Suele usarse ese término para cualquier cosa, pero hay algunas características que le son muy propias. Una de ellas es la que busca enfrentar a la sociedad con sus instituciones, porque suponen que estas son una traba para las políticas "populares". Las instituciones son, digan lo que digan, un estorbo para el autoritarismo. ¿Puede existir una república sin instituciones? No, desde ya. Es como pedirle a un árbol que sobreviva sin savia. Un caso emblemático es del intendente de San Antonio de Areco, el camporista Francisco Durañona, que pidió por segunda vez una reforma del Poder Judicial (que, obviamente, aleje a sus líderes de los tribunales). Ya antes había pedido públicamente una ampliación de la Corte Suprema para llenarla de "militantes" (se supone que de ellos). Durañona está impidiendo, además, la construcción de la autopista a Pergamino, que debe pasar por su pueblo, solo porque la hace Macri. ¿Es populismo o es autoritarismo? ¿O las dos cosas? Una versión que viene de la cantera de Cristina Kirchner asegura que esta le respondió, en una conversación privada, a Juan Grabois porque este se quejó de la poca representación de las organizaciones sociales en las listas de candidatos a legisladores. Cristina le dijo que en la lucha por la 125 (guerra con el campo) o en la batalla por la ley de medios (guerra con el Grupo Clarín) la habían acompañado solo La Cámpora y la militancia propia, no las organizaciones sociales. No enterró ninguna guerra. Como decía Talleyrand, no olvidaron ni aprendieron nada. Ese es el problema con el que se encuentra Alberto Fernández: hacia adentro, no sabe si tendrá márgenes para escribir otra historia, como prometió, y hacia afuera se encuentra con un periodismo precavido. Razonablemente precavido, después de tantos escraches y persecuciones.
Una campaña presidencial es un teatro de hipocresías. ¿Por qué no reconocer que, entre muchos errores, el gobierno de Macri hizo una cantidad enorme de obras públicas sin una sola denuncia de sobreprecios? ¿Por qué no admitir que los modos de la política cambiaron para bien durante su gestión? Sería una manera de aceptar que las cosas buenas continuarán, gane quien ganare. ¿Por qué dicen que el acuerdo con el FMI es una traición a la patria, cuando el propio Fondo relató públicamente que los principales candidatos de la oposición argentina le aseguraron que seguirán negociando con él, aunque pedirán algunos cambios, sobre todo en los plazos de los vencimientos más cercanos? Esa renegociación sucederá necesariamente aun con Macri, aunque este no la anticipe.
La realidad es más pobre. Ni Macri tendrá una Argentina sin problemas después del 10 diciembre, si fuera elegido, ni Cristina Kirchner recuperará del pasado el paraíso perdido, si fuera ella la que controlara el poder. Los paraísos imposibles son solo eslóganes para cavar aún más la grieta.
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