Por Martín LousteauLos episodios de masivos cortes de luz vuelven a poner de manifiesto el desdén por la administración pública que padecemos y toleramos los argentinos.
Frente a cada problema, el gobierno nacional no busca soluciones sino actores a los que pueda culpar. Y desde la oposición es más la tendencia a aprovechar la situación que a diagnosticar de manera un poco más profunda. Por un lado se culpa al sector privado y se amenaza con estatizar para trasladar a los poderes ejecutivos de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires la responsabilidad de la suba de tarifas. Por el otro, surgen planes de crédito para generadores (pero no hubo en todos estos años ningún estándar porteño de eficiencia energética para las nuevas construcciones), denuncias y sugerencias de un cambio de huso horario . Lamentablemente, las medidas propuestas no resolverán los inconvenientes estructurales que se fueron acumulando en el sector, y poco contribuirán a paliar la crisis inmediata.
Frente a cada problema, el gobierno nacional no busca soluciones sino actores a los que pueda culpar.
El problema principal radica en la desidia por la gestión de lo público. Y esta falla no es solamente achacable al kirchnerismo o la política en general: en nuestro rol de ciudadanos también somos responsables de reclamar idoneidad, transparencia y honestidad. Y de no pasar por alto las severas falencias en cada uno de estos frentes en épocas de vacas gordas, cuando la economía funciona bien. También debemos dejar de lado la hipocresía o los estándares dobles. Con el valor que pagan algunas zonas la electricidad y el gas residencial no es posible hacer frente a las obras de infraestructura necesarias por la mayor demanda y para acomodar a una población que habita los edificios cada vez más imponentes, que han surgido en algunos barrios. De igual manera, si la función pública acarrea desprestigio o no está bien remunerada comienza a alejar a los capaces para atraer a inmorales y advenedizos que sólo privilegian sus intereses personales.
Esta degradación ha sido continua pero inexorable. Por eso, para detectar su magnitud vale la pena el ejercicio de comparar los gabinetes de Alfonsín y Cristina Fernández de Kirchner. El primero tuvo como Ministro del Interior a Antonio Tróccoli; de Relaciones Exteriores y Culto a Dante Caputo; de Defensa a Horacio Jaunarena; de Economía a Juan Sourrouille, de Obras y Servicios Públicos a Rodolfo Terragno; de Educación a Jorge Sábato; de Trabajo a Ideler Tonelli; de Salud a Aldo Neri. Usémoslos como vara para medir a algunos de los elegidos para esos puestos por el kirchnerismo: Aníbal Fernández, Héctor Timerman, Arturo Puricelli, Hernán Lorenzino, Julio De Vido, Alberto Sileoni, Carlos Tomada y Juan Manzur. Y a ellos hay que sumar titulares de otras carteras que antes no existían, entre las que se encuentran Julio Alak, Alicia Kirchner, Norberto Yahuar, Enrique Meyer y Débora Giorgi. Ni hablar de cargos de mayor jerarquía institucional, ocupados por personajes como Juan Manuel Abal Medina o el propio Amado Boudou.
De Vido tuvo a su cargo casi todo lo que hoy se halla en estado calamitoso
El caso de De Vido es, junto con otro gran acumulador de fracasos como Moreno, probablemente el más emblemático en cuanto a incapacidad. Durante nada menos que doce años y administrando cuantiosos recursos, este ministro tuvo a su cargo casi todo lo que hoy se halla en estado calamitoso. Controló y subsidió el transporte público de todo el país: con su gestión los trenes terminan en peor estado y con varias tragedias a cuestas. Manejó la obra pública pero, aún con los presupuestos más altos de la historia, no ha sido capaz de legar a los argentinos ni una obra emblemática importante: no hay una "Panamericana" o un "El Chocón", por citar algunos ejemplos, y su única gran herencia son las denuncias de corrupción. Tuvo a su cargo la política de hidrocarburos, y cayeron tanto la producción como las reservas; perdimos el autoabastecimiento energético y ahora tenemos que importar cada vez más, a precios desorbitantes y descontrolados. Fue el responsable del sistema eléctrico y así estamos: con apagones que duran semanas. Recordemos, finalmente, que cada día nos cuesta más comunicarnos por celular: las telecomunicaciones también pertenecen a su órbita, lo que hace sospechar que quizás no estemos tan lejos de tener una crisis similar en dicho frente.
Hoy, sin dudas, la responsabilidad primaria pasa por proveer soluciones a lo más urgente. Los distintos niveles de gobierno precisan organizarse rápido para disminuir el consumo eléctrico de los edificios y monumentos públicos, organizar junto a las empresas la oferta de electricidad de fuentes habituales y extraordinarias, redoblar los esfuerzos para proveer seguridad y asistencia de salud, y ordenar el acceso al agua a todos aquellos a los que les falta. Pero cuando esto termine también tendremos que sentarnos todos a comprender más acabadamente qué es lo que nos está ocurriendo y qué estamos dispuestos a hacer para revertirlo. Sólo así recuperaremos y mejoraremos un Estado que esté a la altura de los desafíos que la vida moderna impone..
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