Por: Jaime Duran Barba.
Se instala progresivamente un nuevo modelo de convivencia que exige respeto a la alteridad, en el que no habrán más gobiernos de militares de carrera, ni de pibes disfrazados de militares.
Al menos en la teoría, las religiones orientales evitan los extremos. Buda vivió una juventud regia, experimentó el ascetismo y concluyó que la realización personal estaba lejos de esos extremos. El budismo promueve la meditación y la búsqueda del justo medio en todas las encrucijadas de la vida. Lao-Tse, el fundador del taoísmo, decía que las instituciones son como los árboles que cuando envejecen se vuelven rígidos y se rompen con el viento. En cambio cuando rebozan de vida sus ramas crecen y son hermosas, porque saben mecerse con el viento. En muchos países asiáticos distintas religiones conviven sin problema dentro de una familia o biografía. En Japón una persona a lo largo de su existencia puede participar del catolicismo, del budismo y venerar a varios kamis shinto, sin que sienta que está mal vivir con esas verdades paralelas. China es al mismo tiempo confuciana, taoísta, marxista, capitalista, crece porque sabe compatibilizar las contradicciones. Como dijo Deng Xiaoping, no importan tanto las ideas abstractas ni el color del gato, sino que sea capaz de cazar ratones.
Muchas culturas monoteístas tienden a ser más rígidas. Privilegian las convicciones sobre la experiencia de la realidad. La mayoría de las facciones del islam creen ser dueñas de verdades absolutas que provienen del Corán, un libro dictado por Dios. Los creyentes son capaces de autoinmolarse y de matar a los demás con tal de defenderlas. La cultura cristiana ha generado también movimientos integristas capaces de defender así sus convicciones. Entre ellos no ha sido frecuente la autoinmolación, pero sí quemar brujas o matar a otros en nombre de sus creencias.
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Según Federico Krause, con la crisis que provocó la Ilustración en el mundo de la fe, aparecieron religiones cívicas inspiradas en textos sacralizados, interpretados por intelectuales ortodoxos y conducidas por líderes venerados que conducían a la masa. La más ortodoxa fue el Comunismo que dictaminaba desde Moscú lo que era verdadero o falso, científico o superchería burguesa. La mayoría de los políticos reprodujeron la matriz religiosa en sus organizaciones, fueron venerados como hombres excepcionales, que a veces tenían comunicación con seres extraterrestres, que conducían a seguidores obedientes. La lucha por estas religiones cívicas mató a cientos de millones de personas a lo largo del siglo XX. En México murió más de un millón de personas por los enfrentamientos entre grupos que participaron de la revolución mexicana cuyas diferencias conceptuales siguen siendo confusas. Yrigoyen, Getulio Vargas, Velasco Ibarra, Haya de la Torre, plantearon una dicotomía: o la gente los apoyaba o vendría el fin de sus países. Desde la Revolución de Octubre la mayoría de los seres humanos estuvo gobernada por una ideología que creía que cambiaría a la humanidad derrotando al individualismo liberal. Pero los árboles viejos de los partidos eternos se secaron y se rompieron. Vivimos en el nuevo paisaje de la posmodernidad con muchas plantas vivas que nacen, disfrutan de los cambios, se mecen con el viento y desaparecen antes de llegar a ser enormes.
En uno de sus artículos, Jorge Fontevecchia decía que en el macrismo el gradualismo no parece una táctica, sino el núcleo de su ideología. Mencionaba el libro Society Online: The Internet in Context, compilación de trabajos realizada por Philip N. Howard y Andrew Chadwick que ayuda a comprender la política en la era de la red. Reprodujo también opiniones de analistas que interpretan la acción del Gobierno desde otros ángulos. Citó un artículo de Clarín en el que se decía que “en materia económica el Gobierno tiene un plan: perdurar para la reelección de Macri” y otro de La Nación en el que un importante intelectual decía que “Macri no es neoliberal ni desarrollista, es lo que puede”. Las dos ideas tienen sentido si se entienden en el contexto de la sociedad posmoderna. No es exacto decir que el plan económico es “perdurar para la reelección”, pero sí es verdad que tiene que ver con la idea de que un plan económico no sirve si no puede aplicarse en la realidad.
Desde hace décadas hemos asistido, en varios países, a reuniones en las que algunos economistas dicen que el país se desmoronará si no se aplica un paquete radical de medidas de ajuste económico. Algunos presidentes les creyeron. Gonzalo Sánchez de Losada, que repetía el mantra de la religión tecnócrata: “Hay que hacer lo que hay que hacer” impuso un ajuste brutal que desató la furia de la gente, hubo muertos, está enjuiciado y perseguido desde hace décadas. Su sucesor, Evo Morales, hizo lo que no hay que hacer, pero ha sido reelegido varias veces. Hasta donde se ve, Bolivia no se desmoronó. Pasó lo mismo con Jamil Mahuad que llegó a la cumbre de la popularidad cuando suscribió la Paz con Perú. Aplicó un ajuste asesorado por economistas argentinos preparados, fue víctima de un golpe militar de guerristas que habían perdido su negocio, permanece perseguido desde hace 18 años. En el mediano plazo el ajuste llevó al poder a Rafael Correa, un populista autoritario pintoresco que manejó muy mal la economía, pero fue reelegido dos veces. Dilma Rousseff aplicó su paquete de medidas en cuanto fue reelegida. Esa fue la verdadera causa de su destitución. Le sucedió en la presidencia Temer, que “hizo lo que hay que hacer” de manera ortodoxa, apoyado en un gabinete excluyente de hombres tecnócratas. Logró batir los récords como el mandatario más rechazado de la historia del continente. Si la Justicia no impide la reelección de Lula las reformas pueden desvanecerse. En Perú, la economía creció sensatamente desde hace dos décadas, pero todos los presidentes que pasaron por el Palacio de Miraflores en el período han sido extremadamente impopulares y la mayoría está en prisión. En México Enrique Peña Nieto impulsó cambios que eran indispensables y buenos según los economistas. Termina su período como el presidente peor evaluado de la historia mexicana. Andrés Manuel López Obrador que es el más probable triunfador de las elecciones, tirará por la borda sus reformas. No hay ningún mandatario que haya aplicado ajustes sin que se desplome su gobierno o sin terminar como un pato rengo que agoniza hasta que termine su período. Mauricio Macri es la excepción, tomó medidas de corrección en forma gradual como es posible en las sociedades democráticas del siglo XXI. Si producía un ajuste radical su gobierno habría colapsado y habrían vuelto los populistas de siempre.
Es bastante real aquello de que Mauricio “no es neoliberal, ni desarrollista, es lo que puede”. Tampoco es carlista, chiita, ni gobierna para ninguna secta. Antiguamente la gente se identificaba con un membrete y después averiguaba las ideas que debía creer. Alguien nacía chiita, y si era virtuoso terminaba reventando a pedradas la cabeza de su madre porque había sonreído a un vecino y los sacerdotes decían que había pecado.
Felizmente las mujeres civilizaron a Occidente y el mundo digital licuó los principios fosilizados. Pasamos de modelos inmóviles a los “modelos beta permanentes” que son efímeros, como todo toque tiene que ver con la sociedad de la internet en la que la crisis de una corporación virtual puede provocar en dos días pérdidas mayores al presupuesto de muchos países reales.
El gradualismo es una visión que se impone en la sociedad del siglo XXI, más horizontal y democrática que la antigua, en la que los ciudadanos están intercomunicados y tienen más información. Las élites pudieron hacer lo que querían cuando la mayoría de la población era muy ignorante y se podía manejar en una sociedad vertical. Se instala progresivamente un nuevo modelo de convivencia que exige respeto a la alteridad, en el que no habrán más gobiernos de militares de carrera, ni de pibes disfrazados de militares. Los gobiernos deben desarrollar nuevas formas de comunicación y dialogar permanentemente con una población que ha descubierto el encanto de vivir disfrutando las diferencias en una sociedad en la que se sabe que todo es efímero.
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