Salta volvió a ser noticia nacional debido a la detención de un cabo de la policía en el barrio Autódromo, que transportaba 68 kilos de cocaína en la camioneta oficial, la que habitualmente utiliza el jefe del servicio del 911 en Orán, Lisandro Cejas.
El cabo Ángel Urzagasti había trasladado la droga, acondicionada en el asiento trasero del vehículo desde la ciudad norteña, por lo que pasó siete puestos de policía y gendarmería. La captura no fue casual, ya que los gendarmes que lo detuvieron lo esperaban a sabiendas de que traía ese cargamento ilegal.
El caso tiene particular gravedad porque es una muestra cabal de la vulnerabilidad de nuestra provincia frente al narcotráfico, un fenómeno ante el cual el Estado parece anestesiado y sin capacidad de reacción.
En primer lugar, queda claro que a la Policía de Salta le falta un sistema eficaz de detección del delito. Un móvil policial puede pasar muchos puestos llevando droga, ya que por su condición parece muy difícil que algún uniformado le haga una requisa de rutina. Sin embargo, el acondicionamiento de los paquetes con la droga debió haberse hecho en un lugar donde no llamara la atención la presencia de ese tipo de vehículos.
La primera reacción del ministro de Seguridad, Alejandro Cornejo, apuntó a circunscribir las culpas en el detenido. Tanto este funcionario como el jefe de Policía, Marcelo Lami, admitieron una infiltración de los narcos en la fuerza, pero Cornejo generalizó al recordar los casos de policías federales y gendarmes involucrados en delitos similares.
En primer lugar, si detrás de la detención de Urzagasti aflora la existencia de una red de narcopolicías detectados por la Gendarmería, no resulta nada tranquilizadora para el ciudadano de a pie la falta de comunicación entre ambas fuerzas, a las que se espera solidarias en la lucha contra el narcotráfico.
Cuesta creer que un cabo, en soledad, pueda desarrollar este tipo de transportes ilícitos.
El narcotráfico en nuestra provincia es un problema mucho más grave de lo que se admite. A nivel provincial y a nivel nacional falta un diagnóstico correcto. Nunca se prestó la debida atención a la concentración de inmigrantes de otros países que se fueron asentando en la frontera norte desde que Bolivia desplazó a Colombia como proveedor de cocaína. La sucesión de narcocrímenes ocurridos a partir de julio de 2012, la proliferación de agentes de seguridad transportando droga, los nunca aclarados vínculos entre esos agentes y sus superiores y los funcionarios de turno en el área de seguridad, así como otros fenómenos de ese tipo son un síntoma del cambio de la geografía social frente al cual no se adoptaron medidas sólidas.
El caso de los narcopolicías Giménez y Gallardo, detenidos a raíz de un operativo en General Gemes, conmovió a Salta en 2011 por la jerarquía y la formación profesional de ambos oficiales, pero dejó las mismas incertidumbres sobre la trama de complicidades de la que formaban parte que la detención de Urzagasti, agravada ahora por el uso de un vehículo oficial para cometer el delito en horario de servicio.
Estos casos desvanecen la ilusión de que la provincia está en condiciones de combatir el microtráfico.
Hoy se anuncian como grandes hazañas las condenas a adictos, por lo general, personas marginales, detenidas en barrios muy humildes y que, más que prisión, necesitan rehabilitación. No obstante, no existe ningún indicio de que el consumo de droga esté disminuyendo.
Sin un buen diagnóstico no habrá efectividad contra el narcotráfico. Basta con escuchar a los vecinos de Orán y Tartagal para saber que por la frontera norte, una de las más pobres y con mayor desempleo en el país, circulan cientos de "pasadores", en motos y en otros vehículos, en horarios que no son los del comercio legal.
Si el Ministerio de Seguridad y la Policía no pueden detectar la infiltración de los narcos en la propia tropa, es hora de revisar a fondo lo que se está haciendo, ya que el de la droga y la inseguridad son los problemas que más preocupan y angustian a los salteños.
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