La gestión quedó en suspenso a la espera de un acuerdo; en las próximas semanas se definen los dos años de gestión pendientes; el mensaje de Cristina y sus diferencias con Máximo
Pór Jorge Liotti
“Diciembre siempre es complicado”. La sentencia de uno de los ministros más prudentes de Alberto Fernández no es solo un pronóstico basado en la historia convulsionada del país. Es una síntesis de lo que se percibe dentro del Gobierno: que en las próximas semanas se juega el rumbo de los dos años que les queda de gestión. Las luces rojas en el tablero de las reservas marcan que el oxígeno se está terminando. En este contexto el acuerdo con el FMI no solo representaría una salida temporal para el problema de una deuda impagable.
Para el Frente de Todos significaría también una definición en materia económica que por distintas razones siempre se postergó. En gran medida, le terminaría de dar alguna densidad a una coalición extremadamente líquida y podría tener un efecto ordenador para una gestión que no comparte un diagnóstico común y, menos aún, una receta compartida. Aunque sería sorprendente que tuviera éxito esta vez, después de 22 programas fallidos con el organismo desde 1958. El karma argentino de Bretton-Woods.
En las primeras dos semanas pos electorales no se produjo el caos en el oficialismo que vaticinaba una derrota aplastante, pero tampoco se concretó el relanzamiento que muchos esperaban. Nadie aguardaba un recambio de ministros después del desparramo que siguió a las PASO, pero sí había expectativas de un reinicio de gestión encabezado por el Presidente, tras atribuir tantas veces las dificultades a la herencia macrista, a la pandemia, y después al clima electoral. El senador Oscar Parrilli tradujo fielmente el pensamiento de Cristina Kirchner cuando hace unos días dijo: “La unidad no alcanza. Ahora toca relanzar el Gobierno y cumplir las promesas de la campaña de 2019. Para eso llegamos al Gobierno”. La vicepresidenta comentó en estos días su desacuerdo con la plaza del festejo y fundamentalmente con la dificultad para recuperar iniciativa. “No entiendo por qué no arrancan”, expuso su frustración uno de los duros de La Cámpora. El fantasma de la inacción estructural es muy recurrente en el kirchnerismo clásico, desde el versículo del Génesis que habló de “los funcionarios que no funcionan”.
“No hay relanzamiento exitoso un 20 de diciembre”, retruca un ministro del albertismo, con la vista puesta en el aniversario de la crisis más profunda de las últimas décadas. Y después agrega: “Alberto Fernández decidió no vincular el resultado electoral a cambios o correcciones. Va a buscar dar tranquilidad social, aprobar el presupuesto, el acuerdo con el Fondo y apostar a un verano con mayor circulación turística. Y en marzo vemos cómo estamos”. Una hoja de ruta austera que refleja que hoy el Gobierno está en suspenso a la espera de que evolucione lo del Fondo. Es un tema tan dominante que en la Casa Rosada admiten que hasta que no se defina será muy difícil tomar decisiones.
Todos los actores coinciden en que hubo una aceleración de las conversaciones con el staff del FMI en las últimas semanas. También en que llevarlas a buen puerto luce muy complicado, especialmente cuando se miran las señales que se emiten en Estados Unidos. Pese a ello, el Gobierno instaló la idea de que a principios del próximo mes elevará al Congreso su “plan plurianual”, que no es otra cosa que el boceto del entendimiento con el organismo. Es decir, Martín Guzmán, quizás inspirado por la bendición del Papa que ayer lo nombró en la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, aspira a tener un aval de los técnicos del Fondo en los próximos días, lograr algún tipo de guiño parlamentario y presentarlo al board antes de fin de año, cuando en Washington ya estén colgando los adornos en el árbol de Navidad. Diciembre también es un mes de ilusiones.
Hay indicadores de que el oficialismo entendió la premura del tema, después de un año de retórica militante. El primer dato fue que todos salieron a plantear que ahora sí estaban alineados para avanzar en un acuerdo. Cristina quebró ayer su silencio con un mensaje en el que dejó toda la responsabilidad en la oposición y, especialmente, en Alberto Fernández, a quien al mismo tiempo condicionó replicando parte de su discurso en el que habló de que no se arrodillaría. Si bien entrelíneas pareció habilitar la negociación, al mismo tiempo dejó en claro su poder de veto: “Puede llegar a constituir el más auténtico y verdadero cepo del que se tenga memoria para el desarrollo y el crecimiento con INCLUSIÓN SOCIAL”. Si se trató de un respaldo, buscó disimularlo muy bien. Sin embargo, en la Casa Rosada hicieron su propia lectura: “El texto de la vicepresidenta ratifica el apoyo al Presidente en la negociación que está llevando con el FMI”. En el kirchnerismo dijeron que Alberto no estaba al tanto del tuit. En la Casa Rosada no respondieron.
Pero más allá de la retórica, también hubo señales concretas. La vicepresidenta avaló el pago con DEG del vencimiento de fin de año con el FMI por 1800 millones de dólares, después de fomentar un planteo de sus senadores para utilizarlos en el área social. También habilitó la fase definitoria de la segmentación de tarifas a través del desacatado Federico Basualdo, que redundará en un fuerte aumento de la luz y el gas a partir del primer trimestre de 2022. Y el Gobierno logró la adhesión de la nueva conducción de la CGT al fin de la doble indemnización y al acuerdo con el FMI (aunque ayer Pablo Moyano salió a desmarcarse). Todas medidas con la mira en el norte.
Pero tampoco hay que engañarse tan fácil: hace exactamente un año Guzmán había anunciado una serie de medidas de reducción del déficit, como la finalización del IFE, el aumento de las tarifas de los servicios públicos y una reducción de las jubilaciones. En esa ocasión era para recibir a una misión del Fondo con la expectativa de cerrar un acuerdo en breve. Toda esa ilusión terminó cuando el kirchnerismo criticó las restricciones y Cristina acotó la quita de subsidios. “Ahora es distinto porque estamos al borde del default. No hay margen para no acordar, la alternativa es el caos, que siempre en la Argentina se desata cuando el Tesoro se queda sin dólares”, retrata sin ahorrar dramatismo otro ministro.
La escasez de divisas reanimó el clásico Guzmán-Pesce. En Economía responsabilizan al titular del Banco Central de meter ruido en el tramo más sensible de la conversación con el FMI. El banquero ya no puede disimular que rasquetea cuentas con una espátula mientras maldice la dilación de un acuerdo por la deuda que le permitiría recobrar algo de confianza del mercado.
Del mismo modo la tensión inflacionaria, otro de los datos agravados de fin de año, detonó el cruce de Matías Kulfas a Roberto Feletti, sorpresivo para el estilo del ministro. Hay dos datos claves en el episodio. El primero, es que reveló el alivio del ala más golpeada del albertismo después de que el resultado electoral dejara mal parado a todos los sectores internos, especialmente al kirchnerismo. Fue notable la sensación de reivindicación en diversas áreas del Ejecutivo. Son soldados que soportaron el asedio atrincherados durante meses y ahora sienten que al menos pueden salir a la superficie a exhibir sus banderas. Le había pasado a Claudio Moroni con Wado de Pedro tras las PASO. “Les perdieron el miedo”, resume un funcionario. Es curioso notar cómo mientras en los ministerios se sienten aliviados porque los dejaron de operar internamente, ahora es La Cámpora la que se queja de que hacen circular información en contra desde el albertismo en rehabilitación.
Pero la segunda clave es que refleja dos miradas contrapuestas a la hora de encarar la crisis inflacionaria. Feletti obra con un nivel de autonomía en la que no solo desconoce a su superior en el ministerio sino que también genera choques con Julián Domínguez por su idea de subir aranceles a la exportación de carnes. El secretario no informa a Kulfas de sus reuniones. Kulfas ni lo invita cuando reúne a su equipo para almorzar. A diferencia de su antecesora, Paula Español, que reportaba a Axel Kicillof y cuidaba algunas formas, Feletti tiene una línea directa con Cristina y Máximo Kirchner, y también con los movimientos sociales de Juan Grabois y Emilio Pérsico. Es un peronista heterodoxo que le sirve al ala dura para demostrar que no es insensible ante la inflación, que impacta tanto en las clases bajas como los torniquetes al dólar en las clases altas.
Sin embargo, hay una diferencia interna de mayor relevancia, que se ha hecho más visible que nunca en las últimas semanas. Para algunos forma parte de un juego de roles; para otros, de miradas que tienden a divergir. Cristina y Máximo, cultores de la reserva, no dejaron de emitir señales inconexas, aunque sin dejar que sus diferencias sean expuestas. Ella reconoce que hay que avanzar con el FMI a cambio de sostener sus líneas rojas en materia de reducción del déficit, sobre todo con las tarifas. Solo por ese motivo recuperó un ritmo de diálogo con Guzmán. Su hijo, en cambio, no deja de contarle las costillas al ministro todas las semanas y se muestra más beligerante (“le vamos a emprolijar los números para cuando asuma Larreta”, se queja). Alguien que los conoce de cerca esgrime que “ella sabe lo que es gobernar un país en crisis, en cambio él busca mantener su sintonía con la militancia”.
En La Cámpora hicieron circular información estos días de que se está gastando un 7% menos en jubilaciones. Siempre sospechan del ajuste encubierto que Guzmán tolera, camuflado detrás de la inflación. Máximo sostiene que el ministro es un agente del Fondo infiltrado en el Gobierno. Pero además de la cuestión económica, madre e hijo también tensaron el vínculo por razones políticas. Cristina dejó trascender en el microclima del Instituto Patria que si La Cámpora quiere escalar posiciones deberá mejorar su territorialidad, porque en las elecciones quedó en evidencia que su poder de base no es tan sólido.
La agrupación está en un momento particularmente sensible después de perder en los principales bastiones que defendía. Desde hace tiempo se distingue un ligero corrimiento de Andrés “Cuervo” Larroque. El funcionario bonaerense cultiva un perfil de peronista clásico y aprendió a conocer las necesidades de la gestión. Se volvió más pragmático, lauda a favor del Presidente y su mensaje frentetodista y entendió que debe sintonizar y no rivalizar con los intendentes. Eso generó ruidos internos. Larroque, junto con Mariano Recalde, fue el único que estuvo en la movilización de la CGT del 18 de octubre y el miércoles pasado, el día de la plaza triunfal de los derrotados, primero estuvo en el acto con los organizadores, y recién después se sumó a la columna de los rebeldes camporistas que llegaron tarde. Notable ejercicio de bilocación política. Como parte de estas turbulencias cayó en desgracia uno de los principales operadores de Máximo en la provincia, Facundo Tignanelli, quien además de quedarse afuera de la Legislatura tuvo un cruce con Larroque. Hoy su rol allí lo ocupa una figura ascendente en el entorno del jefe del bloque de diputados, Emmanuel González Santalla, senador provincial por la tercera sección, con carrera política en Avellaneda.
La reunión en La Plata que convocó Axel Kicillof a mitad de semana expuso las fragilidades bonaerenses. El gobernador no habló de la reelección de los intendentes para no provocar a Sergio Massa, con quien se había reunido antes. Máximo guardó silencio, pero mandó a decir que está de acuerdo con habilitar otro mandato en los municipios, a pesar de que hace unos años La Cámpora avaló el límite legal con la ilusión de competirles a los intendentes. Pero hay una razón detrás del giro: ahora busca pavimentar el ríspido camino para asumir al frente del PJ bonaerense (en su entorno siguen hablando de que será en diciembre, pero hay muchas dudas). “Los dos movimientos van de la mano, si Máximo no apoya los intendentes, no lo van a acompañar a él”, explica un guía del peronismo. La negociación quedó en manos de Martín Insaurralde, quien va a explorar si hay respaldo para una reinterpretación vía legislativa, y si no se habilitará la instancia judicial.
En el almuerzo de La Plata, Kicillof demostró que ya aprendió que los intendentes, pese a pertenecer a “la vieja política”, pueden resultarle de utilidad para sus planes. No solo le dieron una sobrevida cuando creyó que no tenía futuro, sino que también entendió que serán sus aliados si, como deslizó ese día, apuesta a su reelección en 2023. Es curioso que cuando Alberto Fernández habló de que habrá PASO dentro de dos años, todos entendieron que estaba hablando de su propia reelección. Como un efecto dominó forzado, Kicillof salió a instalar su proyecto de continuidad. “La idea de los Kirchner de que Alberto es un presidente transicional, que en el 2023 va Axel y en el 2027 Máximo, quedó desactivada por el resultado de la elección. Ahora volvió a predominar el concepto de que nadie se moverá de su lugar”, explica un asesor del kirchnerismo, quien admite que también escuchó la hipótesis de Cristina senadora. A Máximo le atribuyen la frase de que “si Alberto no puede reelegir, ninguno de nosotros tampoco podrá ganar”. Por eso también los gobernadores peronistas recalculan sus planes revolucionarios y evalúan cómo mantenerse en el poder, pero despegados del ancla de la Casa Rosada. Varios de ellos advirtieron que ya planean desdoblar elecciones en sus provincias.
Los funcionarios más pragmáticos admiten que se avecinan semanas muy difíciles para el Gobierno. Alberto y Cristina se mantienen en tensa conexión. Como dice un interlocutor del kirchnerismo, entre ellos “no hay guerra; no hay amistad”. A esta altura, ambos dependen de una resolución exitosa con el FMI. Alberto se siente revigorizado, pero en su entorno le recomiendan ser más realista y esperar hasta poder demostrar una mejora económica. Cristina, según definen en el espacio, está “en un proceso de reflexión interna muy importante” respecto de su rol, del Gobierno y del futuro. Diciembre siempre es complicado.
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