Por: Joaquín Morales Solá. Alberto Fernández se escudó en su condición de titular de la Celac para vapulear a los Estados Unidos en nombre de Cuba y Venezuela.
Hubiera sido mejor que no fuera presidente de la Celac. Esta es una organización de países latinoamericanos y caribeños que carece de cualquier influencia en la política internacional. Pero Alberto Fernández se escudó en la condición de titular de esa cáscara vacía para vapulear a los Estados Unidos en nombre de Cuba y Venezuela. Ningún otro presidente de América latina, para peor, acompañó luego los decibeles del reproche argentino. Hablar en representación de quienes no acompañan suele ser la peor pose posible. La diplomacia de Joe Biden es elegante, como toda diplomacia seria. Sin embargo, las consecuencias fácticas pueden ser mucho peores que las palabras refinadas. Tan o más importante que la futura relación con los Estados Unidos, crucial para seguir negociando con el Fondo Monetario, es el abandono definitivo por parte del presidente argentino de los valores democráticos y de la defensa de los derechos humanos en el mundo. Ya le entregó las riendas fundamentales de su gobierno a su poderosa vicepresidenta. La política exterior, buena parte de la política económica y la obscena presión a la Corte Suprema son pruebas de la inexplicable sumisión de Alberto Fernández. ¿Vale la pena seguir deteniéndose en naderías, como su supuesta resistencia a entregar al ministro de Economía, Martín Guzmán, si este termina haciendo lo mismo que el Presidente? Pedir el apoyo de Washington y luego destratar a Washington es llevar las contradicciones de las palabras al escenario de los hechos o, lo que es más grave, significa ubicarse en el lado ridículo de la historia.
La Argentina kirchnerista ha vuelto a hacer un papelón en la esfera internacional. Sucedió con Néstor Kirchner en 2005, en la Cumbre de las Américas que se realizó en Mar del Plata. Fue un duro reproche (con contracumbre incluida) al entonces presidente norteamericano, George W. Bush. Tampoco entonces ningún otro presidente latinoamericano, salvo Hugo Chávez, siguió a Kirchner. El gobierno de Bush consideró entonces que le tendieron una trampa a su presidente en las playas argentinas, aunque también las palabras posteriores de Washington fueron elegantes. Lo cierto es que Washington nunca olvidó el destrato a la institución presidencial norteamericana. Ningún Kirchner volvió nunca más a Washington. El perdón no llegó ni con Barack Obama, quien le hizo pedir a Cristina Kirchner que se olvidara de Mar del Plata en sus discursos en futuras cumbres. La vicepresidenta insistió, no obstante, con el recuerdo permanente de aquella trampa como una hazaña política de su marido muerto. Obama le cerró las puertas del despacho oval, al que ella nunca accedió como presidenta argentina.
Cristina hizo su propio show en 2007. Dos días después de asumir su primer mandato como presidenta, se escudó en el nacionalismo más cerril para responder las acusaciones del venezolano Guido Antonini Wilson. Este acababa de declarar ante la justicia norteamericana que los casi 800 mil dólares que le decomisaron en el aeroparque porteño estaban destinados a financiar la reciente campaña electoral de la mandataria argentina. Mucho después, en octubre de 2021, un exjefe de inteligencia de Hugo Chávez, Hugo “El Pollo” Carvajal, declaró ante un juez de España que el gobierno venezolano destinó 21 millones de dólares para financiar la campaña de Cristina. Pero en aquel diciembre de 2007, la entonces flamante presidenta argentina tomó el micrófono para vapulear con inédita dureza al gobierno norteamericano y a la CIA, a la que consideró responsable de que Antonini Wilson estuviera en un avión privado rentado por el gobierno argentino. ¿Qué vínculos tenía entonces la CIA con el gobierno argentino? Nunca se aclaró semejante incoherencia entre la denuncia y los hechos. Alberto Fernández tomó distancia de los papelones de los dos presidentes Kirchner porque él ya era entonces un interlocutor privilegiado de Washington. Lo siguió siendo después de renunciar a la jefatura de Gabinete. Incluso, viajaba a Washington, cuando no tenía ninguna función oficial, para hablar con importantes funcionarios del gobierno de Obama, aunque a veces lo hacía acompañado por el entonces embajador en los Estados Unidos, Héctor Timerman.
El Presidente de hoy no es aquel Alberto Fernández. Es confuso y contradictorio, en primer lugar. Él se escuda en el principio de no intromisión en los asuntos internos de otro país para no hablar de las claras violaciones de los derechos humanos en Venezuela y Cuba. Pero se metió de lleno en los asuntos internos norteamericanos cuando criticó a Donald Trump. Y, encima, llevó a Los Ángeles las cuestiones internas de su propio país para hacer campaña contra Mauricio Macri. Abandonó la larga tradición de los presidentes argentinos según la cual no debe hablarse en el extranjero de los problemas internos del país. ¿Es el principio de no injerencia, para colmo del absurdo, solo aplicable a las dictaduras latinoamericanas?
Llama la atención que se haya despachado como lo hizo contra el gobierno de Biden (un presidente moderado y consensual) porque no invitó a Cuba y Venezuela a la cumbre. De Nicaragua se habla menos, tal vez porque su dictador, Daniel Ortega, decidió no ir cuando todavía no habían decidido no invitarlo. Es más sorprendente que, aun en medio del reproche, no haya dicho nada sobre los crímenes políticos que se cometen en Venezuela y Cuba: presos políticos, asesinatos de disidentes, persecución de opositores y destrucción de la prensa libre. Hubiera bastado que recordara parte del demoledor informe sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela que escribió la comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Michelle Bachelet. Nada. Silencio. ¿Dónde quedaron los derechos humanos como eje de la política exterior argentina, según el monótono discurso oficial? ¿Por qué se despachó hasta la humillación contra el secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, y no dijo nada de Nicolás Maduro ni del cubano Díaz-Canel? Almagro denuncia permanentemente las violaciones de las libertades y del derecho de las personas en Venezuela, Cuba y Nicaragua. Alberto Fernández pidió su desplazamiento, pero Almagro fue elegido por una enorme mayoría de países latinoamericanos para el cargo en el que está. ¿Se tendría que ir solo porque no le gusta a Alberto Fernández? ¿O, lo que es más cierto, porque le desagrada a Cristina Kirchner?
El Presidente usó hasta de manera equivocada una fórmula que hizo famosa, manipulándola, el régimen de los Castro: bloqueo a Cuba. Estados Unidos le aplicó a Cuba un embargo comercial; es la decisión que toma una nación de no negociar con otra nación. Bloqueo es, en cambio, el aislamiento total de la economía de un país, un acto casi de guerra que impide cualquier comercio. Esto no sucede en Cuba, donde invierten muchos países del mundo. Los principales son China, Canadá, Venezuela (que le entregó hasta que pudo casi todo el petróleo que consumía la isla), España –con importantes inversiones en turismo, sobre todo– y Rusia. Alberto Fernández habló de las consecuencias de la guerra que le descerrajó Rusia a Ucrania, pero no objetó claramente la criminal decisión de Putin. Habló como si la guerra fuera la consecuencia natural de las inclemencias del tiempo. Se refirió más a Almagro que a Putin. Otra vez se puso del lado de los autócratas.
Cristina Kirchner es la que inspira esa política exterior, aunque ni siquiera hable con Alberto Fernández. Es ella la que les ordenó firmar a dos senadores un proyecto para formar una Corte Suprema de 25 miembros. Pura presión, porque ese proyecto nunca pasará por la Cámara de Diputados. O la que mandó a confiscarles recursos a los productores rurales con nuevos impuestos, como el de la renta inesperada. El problema sin solución de Alberto Fernández es que ni así –ni de ninguna otra manera– seducirá a su vicepresidenta. Ella está segura de que el Presidente y su gobierno son ineptos y de que la conducen a la derrota electoral y a la intemperie en los tribunales. Es, según la vicepresidenta, una condena política y judicial que no merece comprensión ni perdón.
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