Por: Jorge Liotti. El oficialismo quedó fracturado y crece la preocupación por la sustentabilidad de la coalición si en noviembre se amplía la derrota; Alberto y Cristina asumen su divorcio y actúan desde la debilidad.
La bruma recién empieza a disiparse sobre el campo de batalla y deja ver los efectos que causó el terrible enfrentamiento. Las bajas, los heridos, los generales embarrados con las cicatrices provocadas por el fuego enemigo. El retrato del Gobierno hoy se asemeja mucho a esas imágenes de películas bélicas después de las largas escenas de combate. Todo transmite una sensación de etérea fragilidad apenas matizada por la forzosa necesidad de restaurar alguna épica por si una nueva refriega sobreviene.
El presidente Alberto Fernández exhibe la soledad diaria de haber perdido a sus lugartenientes más cercanos y trasunta el enojo que masculla en secreto. Quienes lo frecuentan dan cuenta de un hombre que no sabe bien cómo actuar, que extravió el libreto con el que se sentía afirmado. Le recomendaron bajar su nivel de exposición pública y “reconectar con la gente”, algo que busca hacer con visitas a centros de jubilados y reuniones con pymes (una recomendación del catalán Antoni Gutiérrez Rubí, que asesora a Sergio Massa, quien empezó a incidir directamente tras el rearmado del equipo de comunicación). “El jefe de Gabinete que siempre anidó en Alberto encontró que ahora tiene otro jefe de Gabinete, Juan Manzur, entonces debe redefinir su rol. Y quizás sea tarde para redescubrir que tiene que ser presidente”. El asesor que arriesga esta hipótesis remarca que la embestida de Cristina Kirchner de hace dos semanas buscó “desalbertizar” el gabinete más que kirchnerizarlo, y que en el camino desdibujó a Fernández de la dinámica diaria. Hoy sus funcionarios se mueven con más autonomía y él denota incomodidad para ver cómo se amolda a la escena. Ya no están Santiago Cafiero ni Juan Pablo Biondi a su lado para interactuar. Ahora hay un tucumano que agenda reuniones a las 7 de la mañana para demostrar que antes faltaba gestión, tal como transmitió en alguna charla privada.
La relación de Alberto con Cristina está totalmente quebrada y, según coinciden en ambos bandos, es irrecuperable. Un problema mayúsculo para una coalición que no tiene ningún mecanismo formal de resolución de conflictos que no sea el diálogo entre ellos. La encrucijada maldita de las coaliciones informales, que carecen de liderazgos definidos, y que están insertas en sistemas presidencialistas. Un formato disfuncional.
Desde la carta de la vicepresidenta solo mantuvieron dos conversaciones telefónicas mínimas por temas puntuales. La incomodidad de los protocolos. “No tienen nada que decirse, ese es el problema de fondo”, apunta un interlocutor de la vicepresidenta. Él sigue pensando que ella buscó desestabilizarlo. Ella, que lo salvó de un declive terminal.
Cristina se recluyó después de la semana fatal y acotó mucho sus diálogos a un círculo cercano; Máximo Kirchner, Wado de Pedro, Mayra Mendoza, y no mucho más. Transmitió conformidad con el gabinete remozado, pero también pesimismo electoral sobre las posibilidades de revertir en noviembre el resultado de las PASO. Con pragmatismo aceptó la invitación de Julián Domínguez para participar del anuncio de un proyecto para el sector agroexportador. “Fue para demostrar que no se va a borrar de la campaña, pero sobre todo para exponer que no va a decir nada más del Gobierno hasta las generales”, ilustra uno de sus traductores de gestos. Con la tensión que se respiraba el jueves en el Museo del Bicentenario parecía que una palabra o una mueca de más podía desatar un vendaval.
Pero entre disgustos, enojos y malestares, una preocupación letal subyace en las conversaciones del oficialismo: ¿qué puede pasar si el 14 de noviembre el resultado de las urnas empeora? “Gobernabilidad” es un término que surge en la boca de los propios funcionarios y asesores, que no alcanzan a imaginarse cómo sería una reedición de la batalla. Sorprende ver la resignación con la que admiten que “todo puede volar por el aire” si no se procesa de otro modo la frustración. Parecen tripulantes de un barco que se interna en el ojo de una tormenta y no saben si cuentan con el instrumental suficiente para sortearla.
Los albertistas están convencidos de que el kirchnerismo volverá a embestir no solo por la convicción de que encarnan “un proyecto de poder, no de gobierno”, sino porque le atribuyen a Cristina una emocionalidad en sus decisiones que la torna impredecible. Solo una persona cercana a Fernández que ocupa un importante cargo desdramatiza desde un razonamiento racional: “Cristina no va a romper porque no tiene a dónde ir. Ella no es torpe, es brutal. Nadie tiene otra alternativa a esta coalición, ni Cristina, ni Máximo, ni Massa, ni los gobernadores, ni los intendentes. Ese es el principal reaseguro”. Esa discusión se dio el miércoles de las renuncias que no se concretaron, cuando un grupo de ministros alentó la emancipación y otros más moderados intervinieron para hacer una frontal admisión de debilidad: “¿A dónde vamos a ir, con quién vamos a gobernar si no tenemos el apoyo del kirchnerismo?”.
La era de la debilidad
El oficialismo ya inauguró su etapa de debilidad política con gestos evidentes. Asume que no va a tener mayoría legislativa y que deberá lidiar dos años largos con la amenaza del final. Cristina volvió a ser la más rápida en la lectura de la nueva realidad. Después de más de un año de imponer con mano férrea las condiciones en la dinámica del Senado, esta semana aceptó, en solo dos días, la demanda de la oposición por una presencialidad total. Pero mucho más elocuente aún fue la foto que auspició del ministro de Justicia, Martín Soria, con el candidato de Alberto Fernández a procurador general, el juez Daniel Rafecas. Su pliego estaba congelado porque Cristina, propietaria de los rencores más duraderos, nunca digirió su accionar en el caso Boudou (aunque otros dicen que el odio deriva de su decisión de declararse incompetente en su causa por enriquecimiento ilícito). Sin embargo ahora, con la certeza de que su reforma del Ministerio Público no prosperará, habilitó el deshielo. “El personaje crucial en la imagen de esa reunión es Martín Mena. Si él estuvo ahí, es porque Cristina lo mandó”, interpretaron en la Casa Rosada. Un retroceso táctico de la vicepresidenta basado en la doctrina del mal menor. El pragmatismo es eficaz para templar el orgullo. Algunos se preguntan si es un antecedente válido para pronosticar qué hará con la economía tras las elecciones. Cristina entiende como nadie el lenguaje de los votos, y sabe que ha perdido la fortaleza que había recuperado en 2019. La carta a Alberto fue una señal combativa, pero también de impotencia. “La cautela que exhibe ahora tiene que ver con la preocupación por el día después”, reconocen en sus cercanías. Otra vez el fantasma del futuro.
También Máximo tomó contacto directo con la nueva realidad. Esta semana organizó dos reuniones reservadas en el Congreso con los diputados de su bloque, una el lunes con los de la provincia y los de la ciudad, y otra el martes con los patagónicos. El preámbulo no contribuyó a la distensión: como acostumbra hacer su madre, les pidió a los legisladores que dejaran fuera de la sala sus celulares. Adentro, el heredero desgranó las razones de la derrota de las PASO, aunque sin autocríticas. También reconoció que dar vuelta la elección es muy difícil, pero hizo un llamado a mantenerse unidos en apoyo al Gobierno. Los diputados se cuidaron menos que otras veces a la hora de criticar la endogamia camporista y la lejanía que transmitió la cúpula del FDT. “No le fue bien a Máximo. Creyó que con la convocatoria alcanzaba para reconstruir, y se encontró con una tropa diezmada”, relató uno de los presentes. Algunos bonaerenses ya planean pedirle que renuncie a la presidencia del PJ provincial ante una nueva derrota, como hizo Néstor en 2009.
Quizás por percibir la inestabilidad interna, Máximo mutó en dos semanas de abanderado de la ofensiva sobre el gabinete en activo interlocutor del Gobierno. En los últimos días visitó varias veces la Casa Rosada para hablar, especialmente con Manzur, sobre los difíciles meses que se vienen (Massa lució más alejado esta vez). Pese a eso, no le quita la vista a Martín Guzmán, el avaro, a quien le audita regularmente las cuentas porque asegura que más allá de todos los anuncios de campaña el gasto sigue un punto y medio debajo de lo que pretende. En Economía cuentan que Cristina le aseguró al ministro que apoyaba su continuidad, al menos hasta que haya un acuerdo con el FMI. En el entorno de la vice parecen avalar ese trascendido al remarcar que nadie le contestó el desafío público que representó su frase sobre el ajuste y el déficit porque era un tema ya conversado entre ellos. Pero el problema para Guzmán no es solo el kirchnerismo, sino la realidad. Esta semana el tablero se volvió a llenar de luces naranjas, entre la presión sobre el dólar y los datos de las reservas. Siempre fue su gran temor: que una mayor emisión descalibre la frágil tregua cambiaria. Tiene razones para estar preocupado.
Pero quien peor la pasó en los últimos días fue Axel Kicillof, quien debió enfrentar una verdadera revuelta en las reuniones que mantuvo con los intendentes bonaerenses. “Oíme, pibe, hace dos horas que te estamos escuchando. ¿Perdimos por paliza en tu provincia y no vas a decir nada?” Los caudillos del conurbano pierden los modales cuando los acecha la derrota. También se preguntan para quién trabajan cuando militan territorialmente la boleta del FDT. Esa relación es irrecuperable. Ariel Sujarchuk reveló en público lo que varios susurran en reserva. El problema es que mezcló un diagnóstico general con demandas personales. Dicen sus colegas que se quiere ir del distrito y que le venían prometiendo un cargo nacional que no le dieron y que hizo reclamos particulares que no fueron atendidos. El viernes Kicillof se fue a sacar una foto a Escobar, un mensaje para simular que el malestar no era con él sino con La Cámpora.
El vínculo entre Máximo y Kicillof también está muy deteriorado. Martín Insaurralde actúa como un emisario kirchnerista que ocupa la centralidad de la gestión. Dicen en la Casa Rosada que fue muy nítida la imagen previa a la reunión que tuvieron el martes todos los referentes bonaerenses con Manzur. “Insaurralde parecía el gobernador y Axel el edecán”, retrató uno de los funcionarios que regresaron al palacio. La misma sensación dieron en una reunión reservada de campaña de estos días: el lomense guió la conversación y Kicillof solo hizo un par de preguntas. Desde la reconstrucción del relato kirchnerista, los auténticos derrotados el 12 de septiembre fueron Alberto y Axel. Y el peronismo demanda ser impiadosos con los vencidos.
En el fondo, todas las postales de la descomposición interna reflejan un enorme interrogante: ¿qué representa hoy el Frente de Todos? El exitoso instrumento electoral de 2019 está en crisis, ya no solo porque Alberto, el director de la orquesta, parecería carecer de virtudes musicales, sino esencialmente porque la partitura ha sido puesta en duda. El allegro que decía que el peronismo unido era invencible, el adagio que planteaba que el kirchnerismo tiene un caudal de votos inexpugnable, y el presto agitato que aseguraba que la gente los votaba porque recordaba los “éxitos económicos” de 2011-2015. Una verdadera sonata.
Mientras los problemas filosóficos del FDT deberán ser abordados después de noviembre, una patrulla de rescate intenta regenerar un dinamismo que la administración nacional había extraviado. Manzur se transformó en bastonero de la gestión, Domínguez les dio densidad a los anuncios para el campo y Aníbal Fernández encaró el tema de la inseguridad de Rosario. Son tres viejos rockeros tocando sus grandes éxitos, pero en los últimos diez días el Gobierno demostró capacidad de reacción, al menos para cubrir el ingrato interregno electoral. Hay anuncios todos los días para demostrar movimiento, aunque se admita que ninguna medida llegará a tiempo al bolsillo de la gente. También la comunicación pareció recobrar alguna dirección bajo la tutela kirchnerista, para plantear un corrimiento de Alberto y de Cristina, la centralidad de los gestores, y la marginación de los candidatos.
“El peor contraste fueron los cierres de campaña: nosotros en Tecnópolis hablándoles a los funcionarios en un estadio vacío, y Juntos en un gimnasio repleto de gente, con bombos y militancia”, recuerda un articulador bonaerense. Todos en el oficialismo admiten que es muy difícil revertir la derrota, pero al menos elaboraron un prospecto para recuperar la mística. Hay mucha expectativa en capturar los votantes que no participaron en las PASO porque piensan que dos tercios fueron del FDT en 2019. “Es cierto, pero tampoco es tan sencillo. Yo paso dos horas hablando con los vecinos y cuando me voy me dicen que no saben si irán a votar porque están enojados con el Gobierno”, relata un intendente del conurbano. La otra esperanza son los votos en blanco e impugnados, que en algunos distritos electorales superaron el 10%. También creen que pueden arañar votos de Florencio Randazzo o de los que no superaron el piso, como Guillermo Moreno. El temor ya no es perder, porque ese costo ya se pagó a un valor muy alto. La verdadera amenaza ahora es que la derrota sea más amplia que en septiembre, porque ese escenario desarmaría cualquier andamiaje de reconstrucción. Las bancas del Congreso ya están resignadas. Lo que se pone en juego ahora es la sustentabilidad del Gobierno, la principal preocupación de Alberto, y el futuro del proyecto, la obsesión de Cristina.
Comentá la nota