Que las cosas se hayan resuelto de la manera que se vio el miércoles refleja la existencia de una inequívoca decisión política: la de romper con Horacio Rodríguez Larreta
Por Ernesto Tenembaum
La construcción de consensos en una sociedad democrática suele ser un proceso muy doloroso. En los años de la transición española a la democracia, el dirigente comunista Santiago Carrillo se sentó a una mesa en la que había cómplices del asesinato de cientos de miles de republicanos. En el post apartheid, Nelson Mandela debió perdonar las tremendas violaciones a los derechos humanos de la rica minoría blanca, entre las que se contaban los 27 años de prisión que él mismo había sufrido. A contramano de esas experiencias exitosas condicionadas por tragedias inimaginables, esta semana el gobierno nacional decidió romper el interesante proceso de acercamiento con sectores moderados de la oposición por, apenas, la necesidad de disponer de una partida presupuestaria.
Los hechos son bastante conocidos, pero merece recordarse la seguidilla. El miércoles por la tarde la sociedad argentina estaba conmocionada por la rebelión de la Policía Bonaerense y, especialmente, porque un sector de los rebeldes había sitiado la residencia de Olivos. Esa conmoción trascendía casi todas las fronteras políticas, a punto tal que la actitud policial había sido repudiada por duros opositores como Fernando Iglesias o Eduardo Feinmann, para mencionar solo dos ejemplos. Cuando Fernández comenzó a hablar, ya había recibido la solidaridad pública de Rodríguez Larreta y los principales dirigentes opositores de la provincia de Buenos Aires estaban sentados junto a él.
Alberto Fernández al anunciar la quita de fondos a la ciudad de Buenos Aires
En ese contexto, Fernández arrancó su discurso con el tono de un líder de la democracia. Expresó su perplejidad por el amotinamiento, no escaló el conflicto, prometió una solución y reclamó que la policía no deje desprotegida a la población. Por momentos, pareció que todo terminaría como en los primeros tiempos del coronavirus: el líder de todos le hablaba a su pueblo. Frente a una amenaza externa –el coronavirus entonces, la sublevación policial ahora— casi todas la dirigencia democrática reaccionaba unida y reconocía como corresponde a la investidura presidencial.
Pero todo terminó al revés. En un segundo, Fernández giró violentamente y anunció que dejará de enviarle a la ciudad de Buenos Aires una cantidad de dinero que equivale a dos meses y medios de sueldo de la administración porteña, que ya tiene un déficit del diez por ciento de su presupuesto, debido a los estragos causados por la pandemia. Así, lo que hubiera sido una gran momento de la construcción democrática terminó de manera opuesta: con la ruptura de relaciones entre los líderes moderados de la Argentina.
Desde entonces, el Gobierno sostiene que se trató de una decisión justa. Su argumento podría resumirse en una frase sencilla: como en Villa Crespo se vive mejor que en Quilmes, corresponde sacarle plata a unos para dársela a otros. “Hay lugares donde hay mucho dinero y otros donde hay muy pocos. Es hora de reparar eso”, dijo el Presidente. Sin embargo, la justicia, muchas veces, no es un hecho que se pueda definir con tanta precisión.
Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta
En la Argentina hay media docena de provincias que son privilegiadas porque sus estados tienen un alto presupuesto per cápita en comparación con las otras. No en todas se vive bien, pero eso debería ser materia de otra discusión. Una sola de ellas es gobernada por la oposición: la ciudad de Buenos Aires. Es la única perjudicada. Entre las otras provincias privilegiadas descolla un nombre propio: Santa Cruz. Con un presupuesto per cápita mayor aún que el porteño, Santa Cruz no aporta un centavo para serenar a la policía bonaerense. ¿No es bastante obvio por qué en un caso el Presidente aplica los criterios de justicia y en el otro no?¿Se le habrá siquiera ocurrido o en cierto círculos es un tema completamente tabú?
La ciudad de Buenos Aires tiene el presupuesto de seguridad per cápita más alto del país, siempre que se lo divida por sus tres millones de residentes y no por los siete que la habitan en horario laboral. Eso puede deberse a su “opulencia” o a su orden de prioridades. Pero, en cualquier caso, la provincia no tiene el más bajo. Córdoba, por ejemplo, tiene un presupuesto de seguridad per cápita apenas por encima que la provincia cogobernada, en esa área, por Axel Kicillof y Sergio Berni. ¿Por qué razón los principios de justicia y equidad benefician a algunos rezagados y no a otros? Es decir, que tanto si se mira al distrito perjudicado como si se mira el beneficiado, ya no se ve una motivación moral tan clara. En cambio, asoma un sesgo político difícil de rebatir. .
A todo eso deben agregarse las complejísimas discusiones sobre coparticipación. La Ciudad de Buenos Aires ha sido perjudicada en ese reparto. Solo recibe el 3 por ciento de fondos coparticipables cuando representa el 9 por ciento de la población nacional y aporta el 22 por ciento de los fondos totales. ¿Es justo que se la perjudique tanto porque tiene la más alta recaudación propia del país? ¿Sería justo que el perjuicio sea mayor aún? ¿Menor? Todo es opinable. Lo que es claro es que otras provincias tan ricas, en cambio, no son perjudicadas por la repartija: Santa Cruz, otra vez, recibe un enorme monto en regalías y luego un porcentaje de coparticipación que eleva su presupuesto por encima de 22 de las otras 23 provincias.
Axel Kicillof, Cristina Kirchner y Alberto Fernández (REUTERS/Agustin Marcarian)
Buenos Aires, es cierto, fue siempre castigada en términos de coparticipación. El 38% de la población argentina que habita allí nunca recibió una coparticipación acorde. Pero el castigo nunca fue tan contundente como durante el kirchnerismo, y, especialmente, durante la gestión de Kicillof en el Ministerio de Economía. En el año 2018, la coparticipación bajó al 15 por ciento del 28 por ciento record al que había llegado a mediados de la década del noventa, gracias al Fondo del Conurbano. En ese momento, el gobernador se llamaba Daniel Scioli. Ni Kicillof ni Máximo Kirchner expresaban mayor sensibilidad por el destrato que recibía la provincia más pobre del país. Scioli, como todo el mundo recordará, era entonces un enemigo. Otra vez, el sesgo político, aunque aplicado en sentido inverso. Pregunta obvia: si María Eugenia Vidal hubiera ganado las elecciones, ¿Alberto Fernández habría hecho lo mismo que ahora?
Para compensar los problemas bonaerenses, Alberto Fernández en su breve período de gobierno desvió hacia esa provincia el gigantesco monto de 100 mil millones de pesos, por decreto, sin consultar a ningún otro gobernador. Ahora intenta agregarle 40 mil millones más. El Gobierno sostiene que este último monto fue transferido a la ciudad capital para gastos en seguridad que no se realizan. El gobierno de la Ciudad sostiene que es falso. Hay planillas para todos los gustos. Tendrá que revisarlas las Corte.
Todos estos conflictos y discusiones sobre presupuestos y manejo de fondos pueden ser motivo para desatar una guerra civil o para articular las diferencias en una mesa de negociación y consenso. Que las cosas se hayan resuelto de la manera que se vio el miércoles refleja la existencia de una inequívoca decisión política: la de romper con Horacio Rodríguez Larreta.
En las semanas previas al anuncio, usinas oficiales difundían de manera poco elegante detalles incomprobables de la vida privada del jefe de Gobierno, o se enredaban en diatribas contra la propia esposa del jefe porteño. Luego, durante varios días, el blanco de las agresiones fue su ministro de Salud, Fernán Quirós. La vicepresidenta Cristina Fernández y el ministro Wado de Pedro súbitamente activaron su sensibilidad hacia las violaciones de derechos humanos cuando la Policía de la Ciudad detuvo por unas horas a participantes en una marcha: sin embargo, no han dicho nada de la desaparición de Facundo Astudillo en la provincia de Buenos Aires o de los asesinatos de la policía tucumana. El propio Fernández fue allanando el camino hacia la ruptura con frases notables como “Mauricio Macri hizo más daño que el coronavirus” o “ya habrá un banderazo de los argentinos de bien”. Se trata de un estilo muy reconocible, un recorrido tan repetido, que era sencillo de pronosticar un desenlace cercano o de proyectarlo hacia el futuro.
Por un momento, en el mes de marzo, Alberto Fernández insinuó una voluntad de cambiar la historia de enfrentamientos irracionales que tanto daño le ha hecho al país. Ese movimiento lo transformó en el presidente más popular de las últimas décadas. Un sector de la oposición se sumó a eso.
Pero todo terminó. El Presidente no sabe, no quiere o no puede ser eso.
Lo que viene será un espectáculo cruel, dañino e innecesario.
Mientras tanto, durante el último mes, la Argentina estuvo entre los cinco países del mundo con más muertos por coronavirus en relación al tamaño de su población: un desastre que ocupa cada vez menos espacio en el discurso presidencial. ¿Con qué ánimo se sentarán esta semana Fernández y Rodríguez Larreta para acordar el próximo tramo de la cuarentena?
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