El jefe de la bancada del Frente de Todos planteó la resistencia a la vacuna Pfizer como una cuestión de orgullo nacional. Esa idea habilita una discusión menos consignista y, al menos, un poquito más madura. Por Ernesto Tenembaum.
Tal vez no se dio cuenta lo que estaba diciendo, o de la trascendencia enorme de lo que estaba diciendo, o de lo que significaba lo que estaba diciendo, pero lo cierto es que el jueves pasado Máximo Kirchner hizo una declaración estremecedora que salda un debate sobre por qué no llegaron al país varios millones de las vacunas más seguras del mundo. El jefe de la Cámpora dijo, textualmente:
“Tenemos que tener más autoestima como país ¿o acaso siempre vamos a buscar la validación afuera y no en nuestra propia experiencia? Cuando no escuchamos nuestra propia experiencia como pueblo terminamos siempre siendo juguetes de las circunstancias. Yo no quiero un país que sea juguete de las circunstancias o que tenga que ceder a los caprichos de laboratorios extranjeros que, con muchísima mezquindad, buscan siempre doblarle el brazo al Gobierno y también a este Congreso, que votó una ley de vacunas como la que votó y no hubo un laboratorio ni europeo ni asiático que pusiera algún ‘pero’ a la hora de poder negociar con la Argentina”.
Se trata, como se puede deducir, de una referencia a una historia que lleva casi un año de dimes y diretes. En agosto del año pasado, el presidente Alberto Fernández anunció, junto a las autoridades de Pfizer, que existía un acuerdo para que esas vacunas llegaran al país, producto de que la Argentina tendría una participación central en los estudios masivos con voluntarios para el desarrollo de esa vacuna. Ese acuerdo fracasó: no se pudo llevar a cabo. Las vacunas nunca llegaron ¿Por qué?
El 7 de junio, Nicolás Vaquer, el titular de la filial local de Pfizer concurrió al Congreso y explicó que el plan consistía en entregar a la Argentina 13 millones de vacunas en el primer semestre de este año y que todo se frustró porque el Congreso modificó una ley enviada por el Poder Ejecutivo en la que reducía la protección legal pedida por Pfizer para el caso de que hubiera demandas en su contra por el eventual mal funcionamiento de la vacuna. La ley que salió del Congreso ofrecía inmunidad para los laboratorios salvo en casos de “negligencia”, un concepto demasiado vago que podía dar lugar a múltiples interpretaciones.
Alrededor de esa palabra –“negligencia”—giró la discusión pública sobre por qué se rompió el acuerdo. Hasta ahora, se sabía que esa palabra no había sido incluida en la ley que envió el Ejecutivo –un detalle muy relevante–, que fue impuesta por el Congreso, que la introdujo la legisladora Cecilia Moreau, del Frente de Todos, a pedido de su par Graciela Ocaña, de Juntos por el Cambio, y que la ley había sido votada sin que el Ejecutivo hubiera autorizado la modificación.
Esa ley era una de las más importantes de la historia, porque estaba destinada a destrabar el envío de vacunas a la Argentina en medio de una pandemia, cuando ya fallecían miles de personas. De esa ley dependía la vida de muchísima gente. Ni Ocaña ni Moreau tenían poder propio para modificar una coma. Esa decisión debía haberla tomada otra persona, mucho más influyente que ellas. ¿Cómo podrían Ocaña o Moreau modificar una ley enviada al Congreso por Alberto Fernández en un tema extremadamente sensible, y sin consultarlo?
El jueves, la persona clave en esta historia, asumió su responsabilidad. Máximo Kirchner explicó por qué modificó esa ley. Fue, según sus palabras, una cuestión de autoestima. “Tenemos que tener más autoestima como país”. O de dignidad nacional: “Yo no quiero un país que sea juguete de las circunstancias o que tenga que ceder a los caprichos de laboratorios extranjeros que, con más y con muchísima mezquindad, buscan siempre doblarle el brazo al Gobierno y también a este Congreso”.
El párrafo fue pronunciado dos días después que el presidente Alberto Fernández firmó un decreto de necesidad y urgencia destinado a cerrar, finalmente, el acuerdo con Pfizer. En ese decreto, el Gobierno realizó concesiones que no figuraban en el original, como el ofrecimientos de garantías con regalías petroleras si hubiera algún problema judicial. Dado el contexto, está claro que las referencias de Kirchner no apuntan a Pfizer sino a Alberto Fernández. El país “juguete de las circunstancias”, sin “autoestima”, es el que surge de la ley original del Ejecutivo, que fue modificada por la combativa resistencia nacionalista que lidera Máximo K. desde su banca. El país arrodillado vuelve a aparecer en el DNU firmado por el Presidente, que ahora denuncia el jefe de la bancada oficialista de la cámara baja. La avanzada patriótica también se expresó en la negativa del bloque oficialista, esta misma semana, a modificar la ley original en la dirección del DNU firmado por el Presidente juguete de las circunstancias. En el Congreso, al parecer, están los patriotas. En la Casa Rosada, los cipayos.
Se trata de una dinámica que ha marcado los pasos del Gobierno desde el mismo momento de la asunción presidencial. El Congreso ha trabado iniciativas del Ejecutivo desde el principio. La designación del procurador general, las rebajas de subsidios, el acuerdo con los acreedores externos, entre otras iniciativas centrales de este año y medio, fueron revisadas, modificadas, condicionadas o directamente anuladas por la cómoda mayoría oficialista. Todas esas situaciones han complicado la gestión oficial. Pero en el affaire Pfizer hay algo más porque las consecuencias se cuentan en vidas. Hay un sector del Gobierno que lo consideró –y lo considera—prioritario porque creyó, y cree, que la prioridad actual consiste en salvar vidas de argentinos. No es una medida económica. Es algo desesperante. Hay otro sector que, frente a esa prioridad, elige sus aparentes convicciones nacionalistas.
En ese contexto, hay una pregunta terrible ¿Por qué Alberto Fernández no emitió por entonces un DNU? ¿Puede ser que las exigencias del sector más poderoso del Frente de Todos estén primero que la llegada de vacunas? ¿Cuál es la jerarquía que el Presidente le dio a su propio cargo al aceptar aquel desplante?
Máximo Kirchner planteó la resistencia a la vacuna Pfizer como una cuestión de orgullo nacional. Ese planteo habilita a una discusión menos consignista y, al menos, un poquito más madura. En los tiempos en que Cristina Kirchner era Presidenta se firmó un acuerdo secreto para que la petrolera norteamericana Chevrón participara de Vaca Muerta, se entregó a la República Popular China parte del territorio nacional para que sirviera de apoyo a su programa espacial, se contrajo deuda con Venezuela a una tasa exorbitante, se firmó un acuerdo con Irán donde se le otorgaba facultades a funcionarios extranjeros para revisar la ocurrido en el atentado contra la AMIA, se firmó un acuerdo con el Club de París para pagar una vieja deuda con altísimos intereses. Cada una de esas decisiones deben ser analizadas de acuerdo al contexto y las circunstancias. Ninguna de ellas, a priori, significa una entrega o una traición o un gesto de indignidad. Pero es raro que quien tuvo esa flexibilidad entonces tenga, de repente, tantas convicciones.
Tal vez en todo este proceso, haya otra cosa: el intento de mostrarle los dientes todo el tiempo a Alberto Fernández. Todos los dirigentes que fueron encumbrados a puestos importantes por la familia que integra Máximo Kirchner sufrieron desgastes similares. Los ex gobernadores de Santa Cruz, Daniel Acevedo, Daniel Peralta y Carlos Sancho, y los candidatos Martín Insaurralde o Daniel Scioli pueden contar lo que les pasó. Hay un patrón allí: los designan y luego los maltratan hasta que el poder vuelve a manos de sus legítimos dueños. Axel Kicillof tiene mucho para aprender de esa historia.
Ese jueguito costó, en este caso, 13 millones de vacunas. Kirchner sostiene que los laboratorios de Europa y Asia no pusieron tantas condiciones. Es cierto. Pero casi ningún otro país de América –ni siquiera el México de Andrés Manuel López Obrador, muy beneficiado por sus acuerdos con Pfizer—sintió que el país se convertía en “juguete de las circunstancias” por aceptarlas. La Argentina de Máximo Kirchner es el país más patriota del mundo: prefiere la autoestima antes que millones de vacunas.
Trece millones de vacunas son exactamente las que faltan hoy para completar las dos dosis de toda la población de riesgo antes de que llegue la variante Delta. Seis millones y medio de personas hubieran recibido las dos dosis. En nuestro país han muerto hasta ahora 2000 personas por millón de habitantes. Es fácil calcular la cantidad de personas que perdieron la vida porque esa vacunas no llegaron. La Argentina es hoy uno de los países de Occidente con menor proporción de su población con vacunación completa. Cada semana, un vuelo sale hacia Moscú. Los funcionarios nacionales no saben lo que traerá de vuelta. “Vamos a ver que mandan los rusos”, suelen decir. Eso no significa que la Argentina sea “juguete de las circunstancias” ni que se haya rendido ante los caprichos de Vladimir Putin. Se trata del mundo real donde los países que consigan vacunas más rápido, serán los que se recuperen con más alta autoestima y menos dolor para sus ciudadanos.
Comentá la nota