El gobernador ofrece ayuda a Milei, pero en la provincia hace peronismo. Cintura, transversalidad y código de honor con Schiaretti, pese a la herencia.
Por César Pucheta.
Cuando Martín Llaryora empezó a recorrer la liga mayor de la política de Córdoba, no hubo en el peronismo provincial quien no quedara impactado por su voluntad de trabajo. Ya en sus tiempos como vicegobernador de Juan Schiaretti, era el primero que llegaba y el último que se iba, una marca registrada que aplicó a su gestión capitalina y hoy profundiza como gobernador. Es posible que no se haya imaginado un desembarco tan movido en el despacho principal de Centro Cívico. Igual sabe que una buena gestión depende en gran parte de él y su porfía de llevar a cabo una construcción que le permita dejar su marca en la provincia y mirar más allá de las sierras y la llanura mediterránea.
Sus primeros 30 días estuvieron signados por la crisis nacional y provincial, cada una con sus características. Ese doble desafío le sirvió para empezar a tallar la imagen de un gestor estratégico, que cinturea en medio de las primeras turbulencias de la gestión de Javier Milei y hace equilibrio frente una situación compleja que hereda de su antecesor.
Siguiendo el diagnóstico que se hacía desde el peronismo cordobés y que en la campaña presidencial expuso Schiaretti, es probable que Llaryora haya imaginado un arranque nacional dificultoso. Por eso aplica el cordobesismo básico que durante los primeros tiempos se posiciona desde el opoficialismo para garantizar gobernabilidad sin dejar a un costado las banderas históricas como el rechazo a las retenciones, la defensa del federalismo y los cuestionamientos "al AMBA".
En ese juego, intentó no exponerse demasiado y trazó una hoja de ruta puertas adentro que pusiera a la gestión por encima de cualquier otra necesidad. Sin embargo, el huracán libertario lo obligó a recalcular.
Empujado por la situación, su perfil empezó a construirse en espejo, motorizado por una constante con la que quiere empezar a caracterizar a su Partido Cordobés, la reversión del cordobesismo que se ensancha hacia todos los extremos del mapa político.
La herencia
La marca Llaryora empezó a tomar su forma con el armado del gabinete, que ya se dejaba espiar en la conformación de la estrategia de campaña. En modo pulpo, el sanfracisqueño fue abrazando a todos los sectores que vieron en él una renovación con la amplitud suficiente como para poder sumarse sin conceder demasiado en materia identitaria.
Con tantos funcionarios del radicalismo y el PRO como nunca se imaginó en el peronismo provincial y una cercanía con satélites del PJ nacional como la que jamás se permitieron sus antecesores, Llaryora se asegura un diálogo constante que le permite avanzar en acuerdos que le sirven para afrontar los desafíos políticos e institucionales que, en rigor, heredó de Schiaretti.
Espalda: Llaryora llegó al gobierno de la mano de Schiaretti. El nuevo gobernador cuida del viejo caudillo y evita hablar de la herencia recibida.
Los dos más complejos fueron los que marcaron sus primeros días en el gobierno: el económico y el social. La conjunción de ambos se puso de manifiesto en el conflicto con los gremios estatales, a los que aplicó el rigor de época con baja de contratos y ajuste en los aportes jubilatorios, lo que generó el paro general más tempranero de la historia cordobesa moderna.
Ahora bien, ese rigor que hizo sentir forma parte de su estilo: dureza en el debut de su gestión en San Francisco y Capital para después negociar con los gremios agotados.
En ese frente, el llaryorismo confía en alcanzar un acuerdo que le permita modificar el funcionamiento en áreas sensibles de su gobierno como Salud y Educación, como ya lo empezó a hacer en materia de Seguridad, la otra pata pesada de la herencia schiarettista.
Sostenido con los acuerdos parlamentarios con los que empieza a construir su nueva mayoría en la Unicameral, aprobó una nueva Ley de Seguridad que busca cambiar el paradigma en la historia mediterránea. Acompañó el paquete con la renovación de la cúpula policial y con la intervención de una cuestionadísima conducción del Servicio Penitenciario, al punto de que sus máximas autoridades fueron inmediatamente detenidas.
La contracara se manifestó con la represión policial de la que habló el país durante el primer cacerolazo en la capital provincial. Todavía hay quienes pasan facturas internas y agitan fantasmas conspirativos, aunque la orden judicial que habilitó el accionar de la fuerza vino desde la pata de la Justicia que todavía acciona con modos acción consensuados durante el gobierno de Schiaretti.
La proyección
Con ese panorama puertas adentro, Llaryora camina hacia su mayor desafío: lograr la instalación nacional que ninguno de sus antecesores consiguió. Para eso también despliega esa serie de movimientos que lo prefiguran como un actor a tener en cuenta de cara a una renovación que, desde una identidad peronista distinta a la que lideró su partido durante las últimas décadas, pueda ubicarlo en la carrera nacional en ciernes.
En diálogo permanente con Schiaretti logró que sus alfiles en la Cámara de Diputados se sumen a un bloque transversal desde donde juega a dos bandas: se muestra como garante de la gobernabilidad, pero planta bandera en aquellas cosas que considera innegociables. También tiene una posición ambigua sobre cuestiones que, sabe, no le resultarán demasiado problemáticas en términos políticos. Otra vez, cordobesismo clásico.
Sin formar parte activa de ninguno de los bloques de gobernadores que activan en conjunto ante la discusión nacional, aprovecha las terminales políticas que el gobierno libertario cedió al cordobesismo (Anses, Obras Públicas, Transporte, principalmente) y construye sus propios nexos a partir de diálogos políticos concretos.
Banca: Daniel Tillard, el cordobés a cargo del Banco Nación y Martín Llaryora.
También toma envión para politizar a la Región Centro, en el que comparte protagonismo con otras dos figuras con alta proyección nacional como el santafesino Maximiliano Pullaro y el entrerriano Rogelio Frigerio. En paralelo, se prepara para activar relaciones con otras regiones que considera estratégicas, con quienes hasta último momento intentó agrandar el bloque federal de la Cámara baja.
Allí, quedó un café pendiente, principalmente con Gustavo Sáenz (Salta), Rolando Figueroa (Neuquén) y Alberto Weretilenck (Río Negro). También con Ignacio Torres, aunque hay puentes que pueden tejerse desde el espacio legislativo.
Cuestiona abiertamente los proyectos libertarios pero sabe que el arrollador apoyo que Milei recibió entre el electorado provincial lo obligan a no pararse como un acérrimo opositor. En ese sentido, la lógica de lectura es similar a la que Axel Kicillof, su principal adversario en la batalla por la renovación peronista, sólo que a la inversa. Si el gobernador de Buenos Aires asegura que su provincia votó contra las propuestas libertarias, Llaryora asume que sus votantes lo hicieron a favor.
Para que el chip se modifique, entiende que tiene un solo camino: ganarse la confianza de los cordobeses a partir de una gestión que marque un diferencial en la historia de su provincia. Sabe que tiene la vara muy alta y que es heredero de un poder que se construyó con dos líderes, Schiaretti y José Manuel de la Sota, que abandonaron el gobierno con más del 70% de imagen positiva y cuyas obras marcaron a fuego el territorio que hoy le toca gobernar.
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