Tiene 9 hijos, uno de ellos con síndrome de Down. Tras un año de lucha logró que le dieran una vivienda social. Una banda la desalojó, le robó todo y se la usurpó para usarla de aguantadero. Ella dice que la Policía no hizo nada.
La última noche de mayo de este año fue fría y, para Estela Fernández, también fue trágica. La mujer dormía junto a siete de sus nueve hijos, repartidos entre los dos dormitorios y el living de la casa que ocho meses antes el Estado le había adjudicado por ser madre de una nena con síndrome de Down. Aquella madrugada prologaba la llegada del invierno, aunque para esta familia la palabra que describiría todo lo que estaba por suceder era parecida y, a la vez, muy distinta: lo que se les venía era el infierno.
En octubre de 2013, después de esperar un año, Estela había conseguido mudarse al barrio La Perla, en Moreno, levantado a través del Plan Federal de Viviendas. Había abandonado así la casilla de madera del barrio Bongiovanni en la que vivía con su marido, sus nueve hijos, su madre y varios nietos. Pero todo se iba a terminar muy rápido. En el medio de la noche, un estrépito seguido de muchos más sacó del sueño a la mujer. Sus hijos se asustaron. En la confusión que genera el estadio entre el sueño y la vigilia, ella pensó que era granizo. Después, cuando todo se intensificaba, creyó que podría tratarse del fin del mundo. Y en realidad, para Estela, para su universo íntimo y familiar, casi que lo era. Los golpes eran provocados por cascotes que volaban y daban contra las paredes de su hogar. No tuvo tiempo para reaccionar. En segundos, decenas de hombres encapuchados rompían puertas y ventanas y se metían a su casa como una horda hambrienta del medioevo.
“Cuando logré despertar tenía una avalancha de gente adentro”, sintetiza ahora ante Clarín Estela, de 44 años. Tiene la misma mirada de horror que la invadió aquella madrugada.
Estela asegura que eran alrededor de 60 personas las que se metieron. Eran parte de un ejército de soldados narcos que domina el barrio y que se empecinó en tomar su casa y las de los dos vecinos linderos, como antes ya lo había hecho con otros habitantes de la zona. “Yo no tenía dónde vivir. Y cuando conseguí algo lindo para mi hija, me lo sacan”, solloza Estela en la charla con Clarín, otra vez en la casilla de Bongiovanni.
Como un tsunami humano, la invasión –y la degradación psicológica a la que fueron sometidas ella y su familia– incluyó el desmantelamiento de la casa: les robaron la heladera, la cama, los colchones, los teléfonos, los televisores y toda la mercadería del kiosco que Estela había abierto para atender desde una de las ventanas.
“Me insultaban. ‘Vieja puta, te vamos a matar, te vamos a sacar. No me importa tu guacha mogólica, la vamos a violar’, me gritaban, mientras me pegaban con un palo en las piernas, los brazos y en el estómago porque yo no aflojaba, estaba agarrada de mis cosas, que todavía estoy pagando”, relata.
A varios de sus hijos también los golpearon, incluida una de las chicas, de 22 años, que estaba embarazada. Otra de ellas, Laura (24), tuvo que llevar a una de sus hermanas al hospital porque una pedrada le abrió la cabeza. Estela se queja porque asegura que mientras todo sucedía, afuera había varios patrulleros de la comisaría 1° de Moreno sin intervenir. “Ellos fueron cómplices”, sentencia.
Aquella madrugada del 31 de mayo pronto se convirtió en día. Eran las siete de la mañana y Estela y su familia miraban lo que quedaba de la casa, sin comprender qué estaba sucediendo. Parecía una pesadilla de ese sueño interrumpido horas antes. “No quedó nada, ni plata, ni ventanas, ni puertas. Rompieron las canillas y estaba todo inundado. Podríamos haber muerto electrocutados. Pensé que nos mataban a todos”, enumera su hija Laura.
Y entonces la familia decidió irse. “Teníamos miedo. Vino mi hermano y se llevó a los chicos y yo puse en una mochila el título de propiedad de la casa y me fui a lo de mi mamá con una mano adelante y otra atrás, como si nosotros fuéramos los delincuentes”, llora Estela.
En su casa hoy viven los transas:, vendedores de drogas. “La usan como un aguantadero. Mi hermana vive en la otra manzana y ve todo. Ellos son los dueños del barrio”, cuenta Estela.
Moreno es un distrito muy complicado. Con alrededor de 500 mil habitantes, tiene un alto índice de zonas pobres o marginales. Estela asegura que al barrio La Perla lo coparon los narcos, quienes se aprovechan de la reventa ilegal de las casas (el Estado entrega las viviendas para que viva la familia adjudicada, pero está prohibido negociarlas) y en muchos casos, como en el de ella, directamente lo hacen por la fuerza.
“No podés ni llevar a los chicos al colegio. Te roban todo. Venden droga como si vendieran panchos”, cuenta. En La Perla viven alrededor de 200 familias y sus vecinos aseguran que hay decenas de casos similares al de Estela, sólo que la mayoría de los despojados se aleja del barrio y no lo denuncia. “Hace poco los narcos cortaron por unos días el abastecimiento de agua y así van sacando la gente del barrio. Los que no tienen nada que ver están encerrados y rodeados”, explica Laura.
Estela y una de sus vecinas que aquella noche sufrió el mismo terror sí denunciaron el caso en la Justicia. Ahora lo investiga la Fiscalía N° 3 de Moreno, donde la mujer dio los nombres de varios de los que la atacaron. Clarín se comunicó con los investigadores pero respondieron que no iban a dar información sobre la causa.
Lucas Franco, secretario general de Libres del Sur Moreno, fue junto a Estela a pedirle al intendente Mariano West, que se presentara como particular damnificado en la causa. “Nos atendió un secretario y nos dijeron que nos iba a ayudar”, relata Estela. Por ahora la ayuda son 10 mil pesos para que empiece a construir un hogar en otro lado. “West se tiene que poner al frente porque las viviendas son del Estado. Ayudaría mucho que lo hiciera”, remarca Franco.
El drama de Estela no quedó ahí. Walter Ferreira, su marido y padre de cuatro de sus hijos perdió el trabajo porque, tras el ataque, tuvo que faltar algunos días. Los chicos perdieron la escolaridad.
Estela reclama su casa pero a la vez siente sobre su alma la paradoja: allí no puede volver aunque se la devuelvan. “Mis nenes se acuerdan y preguntan por qué ya no viven en una casa donde no llueve ni hay barro. Piden volver. Pero yo pienso: la casa podía estar muy bien, pero terminó siendo un mal y acá vivimos más tranquilos. Todos los días me levanto y me pregunto: ¿por qué a mí? ¿Por qué?”.
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