El 27 de abril de 2016, Andrés Flórez, embajador colombiano en EE. UU., escribió a Bogotá:
Dado el directo relacionamiento que hay entre un grupo significativo de congresistas con la industria farmacéutica en EE. UU., el caso del GLIVEC es susceptible de escalar hasta el punto de crear un inconveniente en la aprobación de los recursos de la nueva iniciativa denominada “Paz Colombia” [1].
El vocero del país sudamericano devino lobbysta directo de las grandes farmacéuticas imperialistas. La gestión de Juan Manuel Santos había osado desafiar los intereses de la suiza Novartis, cuestionando su monopolio para la producción de Glivec, un medicamento contra el cáncer en la sangre. El fármaco tenía un costo de producción anual estimado en USD 180 dólares. En Bogotá, Medellín o Cali se adquiría a USD 19.000. El Estado colombiano ejercía, apenas, una mínima defensa del interés nacional. El poder imperial respondía con un escarnio público mundial y la amenaza directa de todo tipo de sanciones [2].
La crisis provocada por la vacuna del Covid-19 desnuda el carácter irracional del sistema internacional de patentes y la propiedad privada capitalista. El Estado, engranaje fundamental de ese esquema, merece ser puesto bajo la lupa. Los investigadores Cecilia Rikap y Guillermo Folguera nos ayudan a pensar esos lazos.
El planeta asiste a una prepotencia de las grandes farmacéuticas. Emulando el (pobre) universo del cine postapocalíptico –cómo no recordar Resident Evil–, las corporaciones se presentan como un poder cuasitotalitario. Imposibilitados de obtener las dosis necesarias de vacunas para el Covid-19, diversos gobiernos proponen un relato que entremezcla protestas, malestar y cierta victimización, ejerciendo una condena moral contra esos monstruos llamados Pfizer, AstraZeneca o Moderna. Son, sin embargo, colaboradores activos de la gestión de ese poder. Socios de una alianza contra la salud de la inmensa mayoría de la humanidad.
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Orden mundial y ciencia
En las décadas posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía norteamericana se hizo potente, cuasi absoluta. El nuevo poder cimentó su expansión a base de una furiosa propaganda en favor de una democracia burguesa que –al interior de sus fronteras– incumplía aún más la falacia de la representación, negando voto y derechos políticos a millones; una democracia “exportada” mediante golpes de Estado hacia América Latina y el mundo semicolonial. Aquel despliegue encontró en la ciencia y la tecnología otro pilar legitimador. Empujado por las tensiones de la Guerra Fría, el Estado norteamericano invirtió en un desarrollo creciente y potente de la ciencia.
Guillermo Folguera es doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, licenciado en Filosofía e investigador del CONICET. En diálogo exclusivo con este medio, apunta que el poder de grandes laboratorios y farmacéuticas se fue erigiendo en aquel período:
Después de la Segunda Guerra Mundial y preparándose para la Guerra Fría, se diseñan políticas de Estado vinculadas con la ciencia y la tecnología. En muy pocos años se consolida un pensar que plantea, tanto en términos de salud como en producción de alimentos, que los Estados tienen que idear estrategias sostenidas en ciencia y tecnología. Cuando leés los documentos ya hay un acento en la importancia de conseguir inversiones privadas. Hay un fuerte acento en lo estatal, pero abriendo la ventana para lo que después va a ser la importancia de las multinacionales.
Aquella dinámica se acentuó en las décadas siguientes. Previo a esa posibilidad, la burguesía se vio obligada a derrotar la insurgencia obrera y popular que recorría el globo. Los 60 y 70 presentaron a la clase trabajadora, la juventud y múltiples sectores oprimidos dando batalla al gran capital y sus políticas de racionalización y ajuste. La revolución dijo presente. El poder burgués apeló a todas sus herramientas: en el centro del orden mundial combinó la fuerza, el engaño y la traición; en la periferia, también recurrió a las represiones sangrientas.
Sobre esa derrota se edificó el ciclo neoliberal. Como una mancha de aceite que se propaga, el capital fue penetrando tramos y trozos de realidad, creando mecanismos para la construcción de un nuevo ciclo de ganancias. Soporte legal, jurídico y militar del mundo burgués, el poder estatal garantizó ese despliegue. El sistema de patentes se presentó como una suerte de piedra de toque en aquellas transformaciones.
Los herederos de Bob Dole
Bod Dole será, eternamente, uno de los protagonistas de aquel mítico capítulo de Los Simpson en que Kang y Kodos demuestran la pobreza del bipartidismo norteamericano. Las grandes farmacéuticas lo recordarán como un precursor en la satisfacción plena de sus intereses.
En 1980, junto al demócrata Birch Bayh, Dole fue autor de una ley fundacional para el poder de las grandes farmacéuticas. La Bayhl-Dole Act habilitó a que los resultados de la investigación financiada con fondos públicos pudieran ser patentadas por el sector privado. Otorgó a las grandes empresas una herramienta para maximizar su tasa de ganancia al permitirles apropiarse de los conocimientos creados por la investigación estatal.
Desde 1969 el concepto de “complejo médico-industrial” había entrado en la jerga política y científica para conceptualizar la creciente voracidad capitalista en el sistema de cuidados de salud [3]. Los cambios en el sistema de patentes acompañaron ese despliegue.
Cecilia Rikap es doctora en Economía y especialista en economía de la ciencia, tecnología e innovación. Entrevistada en exclusiva, afirma que
En EE. UU. –y Europa luego lo copió–, desde los 70 y fundamentalmente desde los 80, hay un proceso de endurecimiento de los derechos de propiedad intelectual, que termina en el acuerdo TRIPS y todos los que siguen después, instalando un régimen de propiedad intelectual a nivel global, que favorece la emergencia de estas empresas como monopolios intelectuales.
Guillermo Folguera también sitúa en aquellos años 80
… la aparición de una serie de engranajes muy importantes para comprender la situación general y la discusión actual en torno a las farmacéuticas. Aparecen fuertemente consolidadas las patentes, como un norte que tienen que perseguir instituciones estatales como las universidades para autoabastecerse.
En 1994, en la cumbre del ciclo neoliberal, nació a la vida el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC, TRIPS por sus siglas en inglés). Bajo ese esquema, las multinacionales extendieron el sistema de patentes al globo entero. Joel Lexchin lo describe así:
El objetivo de la industria farmacéutica era que todos los países adoptaran los mismos derechos de propiedad intelectual que los de los Estados Unidos, independientemente de su nivel de desarrollo o de su capacidad para administrar farmacoterapia a sus poblaciones a un precio asequible [4].
Ese empoderamiento global de las corporaciones vino de la mano del nacimiento de la OMC (Organización Mundial del Comercio), el primer día de 1995. Describiendo el esquema naciente, el economista italiano Ernesto Screpanti reseñó que:
En los ADPIC, la Organización Mundial del Comercio revela claramente su naturaleza como una organización política que tiene el propósito de salvaguardar los intereses de las multinacionales. No por casualidad las grandes corporaciones jugaron un papel clave en la elaboración de los acuerdos […] Mientras que todos los demás acuerdos tienen formalmente el objetivo de ampliar la competencia y la libertad de comercio, los acuerdos ADPIC adoptan la forma de una regulación proteccionista. Buscan explícitamente proteger las posiciones monopólicas y los beneficios monopólicos que proveen la investigación científica y tecnológica, actividad en que sobresalen las grandes multinacionales del Norte [5].
¿Intocables?
En agosto de 2014, el escándalo golpeó las puertas de Valeant. En una operación nada traslúcida, la farmacéutica norteamericana invirtió en la empresa canadiense Biovall, que, a su vez, compró luego la mayor parte de su paquete accionario. Formalmente convertida en empresa extranjera, la multinacional mantuvo su nombre legal y su base operativa en suelo estadounidense. La maniobra financiera le permitió una reducción en las tasas corporativas a pagar, pasando de un 35 % a menos de un 5 % [6].
Cecilia Rikap la enlista dentro de las múltiples concesiones estatales al poder de las grandes farmacéuticas
… la posibilidad de tener una tasa impositiva más baja que las que se pagan en sus países de origen o los vacíos legales que hay en los sistemas tributarios a nivel global, les permiten localizar sus ganancias en paraísos fiscales, por ejemplo.
Profundizando la descripción, añade que:
Hay toda una serie de políticas que contribuyeron a que se desarrollen. Cuando hablamos del Estado hablamos del Estado en EE. UU. y en Europa, que es donde están las grandes farmacéuticas […] No es que hacen algún tipo de financiamiento directo de estas empresas, sino que producen conocimientos públicos que estas empresas después se apropian.
En la misma sintonía, describe la conformación de
… un sistema de investigación y de financiamiento público que favorece constantemente lo que yo llamo monopolios intelectuales, del que las grandes farmacéuticas son un ejemplo paradigmático. Se trata de empresas que acumulan capital sobre la base de monopolizar conocimiento. Y esa monopolización de conocimientos les permite apropiarse de rentas intelectuales, es decir apropiarse de parte del valor que se produce en el resto de la sociedad.
Bajo esa misma mecánica, el Estado debilita los instrumentos formalmente destinados a controlar el poder de las farmacéuticas. En EE. UU. la institución encargada de esa labor es la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA por sus siglas en inglés). Su relación con las grandes corporaciones nace preñada de una contradicción fundamental: parte importante de su presupuesto surge de aportes hechos por los grandes usuarios corporativos. Es decir, su financiamiento está atado a recursos que provienen de quienes deben ser controlados. Lo mismo sucede con la Agencia Reguladora de Medicamentos y Productos Sanitarios del Reino Unido (MHRA) en Gran Bretaña. En las tierras (caóticamente) conducidas por Boris Johnson, desde 1989 ese organismo estatal recibe la totalidad de sus recursos de contribuciones hechas por los usuarios corporativos [7].
El poder y entrelazamiento del gran capital farmacéutico avanza –sin dudas o culpa– sobre el mundo de la academia y la educación. Hilary y Steven Rose describen cómo
Las ciencias de la vida […] han creado una nueva forma híbrida ubicada en un espacio nuevo, a medio camino entre la universidad y la industria. Las viejas disciplinas de la ciencia y la tecnología mutan y se fusionan. Prolifera la hibridez. Los laboratorios industriales, con todos sus requisitos de confidencialidad, se sitúan cada vez más en el propio campus universitario, con parques científicos construidos en zonas convenientemente cercanas para los emprendimientos creados por los mismos académicos [8].
La resultante es una legión de profesionales formados bajo la ideología neoliberal, atentos a la defensa estricta de la ganancia empresaria. Hace pocos años Victor Dzau se convirtió en ícono de ese vínculo. Desde 2014 ejerce como presidente de la Academia Nacional de Medicina. Sus lazos con el gran empresariado –que sorpresivamente nadie parece haber notado– eran más que estrechos: había sido parte de las juntas de directores de empresas vinculadas a la salud como Medtronics, Alnylam Pharmaceutical y Genzyme [9].
La tendencia lejos está de ser puramente foránea. En Argentina, el Conicet cuenta en su Directorio a Graciela Ciccia, también Directora de Innovación y Desarrollo Tecnológico del Grupo INSUD, propiedad de Hugo Sigman.
El Estado en su pureza capitalista
La pandemia del covid-19 desnudó la decadencia de la salud pública a escala global. Apilándose sobre los años neoliberales, el ciclo de ajuste fiscal que siguió a la crisis de Lehman Brothers aceleró la declinación. La imagen dramática de médicos italianos eligiendo quién vive y quién no humedeció millones de retinas en todo el mundo.
Ratificando su naturaleza de clase, los Estados concedieron a grandes laboratorios y farmacéuticas la potestad de producir la vacuna. Gigantescos recursos públicos fueron puestos en función de esa labor. Solo el gobierno de EE. UU. –bajo la gestión de Donald Trump– entregó más de USD 10 mil millones sin que las empresas estuvieran obligadas a ofrecer la vacuna a un precio justo o a compartir los derechos de propiedad intelectual. Las grandes farmacéuticas contaron, además, con las ventajas de la investigación estatal. En noviembre de 2020, un informe publicado en el sitio Public Citizen daba cuenta de que “las vacunas Pfizer y Johnson & Johnson se desarrollaron utilizando una tecnología de proteína de espiga que había sido descubierta por científicos de los Institutos Nacionales de Salud” [10].
Sin embargo, en el caótico laberinto de la creación de vacunas, no todos los poderes estatales asisten al mismo trato. Los gobiernos de Israel, Canadá o Gran Bretaña, entre otros, han logrado acceder a una cantidad de dosis que garantiza iniciar un serio plan de vacunación. En el otro extremo, los países de África siguen condenados a ser parias del mundo. A inicios de febrero, solo seis países habían recibido cantidades mínimas de vacunas [11]. Consultada sobre esa situación, Cecilia Rikpa indica que:
Hay que diferenciar entre Estados de los países centrales versus Estados de países periféricos. Los Estados de los países centrales van a tener mayor capacidad de negociación. EE. UU. tiene la capacidad de presionar a Pfizer o a Moderna sobre la cantidad de vacunas que le va a dar, cuándo se las va a dar y qué priorizar. No significa que va a ganar cualquier batalla. Sí que va a tener mayor capacidad para sentarse en mayor igualdad de condiciones con la farmacéutica.
La ratificación de la política internacional del sistema de patentes equivale a perpetuar la pandemia. La liberación de las mismas –reclamada por múltiples ONG y organizaciones sociales– permitiría extender su producción a naciones con la capacidad técnica de producirla, como Argentina. Resulta evidente que el poder de las multinacionales –impulsado y avalado por sus Estados– resulta avasallante para los gobiernos de los países dependientes y atrasados. Sin embargo, en esa tensión, las clases dirigentes de esas nacionales no pueden ser presentadas como meras víctimas. Poco importa el relato político de turno. En los hechos, las corporaciones tienen una alfombra roja de bienvenida.
En su libro La ciencia sin freno, Guillermo Folguera ilustra en cantidad y calidad las concesiones del Estado argentino frente al poder de corporaciones multinacionales y nacionales. Los acuerdos entre grandes empresas y universidades públicas de todo el país –ejemplificado en el firmado entre Bayer y la Facultad de Agronomía de la UBA [12]–; así como los convenios secretos firmados con la norteamericana Chevron, deben contabilizarse en ese rubro.
Si se atiende específicamente a la adquisición de las vacunas, el Estado argentino cedió abiertamente al chantaje de los grandes laboratorios internacionales. En octubre de 2020 se votó –con la oposición del Frente de Izquierda– una norma que, entre otras cosas, imponía la resolución de conflictos en tribunales internacionales y obligaba al Estado nacional a hacerse cargo de eventuales indemnizaciones. Peronistas y cambiemitas, sin denunciar la enorme extorsión que sufría el país, levantaron la mano para convalidar el poder de las farmacéuticas.
Derecho contra derecho
“No desarrollamos este producto para el mercado indio, seamos honestos. Desarrollamos este producto para pacientes occidentales que pueden pagarlo". Esta cruel confesión fue realizada por Marijn Dekkers, consejero delegado de Bayer, en enero de 2014. El empresario alemán quería negar a más de mil millones de personas el acceso al Nexavar, un fármaco de avanzada para tratar cánceres de hígado y riñón.
Estructurada sobre la permanente búsqueda de ganancia, la racionalidad capitalista remite, casi necesariamente, al desprecio por la vida [13]. Un desprecio que recorre el interior de cada empresa, pero desborda esas fronteras y avanza sobre el conjunto de la vida humana.
Hace ya demasiado tiempo, Karl Marx escribió en los Grundrisse que el capitalismo era el primer modo de producción de la historia en haber convertido al progreso histórico en prisionero [14], al punto de atar la ciencia y la técnica a los designios de la creación de riqueza en su forma específicamente burguesa, es decir, convirtiendo todo en mercancía susceptible de ser vendida.
Iniciada la tercera década del siglo XXI, el sistema de patentes que rige el mundo se presenta como una forma concreta, real, de ese aprisionamiento. Las grandes multinacionales farmacéuticas, imponiendo su interés particular, rechazan hacer universal y público un conocimiento que permitiría evitar decenas de miles de muertes diarias. El avance de la ciencia y la técnica, orientado hacia el lucro, se contrapone a la salud y la vida de la inmensa mayoría de la población mundial. El derecho a la propiedad privada se opone al derecho a la existencia. El Estado actual, fiel a su naturaleza capitalista, funciona como garante y socio activo de esa continuidad histórica, jurídica y social. La casta política que lo gestiona ratifica la primacía del interés burgués por sobre la vida y la salud de miles de millones.
Esa irracionalidad del capital, avalada y sostenida por el Estado no es, empero, inmodificable. Contra toda visión apocalíptica del desarrollo científico y tecnológico, estos pueden ser orientados en un sentido socialmente distinto, puestos en función de cuidar y salvar la vida de la humanidad.
Pero esa tarea requiere una perspectiva revolucionaria que, barriendo el poder político del gran capital, inicie la construcción de un Estado de nuevo tipo –al decir del revolucionario italiano Antonio Gramsci– donde el motor de las nuevas creaciones no sea el lucro privado sino las necesidades, crecientes y constantes, de las grandes mayorías. Donde todas las potencialidades de la técnica y la ciencia pueden ser puestas al servicio de una progresiva mejora en la salud de los miles de millones de explotados y oprimidos que pueblan el globo. Donde la dirección y gestión de los procesos de producción de medicamentos –llevada a cabo por científicos y trabajadores– garantice la prioridad de la vida sobre otras variables.
Un horizonte así no tiene nada de utópico. Requiere, es cierto, un duro combate por derribar el poder de las clases dominantes. Se trata de una tarea urgente, necesaria y apasionante.
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