Por: Gustavo González. Todas las semanas me prometo no volver sobre Javier Milei y su gobierno en esta columna. Para dedicarla, por ejemplo, al “golpe de Estado” que, según Patricia Bullrich, dio el macrismo en el PRO bonaerense; o a la destrucción de lo que fue Juntos por el Cambio, hoy dividido en facciones irreconciliables; o a Axel Kicillof y su interna con Máximo Kirchner; o a la depresión que hunde al peronismo y su dilema irresuelto de entender que con Cristina Kirchner nunca regresará al poder, pero sin ella tampoco.
Pero no, cada semana vuelvo a romper mi promesa y a escribir sobre el Presidente y este, el primer intento de aplicar en un país el modelo económico y filosófico del anarcocapitalismo, en el marco del “mayor ajuste de la historia de la humanidad” como, con razón, explica Milei.
Me justifico diciendo que para el periodismo es un momento único por la posibilidad de ser cronista de una de esas batallas culturales que se dan cada medio siglo y que, en este caso, enfrenta a la mitad de la sociedad con la otra mitad. Una mitad conducida por un líder mesiánico convencido de que recibió de Dios la misión de acabar con el Maligno en la Tierra. Frente a otra mitad que carece de conducción alguna.
Lo comparo con la fascinación del corresponsal de guerra cuando le toca cubrirla desde el frente de batalla. Obnubilado por el espectáculo, pero sufriendo al mismo tiempo por las dolorosas consecuencias de lo que ve.
Y justifico, por fin, diciendo que no hay semana en la que el oficialismo deje de disparar su habitual ametralladora de dichos y hechos, tan sorprendentes como conmocionantes.
Malos. La semana que pasó comenzó con Milei de nuevo fuera del país y, otra vez, visitando a CEOs y dueños de grandes empresas. Ahora sí visitó a otro presidente. No fue al de los Estados Unidos, ni al de China, ni al de Brasil ni a algún socio clave de la región. Fue a Nayib Bukele, el excéntrico y controvertido mandatario del pequeño El Salvador.
A la nueva ausencia presidencial se le sumó, instantes antes de partir, el despido humillante de su amigo Nicolás Posse. Y horas después, el escándalo de las toneladas de alimentos stockeadas en los depósitos del ministerio de Sandra Pettovello. Más la aceptación oficial de que la denuncia de Juan Grabois era cierta y que una parte de esa comida estaba por vencer y cuya distribución se hacía imperiosa.
Milei ordenó sostener, por ahora, a su también amiga Sandra Pettovello, y usar como chivo expiatorio al secretario Pablo de la Torre, a quien se echó y denunció ante la Justicia y la Oficina Anticorrupción.
Posse y De la Torre fueron los dos despedidos más notables de la semana, pero en total ya son 33 los funcionarios echados. A un promedio de un despido cada cinco días.
El destrato hacia su amigo Posse, la impiadosa relación con quienes lo ayudaron a llegar al Gobierno más el desinterés por la problemática de los comedores sin comida volvieron a regenerar en las últimas horas el debate sobre la maldad presidencial y su supuesto regodeo en el daño al prójimo.
La demonización es un arma de la política argentina. Cristina fue la corrupción en estado puro, Macri la reencarnación de la dictadura; y Fernández, el asesino de miles de argentinos durante el covid.
La demonización hoy incluye a Milei, un sádico que goza haciendo el mal, al punto de querer que la gente muera de hambre. También es un arma que él usa: quien no piense como él es “casta” que le roba al pueblo, y la mayoría de los líderes occidentales son enviados del Maligno para implantar el socialismo.
La demonización sirve para simplificar la realidad, conducir pasiones y clarificar objetivos políticos. La verdad suele ser un tanto más compleja.
Alimentos. Caricaturizar a Milei como un hombre al que no le importa el padecimiento de la sociedad es subestimar la importancia de las ideas anarcocapitalistas que lo guían. Más que maldad intrínseca, se trata de darwinismo social sustentado en esa teoría económica.
En la Universidad de Stanford volvió a decir: “Va a llegar un momento en que la gente se va a morir de hambre, con lo cual, o sea, digamos, va a decidir de alguna manera para no morirse. No necesito (como Estado) intervenir. Alguien lo va a resolver”. La semana anterior ya había dicho que si una persona “no llegara a fin de mes ya se hubiera muerto”. En línea con lo que en su momento le había respondido a Jorge Fontevecchia: “Podés elegir morirte de hambre y morirte… Cada uno puede hacer de su vida lo que se le da la gana”.
Milei sí puede ser cruel y, consciente o inconscientemente, derramar desde el poder la crueldad que sufrió de niño. Pero esa es una patología, no un objetivo buscado.
Lo que en Milei se corporiza como maldad no es más (ni menos) que ideología. Él está convencido de que el individuo es responsable exclusivo de su destino y que la unión de los egoísmos personales terminará promoviendo el desarrollo social. Cualquier intervención estatal, por más que parezca una ayuda solidaria, termina dañando a todos. Incluso a quienes dice beneficiar.
Lo que motivó que durante días el Gobierno se negara a distribuir alimentos y tratara de mentiroso a Grabois no fue ánimo de daño. Fue desinterés. Porque el libertarismo, a diferencia del liberalismo, desprecia cualquier mínimo rol del Estado.
Es correcto que, en todo caso, el daño causado es el mismo. Y que ese daño puede generar las mismas consecuencias políticas, sociales y judiciales.
Ideología. Milei, como la escuela austríaca, toma de Adam Smith la noción de que “no es de la benevolencia del panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses”, pero sin las consideraciones éticas del autor de la Teoría General.
También rechaza las intervenciones estatales que el liberalismo fue adoptando desde principios del siglo XX para resolver los fallos del mercado que Milei niega.
El Presidente considera inevitable que haya ganadores y perdedores. Y acepta que estos pueden pasar hambre si no hallan una forma de evitarlo, como explicó en el mismo reportaje de Fontevecchia sobre la opción de conseguir dinero vendiendo órganos (en una entrevista con Ernesto Tenembaum incluso había aceptado la posibilidad de vender niños).
Para Milei, el mercado expresa la puja de intereses en una sociedad. En lugar de apaciguar esa puja, lo correcto es dejar que explote.
Por eso, cuando un anarcocapitalista dice que no existen fallos en el mercado, lo que quiere decir es que lo que no falla es el egoísmo personal. Cuanto más egoísta y más beneficios para sí logre una persona, más terminará beneficiando al resto, aunque ese no sea (ni deba ser) el objetivo. Hasta los monopolios, que para el liberalismo son capaces de destruir el mercado y el propio capitalismo, para el libertarismo son positivos.
Nunca antes se aplicó esta teoría en un país (se lo hizo en un pequeño pueblo de los Estados Unidos, Grafton, y terminó con los libertarios escapando del lugar) y no existen economistas relevantes del mundo que crean en su éxito. Pero esa es la idea detrás de lo que se puede percibir como una maldad agravada por la violencia gestual y discursiva del Presidente.
La destrucción del Estado, que para muchos significa perder el trabajo, pagar más tarifas o no encontrar comida en un comedor popular, para Milei es terminar con “una organización criminal”.
Quienes se oponen a él y quienes lo apoyan deben saber que lo malo y lo bueno de su gobierno no tendrá que ver con su vileza ni con su benevolencia. Sino con su concepción de la vida y de las personas.
Tiempo atrás, un amigo del estratega Santiago Caputo le advirtió que los empresarios estaban inquietos debido al caos que encontraban en los ministerios y en las estructuras burocráticas del Estado.
Cuenta que la respuesta de Caputo fue: “Perfecto. ¿O qué esperaban de un gobierno anarcocapitalista?”.
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