Un equilibrio inestable en la cima de la Justicia

Un equilibrio inestable en la cima de la Justicia

Por Carlos Pagni

En el veto a Luis Juez anidan intereses muy operativos en la carrera electoral, un juego político mucho más amplio que el de la administración judicial

 

“Allí estaré”. Esa fue la respuesta del diputado Pablo Tonelli a la invitación de Horacio Rosatti, presidente de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de la Magistratura, a la jura como nuevos consejeros de la diputada Roxana Reyes y del senador Claudio Doñate, este jueves, a las 12, en el salón Bermejo del palacio de tribunales. La asistencia de Tonelli, consejero de la Magistratura por Juntos por el Cambio, es significativa por varios motivos. El más importante: cancela cualquier posibilidad de protesta por la incorporación de Doñate. La oposición lo había impugnado cuando Cristina Kirchner lo designó a través del ardid de dividir los bloques para quedarse con el representante de la segunda minoría. Que sea Tonelli quien se allana a participar en la toma del juramento agrega otra dimensión. La suya fue, en 2015, también una incorporación controvertida, objetada por el bloque peronista que lideraba Héctor Recalde. Y, a diferencia de lo que ocurre hoy, la Corte se negó a hacerlo jurar antes de que consiguiera la convalidación del propio Consejo como miembro. Por supuesto, Ricardo Lorenzetti y Juan Carlos Maqueda, que entonces derivaron la controversia al Consejo, encontrarán innumerables detalles para demostrar que los dos casos no son idénticos.

El gesto de Tonelli es una interesante señal política. Es, antes que nada, un gesto amigable hacia Rosatti, quien recibe el buen trato habitual para el titular del tribunal supremo. Es más que un detalle protocolar. También Gerónimo Ustarroz aspira a aproximarse a Rosatti, con motivos mucho más poderosos que Tonelli. A pesar de ser el representante del Poder Ejecutivo, es un subordinado de Cristina Kirchner, a través de la intercesión de su hermano Eduardo “Wado” De Pedro.

De Ustarroz se espera que despliegue esas condiciones retóricas que le valieron el rango de “rey del chamuyo”, para que flexibilice la posición de la Corte frente al vía crucis judicial de su jefa. Se especula con que en el segundo semestre de este año Rosatti, Carlos Rosenkrantz, Maqueda y Lorenzetti resolverán si aceptan o no el principal reclamo de la vicepresidenta: que suspendan el juicio oral por las presuntas irregularidades en el desarrollo de obra pública en Santa Cruz. Los acusados en ese juicio se quejan por el mal tratamiento de las pruebas. Alegan, entre otros argumentos, que las modificaciones que se hicieron en los trabajos están justificadas, sobre todo por accidentes geográficos no contemplados en los proyectos. Y que no se han tomado en cuenta los dictámenes de los peritos de parte, y también de los oficiales, afirmando que no se verificaron sobreprecios; aducen, además, que los incrementos en los presupuestos se debieron a modificaciones previstas en la ley de Obra Pública. Es una de las razones por las que la señora de Kirchner reclama ante la Corte que se reconsideren las pericias existentes y se hagan otras nuevas. La Corte ya insinuó una respuesta ante un pedido similar del exgobernador de Entre Ríos, Sergio Urribarri, en una causa por corrupción. Lo denegó, basándose en que el tribunal sólo interviene en causas con sentencia definitiva, con el propósito de verificar que no se violaron garantías constitucionales. Habrá que ver si existe algún “chamuyo” capaz de modificar esta posición. Es el reto, entre otros, de Ustarroz.

La participación de Tonelli en la liturgia de este mediodía es más que una gentileza protocolar hacia Rosatti. Pone de manifiesto una situación política signada por varias peculiaridades. Una de ellas es que el conflicto alrededor de la integración del Consejo tiene algo de artificial. Esa composición deberá ser modificada en noviembre por el vencimiento de mandatos de casi todos los actuales consejeros. Además, la posibilidad de avanzar con el trámite de nuevas designaciones de jueces, que es una función principal del organismo, parece una quimera. El conflicto entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner, quien decide en última instancia los acuerdos del Senado, paraliza esos procesos. Y muchas otras nominaciones: la vicepresidenta hizo poco y nada para otorgar el acuerdo al presidente del Banco Central, Miguel Pesce, a los demás directores de esa entidad, a la titular de la AFI Cristina Caamaño y, sobre todo, al candidato a procurador general de la Nación propuesto por Fernández, Daniel Rafecas. Cuando los historiadores reconstruyan el entredicho entre la señora de Kirchner y su valido, Fernández, advertirán que comenzó mucho antes de que ella se pusiera a publicar cartas.

Es comprensible, entonces, que Tonelli y los partidos que integran la oposición no quieran abrazarse a las columnas de un templo cuya actividad está, de hecho, paralizada. Aún así, parece existir otra razón para esta buena voluntad. En el Congreso se sigue negociando un acuerdo para aprobar una nueva ley sobre el Consejo de la Magistratura, adaptada a los criterios del fallo en el que la Corte declaró la inconstitucionalidad de la anterior regulación. Esa novedad fue insinuada por el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, esta semana, durante un almuerzo en el Club del Progreso. La base del acuerdo sería el proyecto sancionado por el Senado. Ese texto recibiría las modificaciones necesarias como para que la oposición justifique su adhesión. Este curso de acción pondría en apuros al jujeño Gerardo Morales. Cuando se informó sobre sus negociaciones con Massa por el diseño del Consejo, el presidente del radicalismo aseguró que su bancada sólo votaría a favor de un proyecto propio, el defendido por Alfredo Cornejo en el Senado.

El clima de pacificación se inspira en otras novedades. Con la diputada Reyes encarnando la representación radical en el Consejo, la alianza Juntos por el Cambio se daría satisfecha en el reparto de poder. La Corte se llevaría la presidencia. Y la señora de Kirchner la banca del Senado. La clave de este equilibrio es bastante obvia: nadie llora que el cordobés Luis Juez, postulado como representante de la segunda minoría del Senado, quede fuera del Consejo. Al revés, casi todos lo festejan. Observar las razones de esa satisfacción permite comprender un juego político mucho más amplio que el de la administración judicial. En el veto a Juez anidan intereses muy operativos en la carrera electoral.

En principio, el estilo de Juez, su resistencia a alinearse con las fuerzas dominantes, lo vuelve una figura incómoda para integrar el Consejo, un organismo en el que más del 80% de las decisiones, que no merecen la atención de la opinión pública, surgen de negociaciones y componendas entre el oficialismo y la oposición. Además, y esto reviste más importancia, Juez activa en Córdoba un acuerdo entre el peronismo y el radicalismo. Hoy el senador es la figura más competitiva de Juntos por el Cambio para quedarse con la gobernación de la provincia, que se discutirá en mayo. A la UCR, por decir lo menos, no le resulta imprescindible ese ascenso de una figura ajena. El peronismo de Juan Schiaretti, en cambio, detesta ese desenlace electoral. Para utilizar una palabra del dialoguista Alberto Fernández, Juez es en este caso un enemigo.

Estas preferencias otorgan verosimilitud a las versiones que afirman que la exclusión de Juez del Consejo no fue tema de conversación sólo entre Massa y Morales, dos viejos socios que cogobiernan en Jujuy. Morales habría conversado también con Schiaretti. El gobernador de Córdoba tiene una pretensión muy desafiante. Sueña con que el radicalismo postule a un candidato “disidente” a la gobernación, de tal manera que le quite a Juez votos decisivos para ganar la elección.

Esa fantasía cordobesa todavía es un boceto. El radicalismo de la provincia debería tomar una decisión compleja. Sin embargo, la encrucijada es relevante porque encierra, como en una reducción a escala, un dilema nacional. ¿Hasta donde puede llegar la dinámica que se desencadena con estas conversaciones? Schiaretti fue muy explícito este martes, cuando expuso durante el simposio organizado por el Grupo Clarín en el Malba: la Argentina sólo saldrá de su laberinto con una alianza de centro, que ignore la radicalización de los extremos.

Schiaretti forma parte de una jugada en la que intervienen peronistas ajenos al kirchnerismo, como Juan Manuel Urtubey, Diego Bossio y Florencio Randazzo. Son los mismos dirigentes con los que conversa Emilio Monzó, quien también defiende la formación de un bloque de centro, transversal. Que el interlocutor sea Monzó es relevante, porque hoy está muy cercano al radicalismo bonaerense, que postula para la presidencia a Facundo Manes. En este paisaje se agrega Morales, también candidato de la UCR. Para iluminar esta configuración la historia presta un servicio inapreciable. Antes de las primarias de 2019, una corriente importante del radicalismo imaginó separarse del Pro y unirse a Roberto Lavagna. El exministro de Economía analizó esa asociación y llegó a admitir que se realice una interna, siempre que no fuera con Macri. En aquel entonces, la presencia de Macri era un obstáculo para esa coalición. ¿Se está repitiendo esta lógica?

El sentido de las aproximaciones actuales entre radicales y peronistas sólo se puede entender por contraste. En la insólita reunión en la que Juntos por el Cambio repudió el ingreso de un socio, Javier Milei, que no aspira a ingresar, hubo una conversación reveladora entre Morales y Mauricio Macri. El radical dijo que Juntos por el Cambio no podía profesar las ideas de Milei. Macri lo cortó: “Te aclaro, Gerardo, que mis ideas son bastante parecidas a las ideas de Milei”. Esa frase del expresidente hace juego con una fórmula que viene repitiendo: “De tanto insistir en ‘juntos’, estamos olvidando ‘cambio’”.

Llegó la hora de citar a Aníbal Fernández o, mejor dicho, al suegro de Aníbal Fernández, quien acostumbraría decir: “Le hablo a mi hija para que escuche mi nuera”. En aquel momento, Macri le hablaba a Morales para que escuche Horacio Rodríguez Larreta. Al cabo de unas semanas, ya no hace falta. Macri habla casi a diario con Larreta, la última vez fue ayer por la mañana, para repetir la misma idea: “Tenemos que clarificar. No podemos resignar las banderas del cambio, que son las de nuestros votantes. Debemos explicar con precisión qué estamos dispuestos a modificar, inclusive a romper”.

Macri se siente el depositario de una sensibilidad política. De una agenda. Como Cristina Kirchner en el Frente de Todos. La custodia de esa identidad desata una inercia cuyo modelo de llegada es todavía una incógnita. Por ahora sólo se sabe que Macri pretende exhibir las diferencias con la UCR. En el camino, poner en apuros a Larreta obligándolo a un alineamiento. Cree que la vocación por reunir al 70% de la dirigencia, -o de la casta, diría Milei-, vuelve imposible cualquier propuesta con contornos nítidos. Hasta ahora entre Macri y Larreta sólo hay un puente sólido: Jorge Macri. El exintendente de Vicente López ya es el candidato del jefe de Gobierno a la sucesión porteña. El acuerdo se selló con un apretón de manos la semana pasada, y tuvo un testigo clave, que le otorga consistencia: Edgardo Cenzón, el administrador de los fondos de campaña.

Harta de inflación, harta de Estado, quizá más por enojo que por disquisiciones doctrinarias, la clase media se ha corrido hacia la derecha. El ascenso de Milei, destacado en una encuesta de Poliarquía publicada ayer, reubicó al expresidente. Lo colocó en el centro. Él, a su vez, levantará el perfil la próxima semana con un raid televisivo.

¿Hacia donde camina Macri? ¿Hacia una primaria de Juntos por el Cambio organizada alrededor de consignas programáticas? Es posible, pero, si esa divergencia se acelera, ¿imagina una ruptura? Por lo menos, no lo espanta ese escenario. La pregunta más molesta para Macri: ¿quién encarnaría la candidatura de su programa? Si no logra la conversión de Larreta, tal vez Patricia Bullrich. ¿Y él mismo? Es comprensible que el expresidente siga diciendo que no. Pero hay una anécdota que merece la atención: acaba de reunirse, después de mucho tiempo, con Néstor Grindetti, el intendente de Lanús, que lo invitó, en un par de semanas, a recorrer algunos barrios de su distrito. Es un examen clave para las ambiciones de Macri: vuelve al conurbano.

El estudio divulgado por Poliarquía pinta un inquietante oscurecimiento. El Gobierno se derrumba en la consideración pública. Cristina Kirchner toca fondo, con 60% de imagen negativa. El 60% de los argentinos desaprueba la gestión de Alberto Fernández, cuya imagen positiva cae al 28%, cinco puntos en un mes. Desde más alto, empeoran Larreta y Bullrich. Macri también, desde más bajo, se derrumba un poco menos.

En un panorama desolador, la sociedad recibe una pésima respuesta con la lucha despiadada del Frente de Todos. Esa guerra genera nada más que interrogantes sobre lo que cabe esperar. Sólo falta una mala noticia: que la dispersión convierta también a Juntos por el Cambio en una usina de incertidumbre.

 

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