Elecciones 2023: el desafío del Frente de Todos no es ganar la elección sino prepararse para gobernar

Elecciones 2023: el desafío del Frente de Todos no es ganar la elección sino prepararse para gobernar

La unidad del oficialismo resiste más allá de las tensiones entre el kirchnerismo y el Frente Renovador. El problema de las presidencias débiles pone en riesgo la democracia en toda la región.

Por

NICOLÁS LANTOS

A medida que se acerca el momento de las decisiones más importantes, es más difícil disimular los recelos y el ruido entre los dos dispositivos cuya alianza sostiene en pie al Frente de Todos, el kirchnerismo y el Frente Renovador. Trabajosamente, “hasta que duela”, como se decía en otros momentos, se cimentará esa unidad borgeana, adherida a fuerza de espanto e incontables horas de negociaciones no precisamente sobre asuntos que interpelan la sensibilidad social. El cruel arte de repartir, trastienda sucia pero necesaria de la praxis política que transita por esos días su temporada alta.

De aquellos asuntos nada o casi nada puede informarse con certeza hasta bien pasada la hora del cierre de listas, como pueden atestiguar, cada dos años, miles de damnificados. Lo suyo no estuvo. Por eso, cuando todavía falta más de un mes para esa fecha marcada en el calendario, estas líneas intentarán evitar ese fárrago. Por cálculo o necesidad (el costo de meses dedicados al autoboicot derrotista y/o el clamor estéril) las definiciones llegarán entrado junio. El 25 de mayo, si no hay un cambio de planes fuerte sobre la marcha, será una estación del proceso pero no su última parada.

 

 

Aunque demostró, una vez más, que incluso disminuida por la persecución mafiosa, un intento de asesinato y tres años de convivencia ruinosa en el poder, Cristina Fernández de Kirchner conserva la centralidad política en el peronismo, resultará difícil que esta vez el candidato surja exclusivamente de su lapicera; la coyuntura pide una opción que se construya más orgánicamente, de abajo hacia arriba. Su bendición, si hubiera una sola fórmula o si decidiera apoyar explícitamente a una de cara a una eventual primaria, deberá llegar una vez que otros actores hayan movido sus piezas.

Quienes hablan con la vicepresidenta, un conjunto que cada vez tiene más elementos, interpretan de sus definiciones y silencios que ella todavía tampoco ha tomado una decisión. Que el silencio, por lo menos por ahora, no obedece al secreto sino a una instancia reflexiva y deliberativa. No se trata solamente de elegir un candidato que pueda garantizar un piso alto para acceder a la segunda vuelta y poder ampliar su electorado de cara al ballotage. Deberá, además, promover a una persona capacitada para hacer frente al desafío más difícil, que no es ganar una elección sino gobernar.

El día más importante para el futuro de la Argentina no es el 13 de agosto ni el 22 de octubre ni el 19 de noviembre sino el 10 de diciembre, cuando asuma el próximo presidente, ponga a trabajar a su equipo y defina las medidas con las que intentará sacar al país de la complejísima situación en la que le tocará llegar a la Casa Rosada. Eso, y su capacidad de poner rápidamente en marcha ese plan, es lo que va a determinar, en gran parte, el resultado de la disyuntiva principal: si va a tratarse de el gobierno que logre sacar al país de la crisis o si va a ser un eslabón más en la cadena de impotencias.

Cada intento fallido tiene un costo elevado, en términos de poder. Pero no solamente de poder presente sino también de poder futuro. Cada vez que la democracia no está a la altura de las circunstancias, cada vez que la política democrática se demuestra impotente para afrontar los desafíos, para darle, en definitiva, a la sociedad, aquello que la sociedad, con todo derecho, espera de sus representantes, las secuelas no afectan solamente a los ejecutores de esas políticas sino que va despojando de poder a las instituciones que los encumbraron, haciendo aún más cuesta arriba la tarea de quienes los sucedan.

Prestemos un poco de atención a lo que está pasando a nuestro alrededor. En Brasil, Lula consiguió volver a la presidencia después de haber sido encarcelado tras una condena amañada, y para ganar las elecciones y poder gobernar armó una coalición mucho más amplia que el Frente de Todos. Sin embargo, después de aplacar un intento de golpe de Estado en las primeras horas de su tercer mandato, sigue gobernando día a día, pisando arenas movedizas con cada medida que toma e incapaz, aún, de impulsar una agenda propia en el parlamento. Sin dudas es una presidencia débil.

Veamos lo que sucede en Chile o en Colombia, con dos gobiernos novedosos, que llevaron por primera vez  al poder a sectores de izquierda con agendas modernas, después de sendos procesos de emergencia de las demandas populares muy importantes. En los dos casos, menos de dos años más tarde están teniendo enormes problemas para sostener las coaliciones que los llevaron al poder. En el caso de Gabriel Boric sufrió dos reveses electorales durísimos en el proceso constitucional; Gustavo Petro, por su parte, tuvo que salir a desmentir esta semana que hubiera un golpe de Estado en marcha. 

En Ecuador, Guillermo Lasso tuvo que acudir a un mecanismo constitucional para disolver la asamblea legislativa ante la posibilidad de ser destituido por un juicio político. Intentará gobernar los próximos meses por decreto y difícilmente sea competitivo si decide presentarse a las elecciones anticipadas que convocó al cerrar el Congreso. Perú sigue gobernado por un gobierno de facto o de legitimidad muy dudosa, apoyado en la represión de las fuerzas armadas y de seguridad, después de que se sucedieran seis presidentes distintos en los últimos siete años.

América del Sur, el continente que durante muchas décadas fue caracterizado por la ciencia política y la cultura popular como una zona de caudillos, presidencialismos fuertes, autócratas con mano de hierro y poco respeto por las instituciones, se ha convertido, con el correr de la última década, en tierra de democracias frágiles y ejecutivos débiles. Con un problema adicional: en la memoria social permanece la idea de un responsable plenipotenciario que debe proveer y solucionar. Cuando no se corrobora esa provisión y nadie arregla lo que está roto, la culpa sigue siendo del Leviatán que ya no existe.

Cuando hablamos de democracias frágiles y ejecutivos débiles nos referimos a procesos en los que la política y las instituciones de representación popular pasan a tener, cada vez, un peso relativo menor a la hora de tomar decisiones importantes o estratégicas. Como el poder no acepta vacíos, esas decisiones que no toman los representantes elegidos por el voto terminan en manos de otros, que casi siempre no fueron elegidos por nadie: una alianza entre sectores minoritarios de la sociedad, el poder judicial, aristocrático y a salvo de la voluntad del pueblo, las fuerzas de seguridad y/o armadas e intereses extranjeros.

La falta de representación a la hora de tomar decisiones tiene, a efectos prácticos, dos problemas que se retroalimentan. Por un lado se enajena el interés común en perjuicio de réditos privados y sectoriales, lo cual termina por deteriorar la calidad de vida de las mayorías. Eso, a su vez, genera una mayor frustración con el sistema que se vuelca no contra los verdaderos autores intelectuales y beneficiarios del fraude sino contra el gobierno, en el cual la gente confió, al que la gente eligió y que no puede resolver esos problemas. Eso que CFK llama insatisfacción democrática pasa bastante por ahí.

El riesgo, muy presente, es el de una crisis sistémica que termine de llevarse los vestigios de la maltrecha democracia. Cuando se elige a un partido y los problemas no se resuelven y luego se opta por la oposición, que no solamente no resuelve los problemas sino que los agrava, y entonces se busca una tercera opción, quizás algo que está fuera del menú tradicional, por izquierda o por derecha, y tampoco, entonces es sólo cuestión de tiempo que la sociedad, que puede tener paciencia pero no es suicida, empiece a pensar que lo que está mal no son los partidos, los candidatos, sino todo el sistema democrático.

Cuando uno se encuentra en un pantano y no tiene ninguna salida a la vista, moverse en cualquier dirección puede parecer una buena idea pero lo más probable es que termines por hundirte. Así, cuando la crisis es todo el horizonte que existe, cada vez van a ser más los que piensen que los frenos y contrapesos que hacen débil al gobierno son el motivo de la inmovilidad y el peligro de que la sociedad avale una salida no democrática es cada vez más fuerte. Ya saben cómo voltear gobiernos: lo hicieron en Brasil, Bolivia, Perú, Paraguay, Honduras. En algún momento van a aprender a retener el poder.

Esto nos trae de regreso a la Argentina. El 10 de diciembre va a asumir el gobierno un presidente que no va a tener número en un Congreso fragmentado, ni reservas en el Banco Central, con una inflación corriendo al 100 por ciento en el más optimista de los sueños de Sergio Massa, con una mayoría automática y autónoma en la Corte Suprema, la dirigente política más popular del país a un fallo de la cárcel, probables cuestionamientos a los resultados electorales (como en Bolivia, Brasil, Estados Unidos y Paraguay) y una sociedad que llevará, para entonces, un lustro de vivir de sobresalto en sobresalto. 

Esa es la mala noticia para el peronismo. La buena es que en el revuelo, y sin haber hecho demasiados méritos para merecerlo, se encontró de repente, en pleno año electoral, a instantes del comienzo de la campaña, con la chance de salir triunfador de esa carrera. Con una certeza: ganar las elecciones es infinitamente más fácil que lo que viene después. Para ganar no hace falta ni siquiera ser bueno sino, tan solo, ser un poco menos malo que los demás. Y los demás, esta vez, son una exhibición de atrocidades.

Si el Frente de Todos consigue ir armando, sobre la marcha, de manera coral, a veces un poco disonante pero siempre colectiva, un plan razonable para afrontar el desafío de gobernar la argentina, en la medida de lo posible pero contra todos los obstáculos, si logra convencer a la sociedad de que puede llevarlo a cabo, si muestra vocación de poder y deja de recostarse en el rol de víctima, si logra proyectarse, en fin, como el instrumento de las mayorías para transformarlo todo, la victoria estará más cerca. El peronismo no tiene que enfrascarse en ganar la elección sino que debe prepararse para volver a gobernar.

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