Por Joaquín Morales Solá
El ataque a la Corte y la liviandad con que se trató el caso del iraní buscado por la AMIA que asistió a la asunción de Ortega revelan un marcado desdén por los principios republicanos
¿Por qué el 10 de enero tenía que salir el Presidente a avalar una manifestación contra la Corte Suprema que se hará el 1º de febrero? ¿Por qué no le dijo al embajador argentino en Managua que se retirara de las fiestas de la reasunción del dictador Daniel Ortega no bien vio al vicepresidente iraní, Mohsen Rezai, acusado de ser uno de los autores intelectuales y financieros del criminal atentado contra la AMIA? Cada vez es más difícil interpretar al gobierno de Alberto Fernández. Un exfuncionario que trabajó con él hasta hace poco suele dar esta explicación: “Parece desorientado, pero en todas las esquinas dobla a contramano. Algo de coherencia tiene”, desliza con un gesto irónico.
En la Corte Suprema están algunos de sus amigos (o examigos), y a todos esos jueces los elogió muchas veces antes de ser el vicario presidencial de Cristina Kirchner. En el atentado contra la AMIA murieron 85 argentinos, más de 300 resultaron gravemente heridos y, varios años después, un fiscal federal, Alberto Nisman, fue asesinado luego de hacer graves denuncias contra Cristina Kirchner por su acuerdo con el régimen teocrático de Irán. Ese acuerdo quería “encontrar la verdad” sobre lo que ocurrió en la mutual judía. Fue una clara cesión de la soberanía judicial argentina, que ya había pedido la detención de varios jerarcas iraníes. La Justicia argentina estableció, hasta ahora al menos, que Nisman fue asesinado, y que, en efecto, fueron altos dirigentes iraníes los que planificaron y financiaron ese atentado. Mohsen Rezai es uno de ellos y tiene, por pedido de la Justicia argentina, orden de captura internacional
La marcha para “echar” a la Corte Suprema la convocó nada menos que el dirigente filonazi y claramente antisemita Luis D’Elía. A esa convocatoria se unieron primero el viceministro de Justicia, Juan Martín Mena, y luego el propio Alberto Fernández. Ya en diciembre pasado hubo una marcha frente al Palacio de Tribunales para protestar contra la Corte. Fueron 30 personas bajo un árbol. Estaban Miles, el partido de D’Elía, el camarista Juan Ramos Padilla (padre del juez federal Alejo Ramos Padilla) y algunos dirigentes de sindicatos ultrakirchneristas. Seguramente la del 1º de febrero será más importante porque el Gobierno se comprometió formalmente con esa manifestación que nadie explicó para qué se hará. El Presidente solo indicó que “la Corte tiene problemas de funcionamiento”. ¿Cuál es el problema? No lo dijo. En diciembre, la Corte difundió que durante 2021 firmó más de 21.000 fallos y dictó 8.300 sentencias. Fue un año récord en materia de expedientes resueltos por el máximo tribunal del país. Casi un tercio de esos expedientes (el porcentaje más alto entre los casos resueltos) pertenecen a reclamos previsionales. Es decir, son recursos de jubilados porque el gobierno nacional no cumple con la jurisprudencia de la Corte. ¿Quién tiene, entonces, problemas de funcionamiento? Está claro: entre esos miles de expedientes no había ninguno que le interesara al Presidente.
Más allá del chicaneo barrial de Alberto Fernández, lo cierto es que él corporiza a un poder del Estado (el Ejecutivo) y no puede, ni debe, opinar sobre el funcionamiento de otro poder del Estado, que es el Judicial en este caso. ¿Qué haría el Presidente si el titular de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, dijera públicamente que el gobierno nacional tiene problemas para hacer funcionar con eficacia la administración pública? ¿Qué manual de Derecho lo habilita al Presidente a entrometerse de esa manera con la Justicia? ¿O, acaso, el viejo profesor de la facultad de Derecho olvidó todos los manuales que enseñaba? ¿Está preparando, tal vez, el clima político para pedir el juicio político de la Corte? Inútil ambición. Ya no tiene Congreso para amenazar a ese tribunal con un juicio político. Un juicio de esa naturales necesita de la aprobación de los dos tercios de cada una de las cámaras del Congreso. Alberto Fernández no pudo conseguir mayoría simple en el Congreso para sacar ni su reforma judicial ni la modificación de la ley del Ministerio Público, que buscaba designar al procurador general (jefe de los fiscales) solo con los votos peronistas del Senado. Esa impotencia sucedió antes de la derrota en las elecciones legislativas de noviembre. Ahora la relación de fuerzas parlamentaria es mucho más desventajosa para el gobierno. ¿Quiere acobardar moralmente a los jueces supremos para que estos renuncien? Difícil, si no imposible. “Están más cohesionados que nunca y con la moral muy alta”, reseña alguien que frecuenta el cuarto piso del Palacio de Tribunales, donde están los despachos de esos magistrados.
El problema es Cristina Kirchner, dueña y señora de las políticas fundamentales del Gobierno. La Corte declaró en diciembre inconstitucional la actual integración del Consejo de la Magistratura, que fue un diseño personal de la entonces senadora Kirchner para darle a la corporación política más influencia en ese organismo que la que le corresponde, según la letra y el espíritu de la Constitución. Cuando Cristina se mete con la Consejo tiene un problema: dos jueces de la Corte (Rosatti y Juan Carlos Maqueda) fueron constituyentes en la Asamblea que en 1994 modificó la Constitución y creó el Consejo. Saben con precisión qué querían los constituyentes, qué escribieron y qué sentido tiene esa creación. La Corte lo intimó al Congreso a sancionar una nueva ley sobre el Consejo antes del 15 de abril. Si no existiera esa nueva ley, como es previsible, regirá una vieja ley, que tenía una integración más “equilibrada”, como ordena la Constitución. Sucedería algo peor: Rosatti, en su condición de titular de la Corte, asumirá la presidencia del Consejo. La peor pesadilla es mejor que esa posibilidad para la vicepresidenta.
Además, la Corte “tiene problemas de funcionamiento” porque no resuelve los apelaciones de Cristina Kirchner en las causas en trámite, varias por supuestos delitos de corrupción. Es probable que en el primer semestre del año el máximo tribunal despache algunos reclamos de la expresidenta. La jurisprudencia de la Corte es clara: ella solo decide en causas en las que hay sentencia definitiva. Ninguna de las apelaciones de Cristina refiere a causas terminadas, sino en trámite. ¿Presión anticipada a la Corte porque supone lo que decidirá? Puede ser. “El 1º de marzo veremos a los cuatro jueces de la Corte en la inauguración de la sesiones ordinarias del Congreso. Deberán escuchar un severo reto público del Presidente”, dice un funcionario que frecuenta a Alberto Fernández. ¿Y el principio de la división de poderes? “Esa es una superstición de los burgueses”, responden los que escuchan a Cristina Kirchner. Ese el principio básico de una república. El nuevo kirchnerismo es peor que el viejo cuando se trata de atropellar las bases republicanas.
Nicaragua y el apoyo a una dictadura
Ese desdén por las formas democráticas (la democracia tiene reglas y tiene formas) es lo que llevó al embajador argentino en Nicaragua, Daniel Capitanich, hermano del gobernador del Chaco, fanático de sucesivas causas, a cometer pecados y delitos durante la reasunción del tirano Ortega. Cometió un delito como funcionario público porque no pidió la detención inmediata de un prófugo de la justicia argentina, como lo es el iraní Rezai. Todo funcionario tiene el deber de hacerlo. Y pecó de insensibilidad moral (y de irresponsabilidad en su trabajo) cuando no se preocupó ni siquiera de preguntar quiénes estarían en las fiestas de Ortega antes de asistir en representación del gobierno argentino. En la conciencia de Rezai pesa la muerte de muchos argentinos. Tarde y mal, la cancillería de Alberto Fernández repudió la asistencia de Rezai. Pareció enterarse de lo que sucedió en Managua por la repercusión que tuvo aquí el zafarrancho del embajador Capitanich.
El conflicto fundamental de la Argentina no es ahora el “funcionamiento” de la Corte Suprema ni la relación con los déspotas que circulan por el mundo. El propio Presidente acaba de aceptar públicamente que las negociaciones con el Fondo Monetario no van bien. ¿Significa que no habrá acuerdo? ¿Anticipa un default con ese organismo internacional? Ni Cristina Kirchner ni Alberto Fernández desconocen que el abismo de un default es demasiado profundo. Están discutiendo por el nivel del déficit fiscal en 2027, según el ministro Martín Guzmán, y el propio jefe del Estado. ¿Es cierto o son solo parrafadas populistas? Mucho más perentorias son las cuestiones monetarias: la emisión, la brecha entre los distintos precios del dólar, el propio cepo al dólar y el tamaño monumental de las deudas por las Leliq. Aunque una cosa está vinculada con la otra, lo cierto es que más fácil acordar sobre el déficit de los próximos años que sobre las cuestiones monetarias de los próximos meses. Pero un acuerdo tendrá siempre algunos párrafos “impopulares”, esperables en un país que es un deudor empedernido y que sigue gastando más de lo que tiene. Se necesitan nuevas épicas para enfrentar esa tempestad.
El Gobierno no tiene plan económico. O, como dice el economista Enrique Szewach, tiene un plan con más adjetivos que verbos. Y el FMI pide verbos, no adjetivos: qué cosas hará para bajar la inflación y acumular reservas. Alberto Fernández aseguró que él no hará un ajuste. Ya lo hizo. Según el mismo Szewach, si se comparan los primeros diez meses de 2021 con igual período de 2019, el gasto en jubilaciones cayó en 240.000 millones de pesos en moneda constante. Sin que cayera una sola piedra en el Congreso, agrega el economista socarronamente.
El milagro económico argentino es una ficción en la que solo cree Joseph Stiglitz. ¿Milagro económico en un país con una inflación anual de más del 50 por ciento, con una pobreza de más del 40 por ciento y con una actividad económica que, a pesar del crecimiento de 2021, se parece solo a la de 2019, durante el “infierno macrista”, según la insistencia kirchnerista? Si fuera cierto ese relato, el país salió del infierno y ahora se ufana por haber regresado al infierno. La sociedad argentina es más seria que el Premio Nobel que habla de lo que no conoce. Una enorme mayoría de la sociedad local está muy mal con la situación de la economía y no ve un futuro cierto, según todas las encuestas de opinión pública. A todo esto, Stiglitz es como una rockstar de la economía internacional, pero sin ningún predicamento en el Fondo Monetario ni en el decisivo Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Es solo un santón desinformado entre políticos de la periferia.
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