No hay democracia sin buenos modales

No hay democracia sin buenos modales

Por: Jorge Fontevecchia. Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, escribió sobre la relación entre democracia y buenos modales. Explicó que muchos ciudadanos “no comprenden fácilmente la utilidad de las formas y sienten un desdén instintivo por ellas. 

Como de ordinario no aspiran más que a goces fáciles y presentes, se lanzan impetuosamente hacia el objeto de cada uno de sus deseos. Las menores demoras les desesperan. Este temperamento, que trasladan a la vida política, les dispone contra las formas, que les retrasan cada día en algunos de sus proyectos”. Y paradójicamente, “ese inconveniente que encuentran en las formas es, sin embargo, lo que hace a estas últimas tan útiles a la libertad, al ser su principal mérito el de servir de barrera entre el fuerte y el débil, el gobernante y el gobernado, de retardar al uno y dar al otro tiempo para conocerse. Así, los pueblos democráticos tienen naturalmente más necesidad de formas que los otros pueblos”.

La importancia de los buenos modales en la polis ya antes de la democracia moderna aparece en prolífica obra de Cornelius Castoriadis al explicar la importancia que tuvieron la cortesía y los buenos modales en la socialización de las personas durante el Medioevo, cuando fue necesario que pasaran de la ruralidad a la urbanidad, con la construcción de ciudades, intensificando la división del trabajo y la especialización (profesiones), con las cuales la economía venía pegando saltos de productividad similares a la revolución industrial.

Los habitantes rurales, al estar solos con su familia, con quienes se autoabastecían, y sin contacto con otras personas, no tenían ninguna necesidad de adecuar su comportamiento reprimiendo lo que pudiera resultar desagradable a terceros. Sin contacto con las costumbres, las creencias y los hábitos de los demás, su visión del mundo era monológica mientras que para sobrevivir en las ciudades precisaban que fuera dialógica.

En el paso de la ruralidad a la urbanidad las instituciones de disciplinamiento social, la Iglesia, la escuela y otras, enseñaban a los individuos buenos modales y normas de cortesía sin las cuales resultaba imposible convivir en multitud y a los citadinos con ellos.

La pérdida de buenos modales y cortesía en el discurso político de Trump o Milei representa mucho más que un estilo personal de comunicación o una forma de marketing político, es un síntoma claro de regresión a una visión del mundo monológica que considera innecesaria cualquier forma de dialéctica porque al otro hay que dominarlo.

Se escucha habitualmente en Argentina que se está de acuerdo con parte de las ideas de Milei en materia económica pero no con las formas con que se expresa. Pero el insulto y la falta de cortesía no son un problema de índole estética o de falta de elegancia de este tipo de gobernantes, sino un problema ideológico, de una ideología que no desea entrar en diálogo con el que piensa diferente. Constitutivo de la personalidad de líderes anticonsensualistas, que solo pueden gobernar aniquilando las fuerzas del distinto y a la democracia, que precisa también alternancia.

Para los libertarios, las buenas maneras son una superestructura opresiva de la que se vale la corrección política. Lo políticamente correcto sería una hipocresía cuando, en realidad, la falta de cortesía indica una renuncia a la paz civil y el deseo de una interacción social beligerante que erosiona el contrato social.

“Nos afinamos los unos a los otros, limamos nuestros ángulos y lados ásperos, mediante una suerte de colisión amigable. Restringirla es inevitablemente como oxidar la inteligencia humana. Es destruir la civilidad”, escribió Anthony Ashley Cooper.

Es que la cortesía ha sido vista desde siempre como “la gramática y la retórica de la vida cotidiana”, un mapa y un manual para descifrar la sociedad y poder introducirse en ella. En el siglo XVI, Erasmo ya había identificado a la cortesía con el decoro exterior que “procede de un alma bien compuesta”. Y en el siglo siguiente, Baltasar Gracián, en La realidad y el modo, escribió: “No solo ha de ser aliñado el entender, también el querer, y más el conversar” y agregó: “No basta la substancia, requiérese también la circunstancia”.

En todos los casos se realiza un paralelismo entre el lenguaje y la conducta, aceptando que “el lenguaje y el pensamiento son dos realidades inseparables” porque tanto los modales como el lenguaje son “las dos manifestaciones privilegiadas de la participación social”. Otro contemporáneo de Erasmo y Gracián, Baltasar Castiglione, escribió: “Como no puede ser círculo sin centro, así tampoco puede ser cortesía sin bondad”.

En un ensayo titulado La cortesía como forma de participación social, Javier Laspalas sostiene: “Muchas normas de cortesía son convencionales y no tienen un fundamento ético, aunque con frecuencia respetarlas pueda llegar a ser un deber moral. Lo que no parece tan claro es que las buenas maneras no guarden ninguna relación con los valores morales”.

Está claro que los buenos modales cambian con el tiempo porque la vigencia de esos códigos sociales de conducta y relacionamiento depende del consenso, pero al no respetar ese consenso se transgrede la norma porque la cortesía es también un instrumento al servicio del orden social y político. Se podrían comparar las normas de tránsito, que sirven para evitar las colisiones entre autos y peatones, con las normas de buenos modales, que previenen las fricciones entre las personas.

Finalmente, aceptando que es mejor vivir juntos que solos, los códigos de conducta funcionan como signos de identidad, mientras que desobedecer las normas de cortesía y buenos modales denota una ideología anticonsensualista, un desprecio por el otro, una forma de liderazgo divisionista y, finalmente, un espíritu claramente antidemocrático.

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