Impulsada por la desesperación, la vicepresidenta encabezó una maniobra con derivaciones desopilantes
Abogada exitosa, arquitecta egipcia, empresaria hotelera. A esas identidades Cristina Kirchner podría añadir, desde anteanoche, una menos conocida: experta en saltos ornamentales. Su posición frente al fallo en el que la Corte Suprema de Justicia declaró la inconstitucionalidad de la composición del Consejo de la Magistratura tuvo un giro que, si no fuera por la gravedad de la materia, sería cómico. Hasta última hora del martes, el kirchnerismo despotricaba contra esa sentencia de la Corte, interpretada como un golpe de Estado. El argumento principal fue que, al reponer la ley anterior a la que se estaba invalidando, los jueces avasallaron facultades del Poder Ejecutivo. Envuelto en esa bandera, el diputado Marcelo Casaretto se presentó ante el juez federal de Paraná, Daniel Alonso, reclamando una medida cautelar. Alonso obedeció y, en un santiamén, ordenó al Congreso no cumplir con las disposiciones de la Corte.
Todo lo anterior será presentado, en adelante, como un malentendido. A última hora del martes, la señora de Kirchner decidió acatar lo resuelto por la Corte. Descubrió que, con una sencilla maniobra, podía quedarse con una banca del Consejo de la Magistratura que correspondía a la oposición. La ley 24.937, que recuperó su vigencia por aquel fallo, establece que cada Cámara debe estar representada por dos legisladores por el bloque mayoritario, uno por la primera minoría y otro por la segunda minoría. Por lo tanto, habría que designar un nuevo senador como consejero. Correspondía hacerlo antes del viernes pasado, que fue el plazo fijado por los jueces. Frente Pro, que es el bloque que constituye la segunda minoría, propuso al cordobés Luis Juez.
Pero la vicepresidenta descubrió que, con un ardid, podía arrebatar ese lugar a sus rivales. Dispuso la división del bloque mayoritario, de tal manera que una fracción se constituyera en segunda minoría de la Cámara. Una vez que detectó esa posibilidad, la sentencia judicial dejó de ser incorrecta. El presidente de la Corte, Horacio Rosatti, pasó a ser reconocido como presidente del Consejo. Los golpistas pasaron a ser el diputado Casaretto y, sobre todo, el juez Alonso, a quien la Corte ya había acusado de levantarse contra la Constitución y las leyes.
Sergio Massa pudo quedar salpicado con la asonada. En el kirchnerismo alegan que fue él, a través de su amigo el diputado provincial santafesino Oscar “Cachi” Martínez, quien consiguió la insólita cautelar de Alonso. Ayer Massa quiso quedar a salvo del escándalo. Para diferenciarse de la vicepresidenta y tender algún puente con la Corte, designó como consejera a la diputada santacruceña Roxana Reyes, propuesta por la UCR. El presidente del bloque oficialista, Germán Martínez, se lo reprochó. Reyes es una dirigente asociada en su momento con Eduardo Costa, de excelente relación con Mario Negri. A propósito del presidente de la Cámara de Diputados: hace tres semanas dejó trascender que, si no hay una reconciliación entre el Presidente y su vice, el Frente Renovador dejaría el oficialismo el próximo sábado. Todo puede haber cambiado: tres semanas es una eternidad para el calendario de Massa. Hay un detalle que despierta intriga en el kirchnerismo: ¿por qué un fiscal tan allegado a él como Guillermo Marijuan sigue ensañado con Cristina Kirchner en la investigación de la denominada “Ruta del Dinero K”?
En la premura por quedarse con una posición que no le corresponde, la señora de Kirchner cometió un error con derivaciones desopilantes. El bloque creado como segunda minoría “ad hoc” incluye a Mariano Recalde. Pero, como señaló el constitucionalista Martín Oyhanarte en este diario, Recalde es en la actualidad consejero por la mayoría. Cuando designaran a su colega, que terminó siendo el rionegrino Martín Doñate, habría dos consejeros por la segunda minoría. Cristina Kirchner ordenó a Recalde, entonces, que cambie de bancada. Lo intercambió por Eugenia Catalfamo que había quedado en la bancada mayoritaria. Como puede advertirse, la estrategia kirchnerista para influir sobre los jueces se va pareciendo cada vez menos a un vistoso salto ornamental y comienza a evocar uno de esos enredos en que los Tres Chiflados quedaban atrapados. Suele ocurrir con las iniciativas impulsadas por la desesperación.
Que para corregir el error, Recalde, de La Cámpora, termine fuera del grupo de Unidad Ciudadana, termina siendo algo forzado. Esa bancada puede servir para emprendimientos más audaces. Es lo que preocupa a Alberto Fernández: aunque sea por un pretexto táctico, el oficialismo ya se rompió.
La vuelta carnero de Cristina Kirchner era celebrada ayer por sus allegados como una gran demostración de picardía. Un gesto que obliga a dudar de la dramática solemnidad con que ella suele envolver su retórica institucional. El tiempo dirá si se trata de una argucia conveniente en un momento en que una parte significativa de la sociedad, atribulada porque sus líderes no saben poner fin a las mortificaciones de la inflación y el estancamiento, se ausenta de las urnas o potencia candidatos, de izquierda o de derecha, que impugnan el sistema. En todos los sondeos de opinión asombra la cantidad de consultados que confiesan no sentirse representados por ninguna opción política. La trampa parlamentaria del kirchnerismo parece diseñada a la medida de ese desencanto. Lo expresó con claridad ayer Gabriel Mariotto, quien milita en la disidencia radical de Soberanxs: “El Consejo de la Magistratura es un órgano que diseñó la espuria reforma constitucional del Pacto de Olivos. También enchastraron el Senado. O se cambia la Constitución o será imposible salir de esta degradación”.
La oposición va a llevar a tribunales el problema de la integración del Consejo de la Justicia. Jimena de la Torre, militante del Pro y consejera por los abogados, expuso el razonamiento de esa presentación apenas se conoció la fractura organizada por la vicepresidenta: la representación debe decidirse de acuerdo con los bloques existentes hasta el viernes pasado, que fue el plazo definido por la Corte para cubrir las vacantes. Lo más probable es que la silla del nuevo senador quede vacía por bastante tiempo.
Si se mira esta polémica en perspectiva, se vuelve más deprimente. En su momento, Juntos por el Cambio se sirvió de una maniobra similar. Como la ley vigente, que es la que en diciembre se declaró inconstitucional, le daba una representación especial a “la mayoría” y no al “bloque mayoritario”, Emilio Monzó y Nicolás Massot consiguieron la adhesión de otras bancadas para, armando esa mayoría ocasional, designar en el Consejo al diputado Pablo Tonelli. El kirchnerismo y los diputados del Frente Renovador pusieron el grito en el cielo. Pero al poco tiempo utilizaron la misma estratagema para convertir a Eduardo de Pedro y a Graciela Camaño en consejeros.
La repetición de estas pillerías revela un vicio compartido por la mayor parte de la clase política: la pulsión irrefrenable por controlar a la Justicia. En el caso de Cristina Kirchner, esa pretensión se sostiene en una concepción antiliberal expresa: las disposiciones de quienes son depositarios del voto popular no deben ser sometidas a la supervisión de la Justicia ni a la crítica de la prensa. La división de poderes es un dispositivo conservador, que pretende distorsionar la voluntad popular. Sería injusto interpretar que esa vocación de la vicepresidenta por dominar los tribunales apareció después de que se multiplicaran las causas penales en su contra. Apenas Néstor Kirchner llegó a la Presidencia, ella se puso al frente del juicio político a la Corte. En 2006 lideró la reforma del Consejo de la Magistratura, con un formato que la Justicia acaba de anular. Disconforme con su propia criatura, en 2013 propuso otra modificación, que pretendía atar la designación de Consejeros a las elecciones generales. La iniciativa, denominada “democratización de la Justicia”, fue también anulada por la Corte. Más allá de los accidentes de esta peripecia, se advierte una coherencia desde el punto de partida: se trata de suprimir la independencia de los magistrados. Todos deben ser el juez Alonso.
Alberto Fernández quedó arrastrado por la jugada de su vicepresidenta. Sobre todo desde que su jefe de Gabinete, Juan Manzur, afirmó que el Senado hizo lo correcto. El razonamiento de Manzur no pudo ser más sincero. Dijo que hubo que dividir los bloques porque el fallo de la Corte invadía atribuciones del Poder Legislativo. Quiere decir que, para él, una vez que el oficialismo consiguió un representante más en el Consejo, la invasión se terminó. Imposible sorprenderse con la desprolijidad institucional de Manzur. Apenas lo designaron ministro de Salud en Tucumán, adulteró las estadísticas de mortalidad infantil. Un tiempo después llegó a la gobernación, en medio del humo de urnas incendiadas.
Tampoco debería llamar la atención la connivencia del Presidente con la señora de Kirchner. Lo que ella pergeñó es un pecado ínfimo comparado con las atrocidades que Fernández convalida en Venezuela. Cuando dijo que allí las cosas habían mejorado levantó una ola de críticas de alcance internacional. Tamara Taraciuk, responsable de Human Rights Watch para América Latina, le recordó que, según expertos de la ONU, la justicia venezolana no sólo no investiga las violaciones a los derechos humanos, sino que es cómplice de ellas. También le informó que las cárceles de Nicolás Maduro alojan a 240 presos políticos. Y que en la Corte Penal Internacional se abrió un caso por graves atropellos contra garantías elementales por parte del régimen. Amnistía Internacional también emitió un comunicado, recriminando las expresiones de Fernández como “un grave diagnóstico” y pidiéndole que, como presidente de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), lidere una salida para esa dolorosa situación. Tal vez sea pedirle demasiado. Se trata del dirigente político que, también como líder de esa Comunidad, se ofreció como portero de Vladimir Putin en América Latina.
Con esas condenas en la espalda, que siguen entorpeciendo mucho su relación con los Estados Unidos, el Presidente espera participar en junio de la Cumbre de las Américas, que se celebrará en Los Ángeles. Es la oportunidad para conseguir la ansiada entrevista bilateral con Joe Biden, que le prometió el embajador Jorge Argüello. Los demócratas están en campaña, buscando el voto hispano. Por eso tal vez les sirva exhibir a Fernández también en su calidad de titular de la Celac. Aun cuando tres países de esa liga, Venezuela, Cuba y Nicaragua, no fueron invitados a la asamblea porque sus gobiernos son considerados dictaduras. Los tres fueron decisivos para que Fernández obtuviera la presidencia de la confederación, que sólo puede alcanzarse por consenso. Él debería asegurarse que al cabo de la reunión no habrá una declaración de condena al chavismo, al castrismo y al sandinismo. Sería un momento embarazoso.
Si tolera a esas tiranías populistas, es comprensible que Fernández no censure las maquinaciones de su vicepresidenta en el Senado. La compulsión del kirchnerismo por someter a la justicia, aun cuando tenga resultados muy mediocres, revela que aquella condescendencia se inspira en una afinidad.
Las artimañas judiciales y parlamentarias del oficialismo para evitar que el Consejo de la Magistratura, con su influencia sobre los tribunales, se le escapen de las manos, pueden tener derivaciones en otros escenarios. Uno es el electoral. Las víctimas principales de la jugada montada en el Senado son Juan Schiaretti y Martín Llaryora. El gobernador de Córdoba y su delfín para dentro de dos años deben maldecir la proyección que le puede dar a Juez que lo conviertan en víctima de una manipulación. Juez es el candidato más competitivo para ganar esa provincia. Schiaretti y Llaryora tal vez recuerden los innumerables beneficios que obtuvo otro coterráneo, Fernando de la Rúa, a partir de que, en 1989, el PJ decidió quitarle una banca porteña en el Senado, en una componenda con la Ucedé de los Alsogaray.
La embestida de la vicepresidenta contra la Corte tiene otra dimensión riesgosa que ella, quizás, celebre: el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. No hay que descartar que ese entendimiento, y el programa económico que se le subordina, lleguen a la Corte por más de una vía. La más inmediata es la de las impugnaciones a medidas del Gobierno. Por ejemplo, aumentos de tarifas. Durante la gestión de Mauricio Macri, la Corte limitó esos ajustes. El voto más preciso fue el de Rosatti, quien sugirió que el precio de los servicios públicos no podía subir más que la capacidad adquisitiva del salario. Hoy muchas voces kirchneristas reprochan a Fernández la caída en los ingresos. No debería sorprender que esa preocupación motive presentaciones judiciales. El máximo tribunal también podría recibir expedientes con reclamos de información sobre lo que negoció Martín Guzmán en Washington. Si ir más lejos, ya existe uno por el acuerdo de 2018: el caso “Codiani”. Igual que ya está a consideración de la Corte una causa para que se declare la nulidad de aquel entendimiento del macrismo, que podría ser el antecedente para una presentación similar para lo que acordó el actual gobierno.
El paisaje general que presenta esta crisis alrededor del Consejo de la Magistratura tiene peculiaridades conocidas. La más notoria es una inquietante mala praxis jurídica. El kirchnerismo, en ese plano, sale carísimo. Es posible que vuelva a demostrarse en poco tiempo, cuando la jueza del distrito sur de Nueva York, Loretta Preska, falle en el caso del fondo Burford contra el Estado e YPF. Burford compró un reclamo originario de los Eskenazi, de quienes se sospecha que quedaron asociados en esa aventura judicial y financiera. Pretende cobrar 14.000 millones de dólares. La causa dio lugar a un procedimiento de “Discovery”, que supone la exhibición de toda la documentación ligada al conflicto. Así se conocieron unos correos electrónicos del entonces secretario de Energía de Cristina Kirchner, Daniel Cameron, dirigidos al exsubsecretario de Coordinación del Ministerio de Planificación Roberto Baratta. En esos mensajes, Cameron explicó a Baratta que para adquirir la mayoría de YPF el camino más correcto sería respetar los estatutos de la empresa y realizar una oferta pública. Pero sería el camino más caro: supondría pagar 14.500 millones de dólares. Por eso, el consejo del secretario fue avanzar hacia una expropiación, a sabiendas de que se expondrían a reclamos judiciales. Burford, siguiendo a los Eskenazi, pretende una indemnización por ese apartamiento de los estatutos de YPF. El peligrosísimo error de ignorarlos, y ni siquiera justificar esa decisión en los considerando de la expropiación, correspondió, en última instancia, a Carlos Zannini, por entonces secretario de Legal y Técnica de Cristina Kirchner. Hoy Zannini es el procurador del Tesoro, es decir, el encargado de defender a la República de su propio desaguisado. Se trata de un amigo de los Eskenazi, sus indirectos beneficiarios, quienes acaban de comprar por más de 130 millones de dólares el edificio República, de Bouchard y Tucumán. Zannini es el cerebro jurídico de la misma persona que todavía no sabe salir de la trampa en que ella misma se metió en su pelea con la Corte por el control de la Justicia.
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