Cristina Kirchner construye el Frente para la Derrota

Cristina Kirchner construye el Frente para la Derrota

Actúa sin coordinar con el Gobierno y acelera un proyecto electoral para despegarse de Fernández, al que da por perdido; la “rebeldía en puntas de pie” del Presidente y la amenaza inflacionaria

 

Por Martín Rodríguez Yebra

Alberto Fernández no habla con Cristina Kirchner, pero lo que ella piensa de él le llega como un martilleo diario por boca de chismosos de la política. La vicepresidenta no se inhibe cuando evalúa en charlas privadas la gestión del gobierno que ella inventó. Pronostica catástrofes como si quisiera que ocurrieran. Y habla de la alianza con el Presidente como un error del pasado, que no repetirá.

Pocas cosas mortifican más a Fernández que el certificado de caducidad que le pone su mentora. Tampoco él cuida las palabras para referirse a ella y hasta se permite explotar en público, como cuando este miércoles dijo en un salón del conurbano: “¡Un carajo estamos perdidos en 2023!”.

Esa expresión delante del cacique Mario Ishii –uno de los que lo empuja a plantarse ante la rebelión kirchnerista- fue el reflejo del estupor que le causó la jugada de Cristina Kirchner de dividir el bloque oficialista del Senado para apropiarse de un sillón en el Consejo de la Magistratura. No tanto por la higiene institucional de la medida, sino por lo que esconde el gesto de agrupar a los kirchneristas fieles bajo la marca Unidad Ciudadana.

Hace tiempo que en la Casa Rosada sospechaban que Cristina iba a formalizar su oposición a la política económica del Gobierno (atada al FMI). La guerra contra la Corte Suprema le dio una excusa para empezar a ordenar la tropa para la disputa interna del año que viene. Lo dijo el propio Oscar Parrilli, fiel vocero de la vicepresidenta: “Refleja una realidad política; tenemos diferencias y no las escondemos”.

Unidad Ciudadana no es cualquier nombre. Fue el vehículo que Cristina creó en 2017 para reunir a La Cámpora y las demás expresiones del ultrakirchnerismo en la lucha por demostrar que era la fuerza dominante en el justicialismo. Fernández comandaba entonces la campaña de uno de los derrotados, Florencio Randazzo. Aunque perdió con el macrismo, la actual vicepresidenta considera que aquellas elecciones fueron una gesta porque la ubicó como la gran electora de la oposición y le abrió la puerta para digitar el regreso al poder, con todos los peronistas rendidos a sus pies.

Cristina mira el futuro con el espejo retrovisor. Ella suele decir que vivió como un calvario la primera mitad del mandato de Mauricio Macri. No tenía fueros y estaba bajo amenaza de ser traicionada por antiguos subordinados con territorios que mantener. “No podemos repetir el error de no prepararnos para la derrota”, dijo en estos días, según una fuente que la trata cotidianamente.

El fracaso económico de Fernández, que ella juzga irreversible, la empuja a separarse de forma ostensible y a construir sin dilación una alternativa electoral. Protege como un tesoro la identidad del kirchnerismo, ligada con políticas distributivas que hoy parecen vedadas. “Unidad Ciudadana va a ser una opción en 2023. Puede ser dentro del Frente de Todos o directamente por fuera”, anticipa un legislador que quedó del lado cristinista del oficialismo.

No necesariamente espera retener el poder. El objetivo de máxima es ganar la provincia de Buenos Aires. El de mínima, dominar la interna peronista para refugiarse en la oposición desde un lugar preponderante. Su éxito impediría la unión en su contra de ese “peronismo espectador” que cuida lo que tiene sin aspirar a más. Con 20 puntos y bloques cohesionados de legisladores y concejales se puede soñar con otro regreso triunfal en 2027.

La ofensiva judicial encaja en el cálculo que hace Cristina del porvenir. Montó un espectáculo escandaloso para maquillar la derrota que significa el regreso del presidente de la Corte a la conducción del Consejo de la Magistratura. Es alimento para el relato victimista de alguien que espera momentos amargos en las causas por corrupción que enfrenta. Falló en rearmar los tribunales a gusto; le queda el premio consuelo del lawfare. Su obsesión estos días es desligar a su hija Florencia definitivamente de la causa Hotesur/Los Sauces. Máximo y su madre seguirán bregando desde la política, con fueros como escudos.

Incómodos

Cristina actuó sin consultar a Fernández en una decisión de semejante magnitud institucional. El Presidente se enteró un rato antes, por terceros, y quedó perplejo. La línea discursiva del Gobierno fue errática. Un apoyo sin ímpetu al hecho consumado. Pero como si se tratara de un observador lejano. “Es un conflicto de poderes entre el Poder Legislativo y el Judicial”, sintetizó el viernes la portavoz Gabriela Cerrutti.

Fernández mantuvo toda la semana la palabra que le había dado a sus ministros leales: no hizo declaraciones públicas contra la Corte Suprema. “Nada le irrita más a Cristina que no se pronuncie sobre algo que a ella la desvela. Bueno, eso y que no se baje de la reelección”, explica un ministro albertista. Cuenta que el Presidente les bajó una orden, que no terminan de creerse: “Dejemos de hablar para Cristina y Máximo. Que ellos se hagan cargo de la agenda que defienden”.

Aún sin abrir la boca, no le quedó más remedio que meterse en la crisis que desató Cristina al designar en el Consejo de la Magistratura al camporista Martín Doñate como representante de la “segunda minoría” del Senado. A Sergio Massa -que debía decidir qué hacer con el representante de la Cámara de Diputados- lo recibió rodeado de sus asesores de confianza, sin ningún funcionario del área de Justicia, dominada desde el día cero por delegados de la vicepresidenta. Gobiernos paralelos.

En su despacho Fernández despotricó contra Rosatti y el fallo que reimpuso la composición de 20 miembros del órgano de control y selección de jueces. Pero también mostró su incomodidad por la posición en que lo dejaba Cristina, en medio de la crisis inflacionaria y ante una sociedad hastiada de las miserias de la política.

Lo que se resolvió fue una ensalada política en la que nadie perdiera demasiado. Massa nombró a la representante radical Roxana Reyes y se descartó partir el bloque de Diputados. Pero se hizo en el mismo expediente por medio de la cual Cristina designó a Doñate. Y, en paralelo, se habilitó al jefe de bloque del Frente de Todos, Germán Martínez, a accionar jurídicamente contra esa resolución. Los dos consejeros quedaron sujetos a impugnación. Si se cae uno, se cae el otro.

El Presidente quedó pegado al adefesio que armó Cristina. Pero advirtió que no acompañará el plan de ampliar la Corte Suprema ni los pedidos de juicio político contra Rosatti y Carlos Rosenkrantz que ya elabora un grupo de asesores bajo supervisión de Parrilli. ¿Lo cumplirá? En su entorno están habituados a los giros de 180 grados presentados como astucia de superviviente.

“En puntas de pie”

La estrategia egocéntrica de Cristina empuja a Fernández a esbozar alguna clase de liderazgo. Convencido de que pasó el tren de la reconciliación, ensaya una suerte de “rebeldía en puntas de pie” ante el destino aciago que le vaticinan los Kirchner.

Todavía no parece listo para “el gran gesto de autoridad” con el que fantasean los funcionarios que le responden lealmente. Eso sería la expulsión del gobierno de los funcionarios que se oponen al plan económico, como el secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, y el subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo. Los cambios y el relanzamiento que se anunciaban para después de Pascuas ahora se fechan para el 25 de Mayo. Los sueños del albertismo empiezan a parecer una profecía.

Por ahora se atreve a desafiar a los Kirchner con sutilezas que ofrece ante los suyos como actos de valentía. Por ejemplo, sentar a Martín Guzmán en el Salón Blanco de la Casa Rosada, con él al lado, para el anuncio de los bonos de refuerzo social y del proyecto de impuesto a la renta inesperada. Las medidas las iba a comunicar el ministro de Economía con sus pares Claudio Moroni y Juan Zabaleta. Pero el Presidente cambió el protocolo y transformó el evento en una ratificación pública de Guzmán, foco de la furia de Cristina y Máximo Kirchner.

“Quiso empoderarlo hacia adentro y hacia afuera antes de la reunión con el FMI para revisar las metas del acuerdo”, explica una fuente del entorno presidencial.

Como si lo asustara la magnitud del gesto, lo matizó horas antes con elogios al régimen venezolano de Nicolás Maduro. “Él es así. No va a romper todo. Si quieren que rompan ellos. La diferencia es que Alberto ya no actúa únicamente pensando en qué dirá Cristina”, traduce un dirigente peronista que lo quiere bien. Ella tampoco quiere dar el paso hacia la fractura definitiva. Teme quedar asociada con un virtual golpe institucional. Es un ajedrez rudimentario, en el que nadie gana.

Durante dos años Fernández postergó las grandes decisiones económicas para evitar que afloren las enormes diferencias ideológicas en la coalición peronista. Sacrificó su liderazgo en el altar del equilibrio. Cuando llegó al borde del abismo, pactó con el FMI y ocurrió lo que siempre temió: el kirchnerismo lo dejó solo, de la manera más cruenta.

Ahora pasa del equilibrio a la competencia interna por el corazón del peronismo. Lo desvela demostrar que el kirchnerismo no tiene razón cuando lo acusa de “ajustador”. Cuentan en su equipo que disfrutó las caras largas que vio entre los camporistas y cristinistas (como Axel Kicillof) invitados al anuncio del impuesto a la renta inesperada. Le atribuyen una frase: “¿Ahora qué van a decir? ¿Van a militar en contra también de esto en el Congreso?”

Hay un espíritu de rivalidad malsana entre los propios ministros de uno y otro bando. Los albertistas disfrutaban con el fracaso que le atribuyen a Wado de Pedro en su reciente visita a Roma: se reunió con el Papa pero no tuvo foto. Se frotaban las manos porque Santiago Cafiero tenía agendada una cita oficial, con imagen y todo, para el viernes. El Vaticano la suspendió por los problemas de las rodillas de Francisco. “Seguimos 1 a 0 abajo”, bromeó un soldado presidencial.

El problema de Fernández es que se arriesga a meterse en su propia trampa. El mayor gasto que implican las medidas fiscales anunciadas el lunes y el aumento de los subsidios energéticos mientras se demora el ajuste de tarifas pueden hacer fracasar las metas pactadas por Guzmán. Las paritarias arriba de 60% y con revisiones trimestrales agravan las señales de alerta inflacionaria, que tuvieron su influencia en la suba de los dólares paralelos, después de varias semanas de estabilidad y calma en el mercado cambiario.

Guzmán prometió en Washington que la inflación no se va a desbocar. Recogió inquietud sobre el cumplimiento de las metas (sobre todo la vinculada a acumulación de reservas), aunque por ahora -lógicamente- no admite que vayan a modificarse.

Lo que pasó esta semana, sin embargo, ahondó las dudas en Estados Unidos sobre la viabilidad del programa. Quedó muy en evidencia la división interna que debilita al Gobierno y se redujo el margen para construir una agenda que ordene la economía junto a los opositores que avalaron el nuevo préstamo del FMI.

Fernández insiste en que la recuperación se va a sentir y la inflación irá cediendo pronto, sin alcanzar el fogonazo que imaginan sus enemigos internos y buena parte de la oposición. Le esperan meses desafiantes, en los que se juega su destino. La obsesión es evitar una espiralización de los precios que licúe definitivamente su poder y agigante la conflictividad social. “Si no logramos domar la inflación en dos o tres meses la cosa se va a poner fea de verdad. La presión de Cristina no es neutra. Un gobierno fuerte tendría otras armas”, explica un allegado presidencial.

Una frase se popularizó en la Casa Rosada estos días: “Hay que llegar al Mundial”. Después, que Lionel Messi se lleve la presión hasta la Navidad. Y a partir de ahí, 2023 espera para definir otra vez quién manda en el peronismo.

 

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