Por Carlos Pagni
La fórmula que inventó en 2019 tenía un error, que su hijo le recuerda cada día: Fernández no debería haber sido presidente
Alberto Fernández debió soportar una catarata de burlas cuando prometió comenzar la guerra contra la inflación a partir del viernes. ¿Por qué no antes? En el contexto actual, ¿conviene agregar guerras? Trivialidades. Al fijar la fecha, hablaba su inconsciente. Hasta el viernes la única batalla importante es la que libra contra Cristina Kirchner, en el Senado, para conseguir la aprobación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. El Presidente y sus principales colaboradores están comprometidos en colonizar la bancada oficialista, que hasta ahora profesaba una obediencia monolítica a la vicepresidenta. Anoche se ufanaban de haber alineado a 24 senadores. A la señora de Kirchner la seguirían sólo 11. Entre esos 11 no estaría José Mayans, el presidente de bloque. Aclaran desde Formosa: “No es que Gildo (Insfrán) le haya dado la orden. José tiene ideas propias”. Demasiadas novedades.
Después del combate del Senado llegará el de la inflación. Es una forma caprichosa de periodizar la beligerancia oficialista. En rigor, se trata de un solo conflicto. Porque el eje que separa a Alberto Fernández de Cristina Kirchner pasa por el comportamiento de los precios. Ambos tienen pronósticos distintos sobre la capacidad del Gobierno para reducir la inflación. Es decir, difieren respecto de la posibilidad de que en los próximos 16 meses haya una mejora sensible del poder adquisitivo del salario. Es una divergencia acerca del resultado electoral. El Presidente considera que el programa pactado con el Fondo podría estabilizar la economía. Por eso se postula para la reelección. La vicepresidenta, en cambio, cree que esa empresa está perdida. Que, al cabo de una cadena de ajustes infructuosos, el Frente de Todos está condenado, en 2023, a pasar a la oposición. ¿Para qué, entonces, acompañar ese calvario? Mejor diferenciarse desde ahora. La inflación es la clave de la interna oficialista.
En esta perspectiva adquiere todo su dramatismo que el índice de precios haya llegado a 4,7%. Y más todavía que el de alimentos y bebidas esté en 7,5%. Son cifras que desmoronan toda la aritmética pactada con el Fondo, porque suponen que las metas deben ser alcanzadas desde un punto de partida mucho más dificultoso. No es el único desafío. Dos economistas moderados, como Martín Rapetti y Diego Bossio, elaboraron en su consultora Equilibra un análisis demoledor del acuerdo que se está por aprobar en el Senado. Demuestran allí que, en medio de la tormenta que se desató desde Rusia, los propósitos de ese programa son inalcanzables. Por ejemplo: el aumento del precio de los combustibles afectará de tal manera a las reservas del Banco Central que obligará a una contracción del nivel de actividad por falta de insumos importados. Y, por supuesto, el objetivo de acumulación de reservas deberá ser corregido. El mismo encarecimiento de la energía obligará a aumentar los subsidios, de modo que la pretensión de reducir el déficit fiscal quedará pulverizada. En síntesis: Bossio y Rapetti suponen que el programa se diseñó para un entorno global que ya no existe. Habrá que ver cuánto se repone la escena anterior a la invasión a Ucrania si, como se insinuaba ayer, en las próximas horas se llega a un armisticio.
La guerra que lanzará pasado mañana el Presidente ha generado una gran expectativa. Por razones económicas, pero también políticas. El oficialismo está plagado de versiones sobre cambios de gabinete. La más insistente afirma que se incorporará Sergio Massa como ministro de Producción, arrinconando a Guzmán en una cartera de Finanzas, desde la que seguiría negociando con el Fondo. Es un sueño que Massa compartía con Máximo Kirchner antes de las elecciones. Suponía la salida de Santiago Cafiero como jefe de Gabinete. Quizá la fractura actual haya comenzado cuando se frustró ese desembarco. Con más detalle: quizá haya comenzado cuando Kirchner, reunido con Cafiero en la Casa Rosada, se enteró por televisión de que Alberto Fernández postulaba a Victoria Tolosa Paz para la provincia. La escalada siguió con la renuncia de funcionarios de La Cámpora, la carta de la vicepresidenta denunciando malos tratos, el hundimiento de la Ley de Presupuesto y la renuncia de Kirchner a la presidencia de bloque. Demasiados encontronazos para que la confianza sea restituida.
Habrá que ver si, en este segundo intento, Massa logra su objetivo. Aunque cueste creerlo, él se autopercibe como aquel Fernando Henrique Cardoso que se lanzó a la Presidencia después de normalizar la economía brasileña como ministro de Itamar Franco. Entre las infinitas características que lo distinguen de Cardoso, Massa deberá superar una muy pesada: Alberto Fernández lo detesta. Sea como fuere, hay que seguir estos movimientos. Primero, porque Massa sigue fantaseando con nacionalizar la alianza que mantiene en Jujuy con Gerardo Morales, bajo la forma de un “gobierno de unidad nacional”. Segundo, porque todavía conserva un margen para oficiar de puente entre Fernández y los Kirchner.
La señora de Kirchner está en una encerrona. Como su admirado Vladimir Putin, ingresó a un conflicto sin prever cuál sería la salida. Hasta la encrucijada del acuerdo con el Fondo ella había descubierto que la fórmula que inventó en 2019 tenía un error, que su hijo le recuerda cada día: Fernández no debería haber sido presidente. La necesidad de aprobar un programa de ajuste, el único que el Fondo aceptaría, la puso frente a su segundo desacierto: ella no debería haberse postulado como vicepresidenta. Esa posición le impide despegar del destino del Gobierno.
Una de las razones por la que está encadenada a esa suerte es que, con un Banco Central extenuado en sus reservas, ella carece de un plan alternativo. Los caminos que, desde el kirchnerismo más radicalizado, que se agrupa en Soberanxs, se proponen como opción, consisten en acciones de protesta internacional, ante La Haya o ante las Naciones Unidas. Pero nadie, ni siquiera Amado Boudou, define un programa económico. Esta es la razón del silencio de Cristina Kirchner.
La falta de una hoja de ruta distinta a la del acuerdo obliga a la vicepresidenta y a La Cámpora a darse un baño de cinismo. Ellos se oponen a un entendimiento con el Fondo apalancados en la certeza de que la oposición sí lo aprobaría. Hay que agradecer a Eduardo “Wado” de Pedro que haya dicho al diario El País que, si Juntos por el Cambio quitara el apoyo al oficialismo, sumergiría a la sociedad en un nuevo 2001. Habría que suponer que para el ministro del Interior también La Cámpora, en la que aún militaría, llevaría a otro 2001 con su rebeldía. Pero no: la lógica de De Pedro, como la de los Kirchner, es peculiar. La vicepresidenta, La Cámpora y los senadores que los siguen, pueden votar en contra con la tranquilidad de que no están provocando un colapso, gracias a que Juntos por el Cambio votará a favor.
No es la única impostura de esta disidencia asegurada contra todo riesgo. La vicepresidenta y sus feligreses se escandalizan frente a la ortodoxia de Alberto Fernández. Pero no se irritan ante las insistentes gestiones que hizo Massa para que el acuerdo sea exitoso. En el mapa imaginario de los Kirchner, Massa está a la izquierda de Fernández.
Cuando vio su despacho destrozado, Cristina Kirchner describió una paradoja. Los agresores, que serían militantes del Movimiento Teresa Rodríguez, no se dieron cuenta de que estaban apuntando contra alguien que, como ellos, repudiaba el contubernio con el Fondo. La vicepresidenta no entendió, o fingió no entender, lo que estaba sucediendo. Porque lo que ese ataque, que debe ser condenado sin relativizaciones, estaba intentando desmentir, es que hubiera alguna paradoja. Hay una izquierda radicalizada para la cual la disidencia de los Kirchner es ficticia. El favor que el Frente de Todos consigue de Juntos por el Cambio, montar el simulacro de ser gobierno y oposición al mismo tiempo, no pasa por el filtro de esa izquierda dura.
A la manifestación contra el Congreso le siguió un acampe en las principales ciudades del país. El que se realizó en la Capital Federal fue masivo y exhibió un gran poder de organización. Sobre la avenida 9 de Julio, entre Moreno y San Juan, hubo infinidad de carpas, logística para los alimentos, y centenares de reposeras, para asistir a una multitud que pedía mejoras en los planes y protestaba por el entendimiento con el Fondo. Los principales convocantes fueron las organizaciones del Frente de Izquierda, la fracción disidente de Barrios de Pie y otras agrupaciones antisistema, que incluyeron al Teresa Rodríguez.
Esta capacidad de movilización, en alguna medida, es estimulada por el Gobierno. A Emilio Pérsico, secretario de Economía Social que controla los planes Potenciar Trabajo, le atribuyen tercerizar la protesta a través de organizaciones trotskistas. “Es su método para que se valore el aporte a la paz social del Movimiento Evita, que él conduce”, razonan. Esa explicación contiene un dato: gracias a ese juego de Pérsico, las organizaciones antikirchneristas controlan alrededor de 250.000 prestaciones del “Potenciar”. En total existen más de 1.200.000, la mayor parte de los cuales son administradas por el Evita, con Pérsico de los dos lados del mostrador. Una ventaja que aprendió desde chiquito, en la heladería del abuelo.
Este avance de la izquierda opositora es clave para entender la disidencia más o menos convincente de Cristina y, sobre todo, de Máximo Kirchner. Ellos presumen que, en un clima de ajuste macroeconómico, esas organizaciones irán minando su base electoral y política. Es importante anotar esta preocupación: la dureza del trotskismo imprimirá una velocidad y una intensidad al distanciamiento de los Kirchner respecto del programa de gobierno.
La separación está produciendo lo que De Pedro expresó en Madrid como un lamento: el Poder Ejecutivo constituye un “randazzismo sin Randazzo”. Es decir, una formación similar a la que, con Fernández como jefe de campaña, enfrentó a Cristina Kirchner en las elecciones de 2017. Desde esa plataforma, el Presidente comienza a buscar la reelección. Lo asiste un círculo íntimo formado por Vilma Ibarra, Gabriela Cerruti, Juan Manuel Olmos, Victoria Tolosa Paz y Santiago Cafiero. El canciller está tan abocado a esa saga, que se distrae de algunos detalles de gestión. Por ejemplo, ayer dio una conferencia en Abu Dhabi delante de un cartel en el que se leía: “Argentine Tech. Edge Innovation to Improvice Capacities Worldwide”. Uno imagina que quisieron decir “Cutting Edge Innovation to Improve Capacities Worldwide”: “Innovación de vanguardia para mejorar las capacidades en todo el mundo”. Pero dijeron “para improvisar capacidades…”, lo que resulta más sincero. En realidad, lo habrían dicho si hubieran escrito “improvise” y no “improvice”. Ojalá consigan inversiones…
El conflicto interno altera las cotizaciones personales. En la Casa Rosada suponen un repliegue bonaerense de Cristina Kirchner. Por eso Fernández busca a alguien que le organice el conurbano. Pensó en Alejandro Granados, íntimo amigo de su exvocero Juan Pablo Biondi, pero todavía no lo consiguió. Ahora resultan estratégicos los roles de viejos randazzistas, como los ministros Juan Zabaleta y Gabriel Katopodis, y de estructuras como el Evita, al que la vicepresidenta acusa de estar detrás de la lapidación de su despacho. Tampoco aquí se queja de Massa, encargado aquel día de la seguridad del Congreso. Sube, además, el perfil de Luis D’Elía, defendiendo el acuerdo con el Fondo. En nombre de Néstor Kirchner. Como La Cámpora, pero para oponerse. El oficialismo ya parece una congregación de espiritistas en la que todos alegan escuchar la opinión del fundador desde el más allá.
Este panorama obligará a Máximo Kirchner a fortalecer su alianza con los intendentes. ¿Martín Insaurralde será candidato a gobernador? Kicillof podría secundar a la vicepresidenta en su carrera hacia el Senado. Designarlo como gobernador fue, para ella, el tercer error de la receta.
Se realinea la dirigencia, se realinean los medios. En el entorno de Fernández examinan a Víctor Santa María, dueño de Página 12, porque su diputada, Gisela Marziotta, votó contra el acuerdo. ¿Acaso no puede tener una opinión propia, como Mayans? La guerra se extiende a todos los terrenos. Por ejemplo, a River Plate. Allí atribuyen al dirigente Ignacio Saavedra, hombre de negocios y alter ego de De Pedro, haber asignado la publicidad del estadio a una empresa del boquense Santa María, conectado al club también por Juan Gallo, el exyerno de la espía macrista Silvia Majdalani. Era un negocio al que aspiraba otro Ignacio, Albistur, compañero de Saavedra en la comisión directiva y, en especial, hijo de “Pepe”, el mejor amigo del Presidente. Todo sea por De Pedro y una ambición que también confesó en Madrid, mientras elogiada a Massa: la de formar una burguesía nacional. ¿Qué mejor que empezar por los “millonarios”?
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