El candidato presidencial busca darle su propia impronta al armado de su eventual futuro gobierno, pero sigue vigente el interrogante sobre el rol de su compañera de fórmula
Lo aprendió en los tiempos lejanos de Néstor Kirchner. Alberto Fernández sabe que el peronismo no respeta a nadie que cargue el mote de "títere". Cualquier proyecto de poder real demanda la figura de un jefe. Y no hay jefe peronista que valga sin una corriente propia.
El arrasador resultado de las PASO aceleró la construcción inevitable del " albertismo". Seguro de su triunfo en octubre, y con la aparente anuencia de su madrina, Fernández bosqueja la maquinaria política que sostenga su gestión. Necesita, en la hipótesis de que será presidente en diciembre, una estructura que le responda de manera eficiente y que diluya, al menos a la hora de operar, las diferencias de criterio y expectativas que pueblan el Frente de Todos.
El albertismo está lejos de ser una constelación de nuevas estrellas. Más bien lo contrario, el candidato se rodea mayoritariamente de amigos personales con currículum abultado en la burocracia del Estado y de viejos batalladores del PJ.
Ahí se muestra en todos los viajes con Felipe Solá, que se prepara para un retorno a los primeros planos acaso como canciller; trata de recuperar para la función pública a Florencio Randazzo y a Gustavo Beliz, hace ilusionar a Daniel Scioli con una reivindicación. Le encargó al tucumano Juan Manzur que aglutine a los gobernadores del PJ. Y tiene en la mira a algún exintegrante de ese club, como Eduardo Fellner, para un puesto en el gabinete.
Sergio Massa sostiene cada vez menos la vocación de orbitar el gobierno desde un proyecto autónomo. Héctor Daer -veterano en el mundo de "los Gordos"- pesa fuerte en materia sindical. A su círculo de confianza previo al dedazo de Cristina -Santiago Cafiero, Miguel Cuberos, Nicolás Trotta, los economistas Matías Kulfas y Cecilia Todesca, entre otros-, entran con naturalidad cristinistas dilectos como Eduardo De Pedro y Juan Cabandié. Y le encarga misiones a la mesa de compañeros iniciáticos del PJ porteño, desde Víctor Santamaría hasta Jorge Argüello, Alberto Iribarne, Julio Vitobelo y Eduardo Valdés.
En el vértigo de una campaña enrarecida, con la amenaza latente de otra réplica del terremoto financiero, el albertismo es una criatura en estado embrionario a la que resta dotar de su contenido distintivo.
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Fernández se reivindica como un liberal progresista -dos palabras que el peronismo pocas veces digirió a la vez-. Quizás sea un guiño nostálgico a la primera época del kirchnerismo, cuando Kirchner, todavía amenazado por la sombra de Eduardo Duhalde, siguió el consejo de su entonces jefe de Gabinete de sumar figuras de la centroizquierda para ensanchar la base de respaldo del gobierno. La idea se fue diluyendo a medida que Kirchner conquistaba el aparato peronista, hasta derrotar a quien fue su promotor.
En aquellos años Fernández solía decir que para los peronistas entrar a su oficina era como sumergirse en el Jordán: salían purificados. Léase: aceptados por el nuevo poder. Pervive hoy algo de esa lógica. Las puertas del búnker de la calle México están abiertas para gobernadores, intendentes, diputados y figuras de todos los pelajes peronistas y aledaños. En su entorno coquetean con tentar a dirigentes desencantados de Cambiemos, como Emilio Monzó, Nicolás Massot o Daniel Lipovetsky.
El inconfesable sueño del albertismo guio la campaña previa a las PASO. Cristina lo encumbró para que la ayudara a romper el techo que le impedía soñar con el retorno al gobierno. Fernández sacó a relucir sus dotes de armador, pero con la convicción de que esta vez era para él. No quiso ser, como temían sus detractores, un simple gestor de la restauración kirchnerista.
Con el resultado puesto de las primarias, emergió uno de los logros de su misión. Consiguió quitarle al sector político que representa el cartelito del "pasado" y ponerle el de "futuro". Y sin necesidad de renovar las caras ni las propuestas. Al menos no radicalmente.
El salto de Massa y el vuelco de los gobernadores del PJ son frutos de ese fenómeno que Macri no supo ver: había una generación de dirigentes en posiciones relevantes en busca de un proyecto que les ofreciera un horizonte.
Qué hará Cristina
El candidato teje su entramado ante una aparente indiferencia de Cristina Kirchner, afectada por sus problemas personales y judiciales.
Por ahora ella cumple con la palabra que le dio a Fernández cuando lo ungió. Habla en campaña solo en los "sinceramentes" que encabeza con una frecuencia que nunca supera una vez por semana. No opina en público sobre qué debería hacer el próximo gobierno y se mantiene a distancia de las especulaciones por el loteo del poder.
Pero la primera gran incógnita que merodea el mundo peronista es hasta qué punto esta actitud prescindente es real y perdurable. ¿O será apenas la prudencia que requiere ganar un partido que, por definido que parezca, aún no se jugó?
Los primeros trazos del albertismo enseñan una reencarnación del peronismo con un sesgo progresista moderado, con una mirada económica que resalta valores no justamente prioritarios en los años en que mandaba Cristina (equilibrio fiscal, respeto de los contratos, cuidado de las reservas).
Es cierto que en este punto hay una bruma densa. El candidato ha ensalzado como modélicos proyectos de enorme disparidad, como Portugal y Bolivia, y consulta a técnicos de todo el espectro ideológico.
En el nuevo universo se acomodan exiliados del cristinismo, como Martín Redrado o el propio Massa, y se sienten cuerpos extraños laderos importantes de la expresidenta, como Carlos Zannini, viejo rival de Fernández en la lucha por la confianza del matrimonio Kirchner.
Axel Kicillof, muy probablemente el futuro gobernador de Buenos Aires, se mantiene a cuidada distancia. Ve cómo el albertismo resulta un experimento tentador para muchos de los intendentes del conurbano que lo resistían a él cuando estaba abierta la búsqueda de un candidato. ¿Será la provincia un refugio de la "pureza cristinista"?
Tampoco está claro aún si Fernández hará convivir ese albertismo naciente con la corriente principal del Frente de Todos. Por el momento se cuidó de darle lugar a La Cámpora: escucha a Máximo Kirchner y cuenta con De Pedro para una función relevante de armador.
La lógica peronista indica que el nuevo orden tarde o temprano necesita romper con el anterior. Un dirigente puede pasar por todos los "ismos" que nacen y mueren al correr de la historia (preguntar a Solá), pero no suele funcionar el equilibrio entre dos al mismo tiempo.
En la etapa que tanto marcó a Fernández, Kirchner se dedicó, apenas ganó la presidencia, a absorber dirigentes del duhaldismo, que se asimilaron de inmediato a la corriente presidencial. El trasvase continuó hasta que estalló el conflicto definitivo en las elecciones de 2005 y se cristalizó el auge del kirchnerismo como línea principal del peronismo.
La sucesión matrimonial enmascaró ese proceso en el siguiente turno. Igual ocurrió. Sobre todo tras la muerte de Néstor, el cristinismo se exhibió sin tapujos, despojado de algunos rasgos del kirchnerismo original, y expulsó dirigentes sistemáticamente.
Fernández fue uno de los caídos, después de la crisis con el campo. Muchos siguieron después. Aquellas fracturas terminaron por asfaltar el camino al poder de una oposición liderada por Mauricio Macri.
Alberto dice que no se va a pelear nunca más con Cristina. Pero en política no hay contratos firmados. El tiempo que viene -si se confirman los pronósticos- invita a mirar con mucha atención cómo digiere Cristina un proceso destinado a achicar progresivamente su poder e influencia.
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