Como en Bélgica, aquí también tenemos políticos cobardes, dispuestos a seguir la corriente.
Por: Alfredo Seprún.
Salvo los inyectables de insulina, no parece fácil, precisamente, administrar un narcótico por medio de un pinchazo furtivo. En las películas, sí, claro. Te pinchan en el cuello y te desvaneces, pero sólo ocurre en las películas. Con esto, no pretendemos negar la existencia de la sumisión química, que hijos de puta los ha habido siempre, pero sí alertar en contra del fenómeno de los pinchazos, que puede degenerar en un episodio de histeria colectiva como el que se produjo en Bélgica en 1999 a cuenta de unas supuestas coca colas envenenadas.
Recordarán, si no lo tienen en internet, que el asunto comenzó con siete alumnos de un colegio que comenzaron a sufrir síntomas de malestar general, incluso, con desmayos. La enfermera del centro, tras una investigación epidemiológica casera, llegó a la conclusión de que lo único que tenían en común los afectados es que habían consumido el popular refresco. La Prensa hizo su habitual y concienzudo trabajo y, pronto, los casos se extendieron por todo el país, cruzaron la frontera francesa y el gobierno belga, integrado por los habituales políticos cobardes, acabó por prohibir la distribución de la Coca Cola y de otros refrescos de la marca. Pasado el torbellino, los médicos advirtieron de los peligros de la histeria colectiva y los periodistas, buscando alivio a lo suyo, bucearon en la historia, remontándose hasta el fenómeno de los bailes colectivos, descontrolados, del siglo XIV. Bailes compulsivos que causaron miles de muertes por agotamiento.
Pues bien, el asunto de los pinchazos va in crescendo, y en cuanto pase de los medios de comunicación a la arena política se corre el riesgo de un desmadre importante, con el miedo de las mujeres como carburante de las calderas del histerismo. No les digo si, al final, interviene la ministra de Igualdad, Irene Montero, que no tiene nada que hacer y ya se sabe que cuando el diablo se aburre con el rabo mata moscas.
Pero, como señalábamos al principio, esto no significa que no haya casos de sumisión química, como también los hay de exceso de consumo de alcohol y otras sustancias, que dejan inermes a las jóvenes. Lo que a uno le enseñaron de pequeño es que, en esas circunstancias, el varón está obligado a proteger a las mujeres, acompañarlas e impedir que sufran daños, pero, al parecer, dos décadas de pornografía en libertad no son el vehículo educativo más eficaz. Un buen amigo, profesional de la Enfermería con cuatro décadas de servicio a sus espaldas, nos advertía de que habían atendido extraños casos de ancianos desorientados, probablemente, atacados con algún producto hipnótico, a quienes vaciaban las cuentas corrientes. También casos de chicas muy jóvenes, que perdían el contacto con la realidad y que, claramente, habían sufrido abusos sexuales que no recordaban. El problema es que esos medicamentos apenas dejan rastro, porque su huella desparece en pocas horas del torrente sanguíneo. Y, luego, por fin, están los gamberros sin gracia, que van con una aguja de coser y pinchan a las chicas. Si nos descuidamos, entre todos vamos a montar un circo de tres pistas. Porque, como en Bélgica, aquí también tenemos políticos cobardes, dispuestos a seguir la corriente o a encabezar la manifestación con tal de no meterse en líos.
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