En temporada alta de visitas del gobierno de Estados Unidos a la Argentina, Beijing pide definiciones. Massa viaja en junio a llevar una respuesta.
El conflicto entre Estados Unidos y China se acelera ante los ojos de un mundo que, además de testigo, se ha convertido nuevamente en el tablero de ajedrez donde las potencias mueven sus fichas. Después de algunas décadas de hegemonía yanqui indisputada, la amenaza oriental se ha materializado. La diplomacia y las armas están desplegadas. Las apuestas suben en cada rincón del planeta. Y Argentina quedó en el ojo del remolino. Oportunidad o maldición. La respuesta a esa pregunta también se puede definir en las urnas este año.
Beijing ocupa el centro del tablero con sucesivas maniobras que el adversario no puede contener. En Medio Oriente la mediación entre Arabia Saudita e Irán y el auspicio de un proceso de paz en Yemen, donde ambas potencias regionales dirimen sus diferencias en el marco de la principal catástrofe humanitaria de este siglo, fueron solamente el comienzo de una agenda más ambiciosa que tiene un solo fin: desarmar el petrodólar, ese pacto entre Washington y la corona Saudí que fue el corazón del proyecto imperial norteamericano durante el último medio siglo.
En Europa también se perciben cambios. Las declaraciones del francés Emmanuel Macron tras su visita de Estado a Xi Jinping resonaron fuerte en la otra punta del mundo. “Ser un aliado de Estados Unidos no significa ser su vasallo”, señaló. Además puso en duda el auxilio militar a Taiwán en caso de una invasión, días después de que las fuerzas armadas chinas hicieran un ejercicio militar que incluyó un bloqueo completo de la isla. Grandes empresas alemanas, como VW y BASF, desoyen las sugerencias atlantistas de desacople y profundizan sus inversiones en el gigante.
Un panorama similar se repite en África, continente cuya deriva parece irreversible desde que comenzó a buscar un cierre para el ciclo trágico de siglos de colonización occidental, apoyado en la dispendiosa diplomacia de la Franja y la Ruta y mucho más escueto en las contraprestaciones, por ahora, que su némesis. Hasta Sudáfrica, joya de la mancomunidad británica, hoy estrecha lazos con el BRICS. La semana pasada rebotó en medios de todo el planeta un dato crucial para entender esta época: por primera vez esta organización sobrepasó a su contraparte boreal, el G7, en el tamaño de su economía acumulada.
Esta semana Lula visita China para un encuentro de alto impacto político donde se espera que finalmente Brasil se incorpore a la Franja y la Ruta, ese gigantesco plan de inversión global que ya incluye a más de 140 países alrededor del planeta. Además, se firmarán importantes acuerdos de índole económica y el mandatario sudamericano apoyará el plan de paz para Ucrania presentado por Xi. El evento más relevante, sin embargo, es la asunción de Dilma Rousseff como presidenta del Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, al que Argentina va a unirse en junio, cuando viaje a Beijing el ministro Sergio Massa.
Esa gira, inicialmente programada para mayo y postergada por desavenencias al interior de la coalición oficialista, se destrabó luego de una extensa visita que le hizo el embajador Sabino Vaca Narvaja a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en Río Gallegos entre fines de febrero y principios de marzo. En esa ocasión, el diplomático le hizo saber a CFK que esta puede ser la última oportunidad de consolidar el vínculo estratégico entre ambos países que se decidió durante su segundo gobierno pero sufrió, desde entonces, idas y vueltas durante las gestiones de Mauricio Macri y Alberto Fernández.
En ese contexto debe leerse la ocupada agenda de funcionarios de primera y segunda línea del gobierno de Estados Unidos en el país. Christopher Hanson, titular de la Comisión Reguladora Nuclear, Wendy Sherman, número dos del Departamento de Estado, y Laura Richardson, jefa del Comando Sur, visitan Buenos Aires en estos días. Washington no puede permitirse que Sudamérica, parte de lo que ellos consideran “su” hemisferio, sea un territorio de disputa, y con Brasil mirando definitivamente a Oriente, la Argentina se ha vuelto la última línea de defensa para la estrategia imperial en la región.
El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional funciona, una vez más, como un condicionamiento ineludible en la relación bilateral. Guerra y sequía mediante, las condiciones acordadas hace poco más de un año se volvieron rápidamente incumplibles, por lo que la buena voluntad del único accionista con capacidad de veto pareciera ser el único “puente” que puede facilitarle al gobierno un final sin estruendo, de acuerdo al relato concurrente de oficialistas, opositores y medios de comunicación bien arrimados a la Embajada. Es una cuenta correcta pero incompleta, que sólo exhibe la mitad del escenario.
En junio vence el acuerdo de SWAP de monedas con China, que por un total de 19 mil millones de dólares, de los cuales 5 mil millones se utilizan como reservas líquidas. Si no se renovara, el país quedaría en un apremio mucho más inmediato y severo que ante un incumplimiento con el FMI. El acuerdo para extender el canje, que incluye la posibilidad de ampliar la parte que tengan libre disponibilidad, es parte de la agenda que lleva Massa y está acordado en un 99 por ciento. Pero Argentina debe demostrar voluntad de honrar la relación estratégica entre los dos países para que el vínculo se estreche.
A diferencia de Estados Unidos, China no muestra solamente el palo sino que también ofrece zanahorias. Los equipos del ministerio de Economía y de la sede diplomática en Beijing trabajan para llegar a la cumbre con una serie de logros concretos que permitan abonar con resultados el compromiso bilateral. Se trata de inversiones de magnitud que al mismo tiempo inyectarán dólares en las necesitadas arcas del Banco Central y aportarán al desarrollo del país. Massa, que sigue alimentando su ambición presidencial, piensa en este viaje como en un prelanzamiento de su campaña. Todos los focos puestos ahí.
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