Por Joaquín Morales Solá
Todo indica que la Argentina camina hacia una colisión estrepitosa con el Fondo Monetario
Aveces, las cosas son como parecen que son. Todo indica que la Argentina camina hacia una colisión estrepitosa con el Fondo Monetario. Y tal vez será así, aunque los optimistas prefieren suponer que las actuales tensiones son propias del tramo final de una negociación. No hay ningún argumento que respalde el optimismo, salvo la presunción de que el Presidente y su vice saben que la ruptura con el organismo multilateral significará desbarrancarse hacia una oquedad sin fin. El problema nodal tiene temas y también tiene nombres. El tema más importante es la falta de un plan económico; hay solo consignas donde debe haber un plan, pero ellas solo sirven para los parlanchines políticos. Los nombres son el de Cristina Kirchner; el de Martín Guzmán, ministro de Economía, y el de Alberto Fernández, que tiene la lapicera, según la metáfora de la vicepresidenta, pero sin tinta. La tinta está en poder de Cristina. Todo es muy extraño, porque refiere a un exceso de microclima, a un debate endogámico que solo conforma al pequeño núcleo que manda en el país. Según encuestas de D’Alessio-Berensztein, el 90 por ciento de la sociedad prefiere un acuerdo con el Fondo Monetario antes que una ruptura. Más significativo aún: el 85 por ciento de los que votaron por el Frente de Todos tiene la misma opinión. ¿A quiénes les hablan, entonces?
Al Fondo Monetario no le pueden decir que bajarán el déficit fiscal, sino cómo harán para bajarlo. Ahí es donde se terminan las palabras. El déficit estará en 2022 en el 5 por ciento del PBI, que es una cifra enorme. También deberán explicarle cómo dejarán de emitir dinero espurio (sin respaldo cierto) y cómo irán sincerando el tipo de cambio. ¿Una devaluación? El tipo de cambio está atrasado, pero una devaluación sin confianza solo deparará una mayor brecha cambiaria. Ya sabemos que los argentinos están dispuestos a pagar 500 pesos por un dólar, en valores actuales, si desconfían de los que gobiernan o de sus planes. Por ahora, no existe un plan, ni bueno ni malo. La oportunidad de firmar rápido un acuerdo con el Fondo ya pasó. Hubo dos oportunidades imperdibles, aunque las perdieron: cuando asumió el gobierno de Alberto Fernández y las cifras macroeconómicas estaban más o menos ordenadas (consecuencia de los pactos de Macri con el FMI), o cuando comenzó la pandemia y nadie sabía cómo sería el mundo que la sobreviviría. Dos años y dos meses después, solo hay discursos tribuneros.
Alberto Fernández tiene una sola alternativa para no empeorar las cosas: pedirle la renuncia a Capitanich y mandarle una carta de severa protesta al dictador Daniel Ortega. ¿Puede hacerlo? ¿Quiere? Improbable, si no imposible
Ahora, ya es tarde. En el Fondo los aguarda el nuevo director del Hemisferio Occidental del organismo, Ilan Goldfajn, un economista con ciudadanía de Brasil e Israel. Goldfajn fue presidente del Banco Central de Brasil, al que condujo como un halcón de la economía, y desempeñó además importantes cargos en la banca privada brasileña e internacional. “Quiere hacer política económica. No está en el Fondo por el dinero. Eso ya lo tiene”, dice un político brasileño que lo conoce bien. Guzmán no hace de mediador entre Cristina Kirchner y el Fondo, lo que significaría un papel destacado; al contrario, abrazó las políticas y el discurso de la vicepresidenta porque le encontró el gusto al cargo. El Presidente hace lo mismo que él: le habla a Cristina en lugar de trabajar el acuerdo para no caer en otro default vergonzoso. La política suele tener conflictos que los encarnan las personas o la sola presencia de ellas. Cristina es un problema para acercar posiciones con el Fondo Monetario, porque ha hecho de este un ícono perverso del capitalismo. Su marido muerto, Néstor Kirchner, inauguró ese mito cuando decidió pagarle al organismo toda la deuda (entonces de unos 10.000 millones de dólares). La decisión habría sido correcta si el país no hubiera necesitado más préstamos poco tiempo después. Terminó pagándole a Hugo Chávez tasas de interés tres veces más altas que las que pedía el Fondo. El FMI ha tenido, es cierto, recetas muy duras de ajuste económico, pero ya no es lo mismo que era. Tampoco ha cambiado tanto como para avalar desvaríos populistas. Alberto Fernández y Guzmán deberían arbitrar entre la sinrazón y el sentido común, pero eligieron los eslóganes que no dicen nada.
En ese contexto, el Gobierno llamó a la oposición de Juntos por el Cambio, que probablemente se reunirá con Guzmán el próximo martes. La oposición debería analizar solo una carta de intención ya redactada con el organismo. Esa carta es la tarea del Gobierno, pero no está escrita aún. Los economistas que trabajaron en el Fondo o con el Fondo suelen decir que esa carta debe escribirse a cuatro manos. Dos del gobierno argentino y dos del propio Fondo. Es la manera de superar el examen del staff permanente del organismo (de Goldfajn, para decirlo con nombre y apellido) y llegar en buenas condiciones al directorio, que lo integran los representantes de los países. La oposición no puede ser redactora de esa carta ni tampoco puede respaldar consignas vacías. Para peor, la dirigencia política no está en condiciones ni siquiera de compartir un diagnóstico. Para el kirchnerismo gobernante, la crisis es culpa del endeudamiento de Macri. Macri se endeudó –qué duda cabe–, pero heredó un déficit fiscal de casi el 7 por ciento del PBI y muchas deudas impagas de Cristina Kirchner por valor de miles de millones de dólares. También los Kirchner heredaron un país en default, aunque luego tuvieron un irrepetible viento a favor con los precios de las materias primas. Es hora de que la política hable de problemas concretos y de soluciones prácticas y deje de regodearse con las miserias del pasado.
Estados Unidos tiene un poder de veto en el Fondo, indirecto, pero lo tiene. El Presidente gira siempre hacia el lado incorrecto y después le manda mensajes a Joe Biden de que trata de hacer lo correcto. Biden es más competitivo con China que Trump, y el campo de batalla de las dos principales potencias del mundo es América Latina. Alberto Fernández no se cansa de firmar acuerdos estratégicos con China, que superan el mero intercambio comercial. Ahora aceptó ir a Moscú en las próximas semanas, justo en el mayor momento de tensión entre Biden y Putin por el acoso ruso a Ucrania, país al que ya el déspota de Rusia le manoteó Crimea.
El escándalo por la cercanía con la dictadura de Nicaragua y con la criminal dirigencia iraní demostró la incapacidad de su gobierno (o su complicidad). Funcionarios importantes aseguran que el gobierno nacional nunca estuvo enterado de la presencia en Managua del vicepresidente iraní, Mohsen Rezai, pero lo que sucedió es peor: los servicios de inteligencia argentinos se enteraban del paso de Rezai por cada país en el que hizo escala después de que se había ido. Seguramente, estaban entretenidos haciendo aquí operaciones políticas. Rezai también estuvo en Venezuela por una escala técnica de varias horas. Ese funcionario iraní tiene pedido de captura internacional porque entrenó a los que ejecutaron el atentado contra la AMIA, según las conclusiones de la Justicia argentina. El embajador argentino en Nicaragua, Daniel Capitanich, no pidió su detención, como no la reclamó el embajador en Venezuela. ¿Tanto cuesta el voto nicaragüense para que Alberto Fernández sea presidente de la Celac, un organismo irrelevante que se creó en 2010 en Caracas, cuando gobernaba Hugo Chávez? La Celac tuvo siempre la intención de neutralizar la influencia de Estados Unidos en América Latina. A su vez, Biden es auténticamente más crítico de las dictaduras bolivarianas que Trump. ¿Con qué cara Alberto Fernández le pedirá un favor a Biden después de hacer tanto antinorteamericanismo?
El peor conflicto, porque también es moral (o inmoral), sucedió en Managua con el iraní. Alberto Fernández tiene una sola alternativa para no empeorar las cosas: pedirle la renuncia a Capitanich y mandarle una carta de severa protesta al dictador Daniel Ortega. ¿Puede hacerlo? ¿Quiere? Improbable, si no imposible. Al final, las cosas sucederán como parece que sucederán.
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