Una campaña vergonzosa

Una campaña vergonzosa

Por: Nelson Castro. Tres asesinatos en cadena pusieron punto final a una oferta política sin soluciones a los problemas reales de la gente.

Morena Domínguez, de tan sólo 11 años, Juan Carlos Cruz y Daniel Peralta fueron los nombres de las víctimas de la delincuencia sin freno que asuela la Argentina. Son víctimas que fueron precedidas por muchas otras a lo largo de días, semanas, meses y años que, seguramente, serán seguidas por otras tantas en el tiempo por venir. Son muertes que reflejan dos hechos irrefutables: el primero, la marginalidad y sus consecuencias; el segundo, el desinterés que sobre el asunto exhiben el Gobierno y una buena parte de la dirigencia política.  

El 1° de abril de 2004 unas 150 mil personas marcharon al Congreso de la Nación convocadas por Juan Carlos Blumberg. La multitud clamó por cambios en la legislación penal y poner el tema de la seguridad en el centro de la atención no sólo del gobierno del entonces presidente Néstor Kirchner, sino también de todos los líderes políticos. Producto de esa manifestación y de las cuatro que le siguieron, se aprobaron cinco leyes, a saber:

El 14 de abril de 2004, la Ley 25.882 modificatoria del artículo 166 del Código Penal, que castiga la portación de armas con pena de prisión no excarcelable; el 28 de abril de 2004, la Ley 25.891, por la cual se estableció que la comercialización de los servicios de telefonía celular debe ser efectuada sólo a través de empresas autorizadas; el 5 de mayo, la Ley 25.892 que produjo modificaciones en los artículos 13, 14 y 15 restringiendo el beneficio de la libertad condicional en los casos de condenas a prisión perpetua por delitos aberrantes, y la Ley 25. 893 que agravó las penas para homicidios y violaciones seguidas de muerte; y el 18 de agosto de 2004, la ley que modifica el artículo 55 del Código Penal que establece un máximo de cincuenta años de reclusión para los responsables de delitos concurrentes.

Han pasado casi veinte años de aquel convulsionado tiempo y las muertes por delitos violentos esta semana, de las que pasaron y de las que, seguramente, vendrán, demuestran que nada ha cambiado. Lamentablemente no hay nada que sorprenda. Veamos, pues, uno de los testimonios de Blumberg para reconocer no sólo la similitud en la demanda, sino también, la impericia y la desidia que, como ya ha quedado demostrado en demasiadas oportunidades, vino después: “Vinimos a donde están los representantes nuestros a pedir cosas chiquitas, simples, para que nuestros hijos puedan trabajar, estudiar, y que no sean asesinados. Hoy Axel es el hijo de todos”, había dicho a la multitud el ingeniero desde un palco ubicado en las escaleras del Congreso.

Las tres muertes violentas que determinaron el cese inmediato de las actividades y los cierres de campaña tienen demasiadas cosas en común. Como ya se ha dicho, la marginalidad que se vive en las vastas zonas del territorio argentino –no sólo del Conurbano– es un hecho que nadie puede negar. Es estructural, está enquistada en el tejido social y se reitera –por lo menos– en dos generaciones. Se trata de familias enteras donde los menores no han visto ni verán trabajar a sus padres y, en muchos casos, la cultura del trabajo se ve corrompida por el asistencialismo social mal entendido, en manos de los punteros de la política que se sirve de la pobreza para administrarla a su antojo.

El otro fenómeno que cruza la marginalidad y se adueña de ella es el narcotráfico. Es triste reconocerlo, pero la palabra “fenómeno” ya no es la correcta. El narco ha dejado de ser algo excepcional para pasearse por las calles del Conurbano Bonaerense y la Capital Federal. Hace exactamente un mes atrás, el 12 de julio pasado, el periodista Fabián Rubino transmitió en vivo desde un búnker narco en el barrio de Balvanera y mostró cómo se podía conseguir droga sin ningún tipo de inconvenientes. El hecho se convirtió en el momento televisivo del día. Es imperioso dejar la hipocresía de lado. Rosario no es la capital de la droga y el narcotráfico. La Argentina toda está sumida en este terrible problema que puede acabar con generaciones enteras. Basta de hablar de Rosario. La dirigencia política debe enfrentar un problema que ya se le ha ido de las manos y, la muestra de ello, la tenemos todos los días frente a nosotros en cada una de las muertes violentas que, por un puñado de billetes, por una mochila o por un celular se producen en los distintos barrios con mayor o menor impacto y/o difusión.

La ruta de los teléfonos celulares que terminan en manos de los delincuentes ya no desemboca en la reventa contra billetes del equipo robado. Desde hace algún tiempo, los aparatos de telefonía se cambian directamente por estupefacientes para consumo directo de la persona que cometió el hecho delictivo. Se roba para consumir, y se consume para anestesiar momentos del día a día, para alimentar la adicción y, también, para prepararse para seguir robando y delinquiendo. Una forma de vida y de autodestrucción que le cuesta muy caro a toda la sociedad.

La puerta giratoria de la Justicia es la otra pata del problema. Pero ningún político debería sentirse eximido de su propia responsabilidad echando culpas a un sistema estéril que no funciona. En el Congreso de la Nación se hacen y votan las leyes. Está claro que, cuando se tocan temas que afectan los intereses del mundillo de la política partidaria, todos se sientan en sus bancas dispuestos a dar su voto para sancionar algún beneficio de turno. Sin embargo, no se observa la misma dedicación y perseverancia con los temas de fondo que pueden ser espinosos, pero que sin duda, podrían cambiarle la vida a la gente. Aún más, por muy poco, el asesinato de Morena Domínguez no terminó siendo utilizado políticamente por el oficialismo, por haber tenido lugar en un distrito opositor. Esto se explica, en parte, porque con apenas 24 horas de diferencia fue asesinado en Morón el médico cirujano Juan Carlos Cruz. Nadie en todo el arco político estaba en condiciones de tirar la primera piedra.

Tres asesinatos en cadena le pusieron el punto final a una campaña política vergonzosa que ha quedado muy lejos de ofrecer soluciones a los problemas reales de la gente.

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