Por Joaquín Morales Solá
Ya no son falsas denuncias de corrupción contra la oposición o de mentirosas complicidades con el narcotráfico. Eso ocurrió en campañas pasadas. La actual campaña del oficialismo consiste en decirles a los argentinos que se quedarán sin dinero si ganaran sus opositores. Extraña treta: el Gobierno intenta sacar ventajas de sus propios fracasos. Intuye que la sociedad sabe que la economía no está bien, que todo es muy frágil y podría desmoronarse fácilmente. La sociedad no se equivocaría si pensara así. La economía que entregará Cristina Kirchner está llena de remiendos, implantados sólo para que las cosas lleguen al 10 de diciembre con apariencias de normalidad. Nada es normal en la Argentina de hoy.
Tanto en los equipos de Mauricio Macri como en los de Daniel Scioli saben que les espera una crítica herencia cristinista. No hay diferencias en eso, aunque disimulen otra cosa. En las últimas horas se montó un escándalo porque el macrista Alfonso Prat Gay dijo que habría una devaluación, pero que el dólar terminaría valiendo menos que el actual dólar paralelo, que es casi el único al que pueden acceder los argentinos. A Prat Gay también lo acosaron por un viejo video que difundió la Presidenta. El cristinismo se apaga irremediablemente bajo el reino de 6,7,8. Otro escándalo se había armado antes porque alguien del macrismo consideró necesaria una negociación con los fondos buitre.
El gobernador Maurice Closs (que sería ministro de Turismo en un eventual gobierno de Scioli) dijo que la primera medida de éste como presidente debería ser la unificación de mercado de cambios.
"Ningún país puede vivir con cinco tipos de cambios diferentes", precisó (no sin razón). ¿Habrá devaluación entonces?, se le preguntó. "Sí -contestó Closs-, pero el dólar terminará valiendo menos que lo que vale ahora el dólar paralelo". ¿Puede haber algo más parecido que lo que dijeron Prat-Gay y Closs? No. En ese mismo ciclo, Mario Blejer (economista de Scioli) señaló que era imprescindible una negociación con los fondos buitre para que el país pudiera acceder al crédito internacional. ¿No es, acaso, lo mismo que dicen los economistas de Macri? Sí. Prat-Gay, Blejer y Closs, entre otros, son personas que hablan con sinceridad de los problemas concretos. Otra cosa es la política y sus hipocresías.
Sin embargo, las últimas mediciones indican que la campaña del miedo, instaurada por orden de la Presidenta, no modificó de manera significativa la tendencia del voto. Los resultados de esas encuestas le otorgan a Mauricio Macri una ventaja sobre Scioli de entre ocho y diez puntos (algunos amplían aún más la ventaja). Esa diferencia debería encogerse en los próximos días, como sucedió en todas las experiencias de ballottage en el mundo. Hubo una sola excepción en Francia, en 2002, cuando el entonces presidente Jacques Chirac le ganó al candidato ultraderechista Jean-Marie Le Pen por el 82% contra el 18%. Pero, por lo general, los ballottages se ganan y se pierden por tres o cuatro puntos.
Una de las novedades que más llama la atención de los encuestadores es que casi todos los votos que cosechó Sergio Massa en la primera vuelta se van ahora a Macri. Las primeras estimaciones señalaron que un 60% de los votos de Massa se iría con Macri y que un 40% se inclinaría por Scioli. "Esa distribución ya no existe. Casi todo el voto massista se va con Macri", señaló un encuestador. ¿Qué está pasando? Podrían suceder dos cosas: que la gente se haya liberado del miedo y esté diciendo lo que va a hacer, o que haya un voto vergonzante hacia el oficialismo, que dice que votará por Macri sólo para no ir en contra del clima de la época. De todos modos, comienzan ahora los últimos y cruciales quince días finales de la campaña. Por lo que se escuchó el viernes de boca de la Presidenta, la estrategia del oficialismo no cambiará. El martes empezarán a difundirse los spots de campaña. El sciolismo había anticipado que serían muy duros contra Macri. ¿Cambió después de que constatara que la sociedad argentina prefiere el juego limpio? Es probable, aunque la Presidenta anticipó una guerra, no una campaña. A todo o nada. A matar o morir, como a ella le gusta decir.
Cristina no repara (¿o sí?) en que la peor campaña contra Scioli surgió del despacho presidencial. Si se analiza bien lo que hizo la Presidenta en días recientes, puede concluirse que ella tiene tres certezas. La primera: Scioli no ganará y el cristinismo debe pertrecharse en el Estado antes de perderlo todo. La segunda: el peronismo no es confiable; sólo los jóvenes de La Cámpora merecen la confianza de Cristina. La última: el único tema que importa es la futura conformación de la Justicia, no la victoria del candidato oficialista.
¿Tiene razón cuando decide con tales certidumbres? Sí, en algunos casos. El gobernador salteño, Juan Manuel Urtubey (que expresa al peronismo ortodoxo y es vocero oficioso de Scioli), no deja pasar ninguna oportunidad para confrontar con Cristina y sus políticas. El propio ministro del Interior, Florencio Randazzo, se dedica a una suerte de guerra de guerrilla verbal contra Cristina. Ella se decidió por Scioli y los resultados están a la vista, dijo el ministro, campante. Luego, Randazzo nombró al directorio de Ferrocarriles Argentinos. sólo hasta el 10 de diciembre, para que el próximo gobierno tenga la oportunidad de nombrar el suyo, aclaró. ¿Hay algo más distinto de Cristina, que designa vorazmente camporistas en el Estado? Imposible.
Scioli necesita con desesperación conquistar a sectores independientes de la sociedad para llegar al 50% de los votos, porcentaje que le daría el triunfo en el ballottage. Porcentaje difícil para un gobierno que no ha conseguido ni siquiera el 40% de los votos en las últimas dos elecciones (2013 y 2015). Esos sectores son sensibles a las cuestiones institucionales, sobre las que Cristina se paseó en la última semana con la levedad de un elefante. Obligó a la Cámara de Diputados a violar su reglamento para designar a dos miembros de la Auditoría General de la Nación, los dos extraídos de la inagotable cantera de La Cámpora.
La Auditoría es la mayor proveedora de insumos para la Justicia en casos de corrupción. Es un organismo constitucional, cuyo presidente debe ser nombrado por la oposición. Su presidente actual es el radical Leandro Despouy. La Auditoría depende del Congreso y su directorio debe integrarse de acuerdo con la relación de fuerzas en el Parlamento. Hay ya una Cámara de Diputados electa que asumirá el 10 de diciembre. Cualquier noción, aunque fuere mínima, de la prudencia democrática indicaría que el Congreso debía esperar la nueva Cámara para nombrar a sus representantes en la Auditoría. Cristina dispuso que fuera la Cámara vieja, la que ya no existe en la realidad social, la que hiciera esos nombramientos. Gobernadores peronistas (otra vez ese peronismo díscolo y traidor) estuvieron a punto de romper el bloque oficialista. Al final, los gobernadores se inclinaron ante el capricho de la jefa.
Si Macri ganara el ballottage, el peronismo pedirá, con razón, la presidencia de la Auditoría, porque sería el principal partido de la oposición. El peronismo, kirchnerista o no, se quedaría de esa manera con la presidencia del organismo y con cuatro de los seis lugares restantes en su directorio. Macri no tendría ahí ningún representante suyo. Cristina tuvo cuatro delegados en un directorio de seis miembros. Uno de los jóvenes recientemente nombrados es Juan Forlón, presidente del Banco Nación hasta el escándalo que lo llevó a la Auditoría. La Auditoría hace un informe anual sobre la gestión del Banco Nación. Los informes son generalmente muy malos, aunque nunca se divulgan para no dañar la credibilidad de una entidad financiera.
Los informes de la Auditoría se hacen con posterioridad a los actos de gobiernos. Forlón deberá auditar el próximo año su propia gestión en el Banco Nación. Sólo el kirchnerismo puede hacer gala de semejante desparpajo. No se trata sólo de la defensa propia en casos de corrupción, sino también de un lugar clave para obstaculizar un eventual gobierno de Macri. La Auditoría puede proveer a la Justicia de innumerables denuncias sobre la gestión del gobierno. Y la Justicia puede frenar la ejecución de decisiones presidenciales.
Hay experiencia sobre eso. La Presidenta acaba de empujar a la Corte Suprema de Justicia a tomar una decisión que, en otro contexto, habría demorado hasta después de las elección del 22. Pero el relevo de un juez clave en la Cámara de Casación, Juan Carlos Gemignani, apuró el trámite. La Corte declaró inconstitucional la ley de subrogancias y le asestó, así, un golpe demoledor y definitivo a la estrategia del Gobierno de resguardarse detrás de jueces amigos. La futura libertad de muchos funcionarios actuales es lo que está en juego.
Ésa es la preocupación de Cristina. Rompe estrategias y necesidades de los suyos llevada sólo por el impulso de esa ansiedad. Mientras tanto, el problema de Scioli es de Scioli.
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