Por: Ernesto Tenembaum. Este fin de semana es el primero —y probablemente no el último— que el "rey de la carne", Alberto Samid, pasa a la sombra. Samid no está entre rejas por haber evadido fortunas sino por un error: intentó fugarse.
Este hombre pendenciero, simpático, denunciado por evasiones monstruosas por la AFIP de Menem, Kirchner y Macri, capaz de disfrazarse de bailarín o de trompear a otro en un set televisivo, calculó mal: creyó que lo estaban por condenar y, por ende, terminaría preso, por lo que se fugó por un paso fronterizo ilegal hacia las playas de Belice. Logró exactamente lo que pretendía evitar: la Justicia lo trajo de una oreja y lo metió preso, y allí estará hasta que sea absuelto o hasta que cumpla su condena. Ese episodio —esa equivocación, ese mal cálculo, ese error— es mucho más significativo de lo que parece.
El error de Samid —su intento de fuga— es producto de una sensación que recorre a muchas de las personas que participan de la vida pública argentina. En el país se ha roto la pax judicial. En un tiempo, existía la sensación de que nadie iba preso. Ahora, la sensación es la contraria: cualquiera puede ir preso. Ambas sensaciones no eran exactamente acordes a lo que sucedía. Cuando se pensaba que nadie iba preso, la Justicia detenía militares genocidas, pero también a Diego Maradona, Ernestina Herrera de Noble, los hermanos Rohm, Carlos Menem, Domingo Cavallo, Jorge "el Fino" Palacios, María Julia Alsogaray. Ahora, como es visible incluso en la megacausa sobre la corrupción en la obra pública del kirchnerismo, tampoco van presos todos los que deben ir. Pero esa percepción dominante genera que personas como Samid vean esa amenaza como algo muy real, reaccionen frente a ella con un intento de fuga y, entonces, profecía autocumplida, terminan presos.
Lo que hizo Samid es una de las reacciones posibles. Otra es la que tomaron algunos de los principales empresarios del país —esos prohombres de la patria: hablar hasta cansarse, cantar hasta la Marsellesa, con tal de no ir presos. Otra manera de reaccionar es la insólita decisión que tomó el fiscal Carlos Stornelli: ante la posibilidad de ser procesado, y eventualmente detenido por un juez al que considera parcial, directamente no se presenta ni a declarar. Y, en el medio de todo esto, hay una situación delicadísima, que está marcando el devenir político argentino mucho más de lo que se percibe. Esa situación se deriva de la decisión de Florencia Kirchner de permanecer en Cuba por más tiempo del que le había autorizado la Justicia cuando pidió permiso para salir del país. De todos estos casos, por la familia a la que pertenece y por el significado del apellido Kirchner para millones de argentinos, el de Florencia Kirchner es el más explosivo.
Hay dos versiones extremas sobre lo que ocurre con ella. Una de ellas es la que ha difundido la ex presidenta Cristina Fernández. Según esta percepción, Florencia es objeto de una persecución judicial que le ha provocado un enorme estrés que, a su vez, ha derivado en una enfermedad que le impide volver al país. En esta perspectiva, todo aquello que se haga para forzar su regreso solo contribuye a demostrar una vez más que existe esa persecución y a agravar su enfermedad, con lo cual habría más motivos para que la joven se quede en el exterior. Se conforma así un laberinto con una única salida: si la Justicia no exige el regreso de Florencia, ella se puede quedar; si lo exige, quiere decir que la está persiguiendo, eso la enferma, y entonces queda claro que Florencia se debe quedar.
A ese punto de vista, se le opone el contrario. En términos sencillos, sostiene que Florencia Kirchner ha sido una precursora de Alberto Samid, pero con un poco más de cobertura política y sofisticación. Simplemente, se profugó. No la persigue nadie. Está sometida, como tanta otra gente, a investigaciones judiciales. Fue parte de un entramado empresario sospechoso, cuando ya era mayor de edad. Por lo tanto, debe comparecer. Como no quiere hacerlo, armó una coartada: aprovechó un permiso para salir del país para inventar una situación médica que no existe, al menos en la dimensión que plantea su madre, y huyó. Si Sergio Denis puede ser trasladado en un avión sanitario, no habría razón para que Florencia no regrese al país.
Rey de la carne y las fugas… Alberto Samid
En una mesa de bar, unos y otros tendrían argumentos para fundamentar una y otra percepción. ¿Por qué Mauricio Macri es sobreseído en los Panama Papers con el argumento de que las decisiones las tomaba su papá y a Florencia no le aplican ese razonamiento? Si la enfermedad le permitió Florencia viajar a Cuba, ¿por qué le impide volver? ¿Por qué la Justicia no se mete con hijos de banqueros truchos o de empresarios coimeros y solo se mete con la hija de Cristina? ¿Por qué la Justicia no debería meterse con alguien que tenía en su caja de seguridad el acumulado de 500 años de sueldos docentes? Y así hasta el infinito.
Pero por fuera de esos debates, hay algo que sobrevuela todo el tiempo y es lo que motivó el error de Samid y la decisión de que Florencia Kirchner se vaya de la Argentina: la sensación de que cualquiera puede ir preso. En el entorno de Cristina Fernández, cuando alguien plantea estas discusiones, tarde o temprano admiten que, más allá de las cuestiones de salud, sobre las que nadie tiene certidumbre, existió la decisión de proteger a su hija Florencia de una inminente detención. "Yo hubiera hecho lo mismo". "Los medios hegemónicos anunciaban que estaban por detenerla". "Es lógico que una madre proteja a una hija perseguida".
Lo curioso del caso es que no hay ninguna evidencia de que Florencia Kirchner fuera a ser detenida. Ningún juez lo ordenó y no hay hechos objetivos que demuestren que esa decisión iba a ser tomada. Hasta el momento de la salida de Florencia del país, la Justicia había hecho todo lo contrario: le permitió viajar al exterior dos veces en pocas semanas. La decisión de Cristina y Florencia se tomó ante una suposición discutible, tan discutible como cuando desde la prensa kirchnerista se difundía que el juez Claudio Bonadío había firmado la orden de detención de Cristina, en la época en que esta no tenía fueros. Se armaron, por entonces, marchas para reclamar la libertad de una persona que estaba libre.
De esa percepción —"se meten con los hijos de Cristina"— se deriva la decisión de proteger a la hija de la ex Presidenta y luego se dispara una ola de nuevas percepciones, advertencias y sordos ruidos que oír se dejan. Un programa de radio kirchnerista se llama "Habrá consecuencias". Cuando denuncian a alguien allí, los mensajes de los oyentes en las redes combinan la agresividad hacia la persona señalada con el hashtag "habrá consecuencias". Una fuente de habitual acceso al entorno de Cristina comentó en estos días con preocupación: "Hasta lo que ocurrió con Florencia, la idea de la revancha era marginal en el kirchnerismo. Desde lo que le hicieron a ella, empieza a ser dominante". La pregunta obvia —"¿Qué le hicieron a Florencia?"— es considerada casi un insulto en esos ámbitos. La idea de revancha, de que "habrá consecuencias", se instala.
Esa dinámica —el miedo extendido de mucha gente a ir detenida, las advertencias sobre venganzas potenciales, la militancia de jueces en un sentido o en otro, la paranoia que todo esto desata— impregna cada vez más las relaciones entre los dos sectores mayoritarios de la política argentina. Alguna gente sostiene que la rotura de la pax judicial es un gran mérito de la administración de Macri y que todo esto que ocurre son tensiones necesarias ante la evidencia de que la Justicia, finalmente, empezó a actuar. Otros consideran que es un mecanismo sofisticado de persecución a opositores. Hay elementos contundentes para sostener que hay un poco de una cosa y un poco de la otra. Pero, en cualquier caso, existe el riesgo cierto de que, mal manejado, ese proceso —la sensación de que cualquiera puede ir preso si el juez es del sector político contrario— pueda transformarse en un problema serio para la democracia, en un bumerang. No sería la primera vez que un proceso virtuoso degenera en el país hacia una guerra de familias. Tal vez no haya forma de corregirlo y la dinámica ya esté lanzada hacia el infinito. Mucha gente, en tal caso, sufrirá las consecuencias según cómo resulten las elecciones.
En su brillante libro Por qué mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advierten: "Cuando las normas de la tolerancia mutua fracasan, resulta difícil sostener la democracia. Si contemplamos a nuestros adversarios como una amenaza peligrosa, tenemos mucho que temer si resultan elegidos. Podemos decidir emplear todos los medios a nuestro alcance para derrotarlos, y es ahí donde encontramos una justificación para emplear medidas autoritarias: puede encarcelarse a políticos que se etiquetan como delincuentes o subversivos y pueden destituirse gobiernos que representan una amenaza para la nación".
No solo Samid tenía miedo de ir preso. Cristina teme ir presa si pierde las elecciones. Macri también.
El espectáculo, aunque no lo parezca, recién comienza.
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