Por: Eduardo Van Der Kooy. La gran crisis provocó en Brasil la irrupción del ex capitán. Macri no se animó a contar la gravedad de la herencia.
El debut de Jair Messias Bolsonaro como presidente de Brasil excede la simple caracterización de un dilema político para Mauricio Macri. La figura del ex capitán del Ejército se expande también como una sombra incómoda sobre la década pasada. Revelaría similitudes impensadas con el modo en que Néstor Kirchner entendió el ejercicio del poder. Sin los aditamentos ideológicos. Se emparentaría en el mensaje, aunque desde una vereda antagónica, con los repetidos estribillos de Cristina Fernández. Ambos parecieran converger en un hondo anacronismo.
Las primeras acciones ubican a Bolsonaro, en términos de provecho del poder, más cerca de lo que hizo Kirchner en 2003 que Macri en 2015. Nada de gradualismo. El titular del Planalto demuestra estar dispuesto a exprimir la euforia popular que lo empinó con el 55% de los votos. A aprovechar la luna de miel que siempre representan los primeros 100 días de un gobierno. En apenas tres, ofreció anticipos de lo que puede venir. Recortó el aumento del salario mínimo que Michel Temer, su antecesor, había establecido en U$S259. Lanzó un plan de privatizaciones por U$S1842 millones. Limitó los derechos de las nuevas reservas para los indígenas. Desmanteló la Secretaria de Educación Continuada, Alfabetización, Diversidad e Inclusión. Cuestión a las cuales engloba en una presunta lucha contra las ideologías del género.
Kirchner no tuvo un vértigo menor. Se alió a los sectores de la centro-izquierda para reavivar juicios por los derechos humanos. Desplazó al jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni. A los 11 días de gestión exigió la renuncia del titular de la Corte Suprema, Julio Nazareno. Vio caer presa a un emblema menemista, María Julia Alsogaray. Se juntó con George Bush en Washington y tuvo el respaldo de los siete principales líderes de la Unión Europea para renegociar la compleja deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Bolsonaro y el ex presidente argentino contaron con un punto de partida similar. El desmembramiento en sus países del sistema político e institucional. Kirchner fue el primer emergente de la crisis de 2001 después de la difícil transición que comandó Eduardo Duhalde. El ex capitán del Ejército surgió como una alternativa repentina tras un proceso que desnudó la corrupción de las épocas del PT (Lava Jato), la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y una economía que tuvo tres años de derrumbe con un promedio del 6%. Además, la tasa de criminalidad más elevada de Occidente.
La disgregación política salta a la vista. Bolsonaro tendrá que lidiar con el Congreso quizás más fragmentado del mundo, con una representación de 30 partidos ninguno de los cuales reúne más del 12% de los votos. Sobre 513 miembros, el Presidente dispondrá apenas de 52 diputados propios. En ese déficit se asemejaría antes a Macri que a Kirchner. El ex mandatario reemplazó su debilidad de origen, reflejada en el 22% de los votos, con una rápida articulación con sectores de la centro-izquierda que habían caído junto al gobierno de Fernando de la Rúa. Bolsonaro posee en el voto popular, en cambio, su mayor fortaleza inicial.
Quizás en ese asunto y en otro (el conocimiento social del verdadero estado de las crisis) radiquen las diferencias de cimiento entre Macri y Bolsonaro. El arribo del ingeniero a la Casa Rosada resultó producto de una paciente construcción electoral, ayudada mucho por el hastío que provocó Cristina. El vuelo que tomó el ex capitán del Ejército fue abrupto y aluvional. Tampoco debió explicarle nada a los brasileños porque el desastre general fue el móvil principal de su irrupción. Macri recibió una pésima herencia que nunca se atrevió a develar para no desanimar a una sociedad que creyó –producto de la campaña electoral de Cambiemos-- en una solución sin grandes trastornos.
Los críticos de Macri por derecha dirán, con seguridad, que Bolsonaro estaría por hacer la política de shock a la cual él nunca se animó. Habrá que ver cuanto dura intacto el ímpetu del líder brasileño. ¿Hubiera podido el ingeniero?. Difícilmente, sin colocar en riesgo una cuestión crucial: la gobernabilidad de una administración no peronista con minorías parlamentarias en ambas Cámaras. Experiencia inédita en nuestro país.
Ahora el Presidente está por enfrentar la tarea más delicada. Darle un sentido político a la relación con Bolsonaro. Que conlleva un afianzamiento entre naciones que, desde distinta talla, se necesitan porque están acuciadas por la crisis económico-social. Macri prefirió no concurrir a la asunción de su colega amparado en una excusa: sus vacaciones. Detrás parecieron ocultarse otros motivos.Bolsonaro su ausentó en diciembre de la Cumbre del G20 a la que fue invitado como mandatario electo. Macri creyó prudente mirar sus primeros movimientos. Tal vez, para no quedar emparentado con mensajes y decisiones controvertidas sobre aspectos de género, minorías y libertades. Que forman parte de la agenda flaca de Cambiemos en un año electoral clave. En marzo se reflotará en el Congreso la Ley de Despenalización del Aborto. El Gobierno hizo sancionar en diciembre la llamada Ley Micaela (en referencia a una joven de 21 años violada y asesinada en Entre Ríos) que busca mitigar la violencia de género. La legislación obliga a todos los funcionarios a capacitarse en dicha temática.
Detrás de ese abanico de problemas asoma otro. La situación del bloque del MERCOSUR que a juicio de Bolsonaro no funciona. Su ministro de Economía, Paulo Guedes, hombre formado en la ortodoxia de Chicago, manifestó la necesidad de revisar el mecanismo. Que deje de obligar a todos los países miembros a negociar en conjunto tratados de libre comercio con terceros.
Macri no está divorciado de esa idea. De hecho, ha bregado sin suerte todavía por un tratado del MERCOSUR con la Unión Europea. Pero se filtró una movida política. Bolsonaro hará su primera salida al exterior. Será en Chile, un modelo al que admira, mas allá de la alternancia entre la centro-izquierda de la Concertación, que consagró el pos pinochetismo, y el presente gobierno del derechista Sebastián Piñera. Una estadística revela, en aquel campo, diferencias sustanciales: Chile comercia con el 88% de las naciones del mundo; la Argentina, con la apertura de los últimos años, alcanza apenas al 9%.
Aquel gesto que sonó a desaire –aunque Guedes ensayó una rectificación-- pareció compensado con una cumbre en ciernes. Macri será el 16 de enero el primer mandatario extranjero en visitar Brasilia para un encuentro personal con Bolsonaro. Una ocasión inmejorable para comenzar a escribir alguna historia. El Presidente piensa en todos los detalles: en su comitiva estaría Patricia Bullrich, la ministro de Seguridad.
Al Presidente le interesa sobre todo una cosa. La posibilidad de un vínculo muy estable con Brasil podría tener para su Gobierno un beneficio casi inmediato. La recuperación económica del gran vecino podría ayuda a la Argentina a revertir paulatinamente la severa recesión. Otro estímulo se afinca en los aportes del sector agrícola. Son las recetas que tiene Cambiemos para levantar la expectativa social y llegar con chances a la competencia electoral.
Macri no aparece en condiciones, en cambio, de rivalizar por ningún liderazgo regional. Nunca tuvo esa vocación. Ni siquiera cuando irrumpió como novedad en el 2015 y fue halagado por los principales dirigentes occidentales. Casi al mismo tiempo que Brasil se hundía en la crisis económica, política e institucional más grave desde el retorno de la democracia. Aún en decadencia, Brasil continúa siendo la sexta economía del mundo. Con un PBI de U$S2000 billones.
Bolsonaro, en ese sentido, emitió señales claras. Está dispuesto a retomar el papel regional que siempre le cupo a Brasil. Con su sello particular. Un trípode que imagina en alianza con Washington, de Donald Trump e Israel. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, estuvo en la ceremonia de asunción en Brasilia. El mandatario estadounidense delegó la responsabilidad en su secretario de Estado, Mike Pompeo. Sería un giro drástico en la política exterior brasileña que en tiempos de Lula y del PT se inclinó por uniones de otro signo ideológico.
Aún sin aspirar a ningún protagonismo regional, Macri deberá cuidar en extremo sus equilibrios. No dejarse contaminar, a lo mejor, por facetas de la política de Bolsonaro que apuntan a su frente interno. Y revelan diferencias de perspectiva histórica profunda entre ambos países. El Presidente brasileño reivindica, por ejemplo, a las Fuerzas Armadas. También a la policía. Su vicepresidente, Hamilton Mourao, es un general retirado. Hay siete militares dentro de un gabinete de 22 ministros. Sus millones de votantes no ponen reparos. En la Argentina, el papel de las Fuerzas Armadas ni siquiera ha empezado a ser reconsiderado a más de 40 años de la cruenta represión de la dictadura. El revuelo afecta también a Cambiemos cada vez que se insinúa alguna ponderación a las fuerzas policiales o de seguridad. Hay un largo proceso colectivo aún por transitar.
Bolsonaro parece imaginar además un nuevo orden mundial regido por el fundamentalismo. Valen a esta altura de la historia sus objeciones políticas a Cuba, Venezuela y Nicaragua. Pero resulta difícil comprender su apelación a una supuesta lucha contra el comunismo. O las encendidas arengas para que la bandera de Brasil “jamás sea roja”. Alucinaciones que harían recordar a Cristina. En su momento soñó anudar el destino de nuestro país sólo con Caracas y Teherán.
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