Las largas crisis en los dos países provocan incertidumbre regional. Sacuden el tablero político. Y generan también señales inquietantes en materia económica. El presidente electo trata de ampliar sus contactos más allá del discurso. Trump, FMI y Unión Europea
Las protestas que convulsionan a Chile llevan ya veintiséis días. Y el desbarranco en Bolivia, tres semanas. Entraron en crisis los dos modelos de la región exhibidos como exitosos, más allá del cartel ideológico adosado a cada uno. Y alteraron el tablero político de esta parte del continente. El tema, por supuesto, es seguido de cerca especialmente por el gobierno que viene. Impacta sobre el dibujo de la política exterior que venía imaginando Alberto Fernández. Pero además, empieza a inquietar por sus estribaciones económicas.
Bolivia se encuentra en un estado de virtual parálisis económica, a tal punto que el normal suministro de gas para exportación entró en zona de dudas. En Chile, las preocupaciones refieren a una inusual escalada del precio del dólar y a la perspectiva de retracción del mercado interno en este último mes, con incidencia negativa en los cálculos de crecimiento anual. En los dos casos, los efectos a más largo plazo son un interrogante atado en primer lugar a su resolución política y social, y a sus tiempos.
De todos modos, parece claro que para los mercados internacionales y para inversores en general la región está dando, de manera y de alcances no pronosticados, señales de alerta o freno. Visto así, Bolivia y Chile suman un elemento potente a un cuadro más amplio, de transición con perfil indefinido aún en la Argentina y con dudas sobre las relaciones en el principal bloque regional a raíz de la pésima relación personal entre Alberto Fernández y el brasileño Jair Bolsonaro.
Las protestas en Chile. REUTERS/Ivan Alvarado
Fernández transita una zona de expectativas al menos gris, entre la apuesta a la sorpresa -para no desgastar nombres y posibles medidas- y el riesgo de la incertidumbre. Pero resulta claro, más allá incluso de algunos giros del discurso –reflejo parcial de los equilibrios internos-, el peso de los gestos políticos hacia el exterior con la mirada puesta en la reestructuración de la deuda. En primer lugar, hacia los países gravitantes en el FMI.
Las versiones sobre el modo de encarar esa enorme negociación han ido variando, bajo el formato de “modelos” externos –portugués, uruguayo, ucraniano- y en rigor, la cuestión de fondo sigue siendo si la pulseada será por una considerable extensión de los plazos de vencimientos o si el camino conducirá además a una quita. Las tratativas con el Fondo y la reestructuración con privados son desafíos inmediatos. Fuentes vinculados al Banco Central dicen que estarían aseguradas reservas para cubrir el primer semestre del año próximo. Otros son más cautos. En cualquier cosa, no sobraría tiempo.
Sin embargo, el camino sería estrecho pero no cerrado. Y las primeras definiciones habría que rastrearlas en materia de política exterior. Hay quienes se entusiasman con la idea de una oportunidad clara para construir un nuevo liderazgo regional en medio de las crisis. Suena exagerado, del mismo modo que las visiones exclusivamente catastróficas.
Fernández ha dado algunas señales pragmáticas, que por momentos contradicen algunas de sus palabras. Ayer mismo, por ejemplo, volvió a dar un mensaje favorable al acuerdo Mercosur-UE, en línea con lo que había hecho en España, después de las PASO y como primer gesto para bajarle el volumen a sus críticas de la campaña previa. Lo hizo frente a embajadores de los países que integran la Unión Europea. Y les pidió apoyo político para encarar la negociación con el FMI.
Alberto Fernández junto a embajadores de la Unión Europea. Foto: NA
Ese último rubro, está claro, aparece en la primera línea de los contactos con Estados Unidos, que van creciendo en volumen. Son conocidas sus reuniones con representantes de Donald Trump, seguidas por gestiones más reservadas. La confrontación discursiva por el atípico golpe en Bolivia no fue un dato menor, aunque aquí se busque señalar que es parte del juego. Resulta claro, según se busca transmitir, que las conversaciones no serán de fácil resultado, pero que en cualquier caso son vitales además de inevitables para avanzar con el Fondo.
Hay algo de “nestorismo” en algunas de las primeras pinceladas que se imaginan sobre esta tela. En el arranque de su gestión, Néstor Kirchner buscaba presentarse como exponente “progresista” de la región y, a la vez, como garantía de contención frente a Venezuela y hasta decidido a disputar el liderazgo regional a Brasil. El tiempo fue acomodando las cosas de otra manera: se encaminó la relación con Lula reconociendo el peso brasileño. Hubo después mayor convergencia con Venezuela, rasgo profundizado visiblemente en la etapa de Cristina Fernández de Kirchner.
Son otras las épocas y los protagonistas. De todos modos, y sin descuidar los mensajes cruzados en su frente interno, Alberto Fernández busca consolidar un puente con el mexicano Andrés Manuel López Obrador y trazar una línea de “progresismo” que modere el mensaje a Venezuela –en particular, del Grupo de Lima o de algún nuevo agrupamiento- pero eluda tener a Nicolás Maduro como socio visible y figura sobresaliente.
Alberto Fernández junto al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador
Más complejo es el cuadro regional. La crisis boliviana, de final abierto, y la salida de Evo Morales constituyen una pérdida imprevista en su política externa. Y es un interrogante qué ocurrirá en Uruguay. En estas horas, Alberto Fernández está viajando a Montevideo para sumarse a la campaña del Frente Amplio, camino a una segunda vuelta complicada, el domingo 24. Las encuestas no favorecen al frenteamplista Daniel Martínez en la pelea con Luis Lacalle Pou, que sumaría apoyos del centro a la derecha.
Por lo pronto, además, Alberto Fernández buscó en los últimos días tender puentes por afuera del esquema original. Dialogó con el chileno Sebastián Piñera y le expresó respaldo en medio de la crisis. Y en el contexto de la tensión boliviana, también buscó afianzar vínculos con el peruano Martín Vizcarra y el paraguayo Mario Abdo Benítez. Todos, de otro color político.
Hay quienes cerca del presidente electo proyectan que tales movimientos podrían ser los primeros pasos para armar un liderazgo regional. Y tal vez, un giro potenciado con México. Se verá. Pero nada, con todo, podría tachar a Brasil en el primer renglón de la política exterior.
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