En cualquier otro contexto que no fuera después de un contundente triunfo electoral como el que obtuvo Cambiemos, el uso tan desproporcionado de la fuerza hubiera sido un escándalo.
Por: Jorge Fontevecchia.
“Ay, Patricia, se lo dijimos”, se podría titular esta columna, que viene criticando la posición de la ministra de Seguridad de defender a priori a todos los integrantes de la Gendarmería tras la muerte de Santiago Maldonado y a los de la Prefectura por el asesinato de Rafael Nahuel en Bariloche. En este último caso de manera indefendible, porque murió por un balazo en la espalda de un arma de Prefectura sin que se encontraran armas entre quienes se iba a desalojar. En cualquier otro contexto que no fuera después de un contundente triunfo electoral como el que obtuvo Cambiemos, el uso tan desproporcionado de la fuerza hubiera sido un escándalo para cualquier gobierno. No hay que ir muy lejos en el tiempo para recordar cómo indignaba a la sociedad lo que se bautizó como casos de “gatillo fácil”.
Retaliación es responder agresión produciendo castigo a modo de venganza. Es mala praxis
Durante esas defensas cerradas se percibía en el discurso de Patricia Bullrich una marcada sobreactuación, porque es obvio que nadie puede asegurar que no se produzca un caso de mala praxis en una fuerza de seguridad, como en un hospital o en cualquier empresa u organización. Y ella es lo suficientemente inteligente como para saber que no era lógica su certeza. Era un mensaje de blindaje hacia dentro de las fuerzas de seguridad y de autoridad frente a la sociedad: “Acá estamos, no somos De la Rúa y no tendremos problema con reprimir todo lo que haga falta”.
Pero ese mensaje en sí mismo era un claro anticipo de lo que terminaría sucediendo el jueves en el Congreso: que tanta ostentación iba a lograr el efecto contrario al buscado, dañando al Gobierno en lugar de fortalecer su autoridad. Es indiscutible que le asiste a Cambiemos no solo el derecho de reprimir, sino la obligación de hacerlo cuando no se puede lograr que se cumpla la ley de otra manera. Y que debía desalojar el corte de la Ruta 40 donde murió Santiago Maldonado, o la ocupación en Villa Mascardi, donde murió Rafael Nahuel, como también impedir que la manifestación contra la reforma previsional avanzara sobre el Congreso. No está en discusión que las fuerzas de seguridad deban actuar con firmeza. Pero no con la torpeza de hacerlo poniendo énfasis en una actitud retaliativa, respondiendo a una agresión en forma de castigo o como venganza. El Estado nunca debe ser retaliativo. Nunca. Eso debió quedar debidamente aprendido en la dictadura militar. Cuando se ganan las batallas militares así, se pierden las batallas culturales. Y la cultura es más fuerte, como bien quedó demostrado en Argentina.
Además, este gobierno –más que otros– precisa ganar batallas culturales: aunque el próximo lunes logre que Diputados vote afirmativamente la reforma previsional, igual habrá perdido una disputa política porque las imágenes de represión injustificada del jueves pasado horadarán la valoración del Gobierno. Después de que se hubiera levantado la sesión, ¿tenían que salir a perseguir manifestantes generando en los medios de comunicación imágenes de cacería? ¿Disparar sin mirar a quién cataratas de balas de goma, como se vio por televisión, era la única forma de dispersar y contener a los manifestantes? La sensación que quedó en buena parte de la audiencia es que al final hubo una descarga pulsional en algunos integrantes de la fuerza de seguridad, irritados por las provocaciones de muchos manifestantes que efectivamente eran muy violentos. Pero la función de sus superiores, el Gobierno, es contener esa descarga, porque en el exceso de violencia fácticamente pierde el que gana.
Fue ridícula la foto de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich esa misma noche en el cóctel de la agrupación de periodistas Fopea luego de que fotógrafos de distintos medios recibieran –literalmente– decenas de balas de goma en sus cuerpos. Entre los heridos estuvieron Marcelo Silvestro y Pablo Cuarterolo, de PERFIL.
Otra foto ridícula de Bullrich es la que acompaña esta columna (vestida con ropa de fajina durante un operativo en Misiones cuando recién había asumido como ministra de Seguridad). La foto fue difundida por el propio Ministerio, lo que indica un deseo de comunicar con ella.
Pero sería cortar por lo más fino echarle toda la culpa a Patricia Bullrich exculpando a Macri. La ministra trata de satisfacer el deseo de su jefe, que se ha mostrado irreductible con aquellos que no cumplen sus políticas, como en el caso de los conductores de Aerolíneas Argentinas y el Correo, Isela Costantini y Jorge Irigoin, por citar solo dos casos. Y es Macri quien cree que para diferenciarse de De la Rúa debe hacer gestos de autoridad, como fue el intento de usar decretos para nombrar a dos miembros de la Corte Suprema y ahora aprobar la reforma previsional. Paradójicamente, no hubo imágenes más parecidas a las de 2001 del final de De la Rúa que las del jueves en los alrededores del Congreso. Gracias a Dios, la situación es totalmente distinta.
En el afán de mostrarse distintos a De La Rúa, lograron recrear imágenes típicas de 2001
Macri no debería consumir capital político innecesariamente, como bien le ha marcado Beatriz Sarlo en su columna el domingo pasado en PERFIL, al hacer su balance de los primeros dos años de Cambiemos. Elisa Carrió lo ayuda poniéndole límites, como cuando se opuso al acuerdo del Estado para favorecer a la empresa de correo familiar, a la destitución de la procuradora Gils Carbó y ahora a la reforma previsional por decreto. También lo ayudaría Patricia Bullrich si, en lugar de reprimir de forma que no queden dudas de que cumple con esmero los deseos del Presidente, lograra los mismos resultados con menos ostentación. Le haría bien a Macri tener ministros que le discutan; eso es algo que aún le falta aprender, porque no alcanza con un par de amigos que cumplan ese papel para que sea un buen presidente.
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