Tras un año de idas y vueltas, se aprobó la Ley de ética pública que pone la lupa en el patrimonio de funcionarios y sindicalistas. El elegido debe ser avalado por el Senado. Entonces, ¿todo quedará en familia?
Con 33 años de democracia ininterrumpida, era una deuda vergonzoza que Mendoza aún no contara con una Ley de ética pública como la que se aprobó ayer. Ni siquiera importa si la campaña de las PASO jugó a favor para que la mayoría apurara el trámite y apoyara esta iniciativa que tuvo más de un año de maceración.
El aval a esta norma llega en un momento especial del país en el que algunos sectores reclaman mayor transparencia y se movilizan contra los jueces "tortuga" que escandalosamente dejan dormir causas resonantes, mientras otra parte de la sociedad argentina reconoce sin ponerse colorados que la corrupción no les quita el sueño, como lo marcan con elocuencia las encuestas más disimiles.
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Por otro lado, resultaba ilógico que se propiciara en todo el Estado una política de modernización a través de la figura del Gobierno Abierto y no hubiera en la provincia una ley marco que garantizara que todo ese cúmulo de información "apta para todo público" no obligara formalmente a los funcionarios a blanquear sus patrimonios. Podíamos, por ejemplo, saber cuántos árboles había en el Parque San Martín o cuántos turistas nos visitaron y no con cuánto llegó un ministro y con cuánto se irá.
La bienvenida norma pone negro sobre blanco en cuestiones elementales como los límites para funcionarios de los tres poderes del Estado, los municipios, Fiscalía de Estado, Tribunal de Cuentas e Irrigación, tanto en lo referido a las declaraciones juradas como al régimen para los obsequios que reciben, además de dar precisiones sobre las incompatibilidades.
Lo novedoso es que este nuevo régimen incluye a los líderes de los sindicatos y a empresas, sociedades y otros entes del Estado, con o sin participación estatal.
En cuanto al acceso a la información, las declaraciones juradas patrimoniales deberán públicas y su contenido podrá ser consultado por cualquier persona con solo identificarse.
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La lupa del ciudadano no puede ser meramente simbólica. Esta normativa avala y fortalece ese necesario control, pero éste debe ser genuino, no un eslabón más de la burocracia que se quiere desterrar.
Que sea un auditor general propuesto por el gobernador -y con acuerdo del Senado- quien se encargue de controlar que se cumpla con la ley, a priori parece ir en contra de lo que en esencia busca la ley, es decir evitar que la corporación política haga la vista gorda y avale un modus operandi espurio.
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Esa nueva figura, que viene a reemplazar la función que antes desempeñaba el Fiscal de Estado, estará a su cargo la Oficina de Investigaciones Administrativas y Ética Pública, un órgano técnico e independiente, con autonomía funcional, financiera y presupuestaria, que se encargará de hacer cumplir la ley.
La vicegobernadora Laura Montero, quien el año pasado recibió cuestionamientos porque en su declaración jurada figuraba una casa de $0,70, como parte de su desagravio reclamó por entonces una Ley de ética pública. Ahora, hecha realidad esa propuesta, considera que la autoridad de aplicación será clave "porque será preventiva ya que ataca lo que es medular, que es establecer un régimen de principios para orientar la función pública y generar confianza con la ciudadanía". En su entusiasmo, la titular de la Cámara Alta confía en que esta ley tenderá puentes con la ciudadanía.
Sin dudas debería ser así, pero una ley que fije garantías estrictas, más que formales, no puede ser un cúmulo de buena intenciones y sólo una guía del deber ser del político honesto.
Para que funcione cabalmente, más allá de la letra grande y la chica, no alcanza con cumplir formalidades. Si no hay un control estricto, llevará a especular -y con razón- que una vez más será cierto el viejo axioma de hecha ley, hecha la trampa.
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