Por Joaquín Morales Solá
Fidel Castro está muerto. Trump no es Eisenhower ni Kennedy. Y Rusia no es la Unión Soviética. Sin embargo, el conflicto que gira sobre América Latina , con centro en Venezuela , se parece mucho a un destello de los tiempos de la Guerra Fría. Ese contexto abraza y protege, al mismo tiempo, al gobierno de Mauricio Macri . Ni las heterodoxias económicas autorizadas por el Fondo Monetario Internacional (intervención del Banco Central en el mercado cambiario, congelamiento de tarifas y de algunos precios) ni el fácil acceso argentino a los principales despachos del mundo se pueden explicar sin tener en cuenta lo que sucede en el continente. En ese sentido, la figura de Cristina Kirchner como opción electoral en la Argentina no hizo más que prender las alarmas sobre un posible regreso del populismo en América Latina. Y en ese paisaje también debe inscribirse el esfuerzo del Gobierno en las últimas horas por mostrar una mayoría de dirigentes políticos, aun los peronistas, alejados del eje bolivariano.
El mundo ayuda, pero reclama: la racionalidad política y económica, ya sea en la figura de Macri o de cualquier otro dirigente centrista, debe frenar un eventual cambio de la marea política en la región.
Maduro sigue en Caracas porque Rusia y Cuba (y, en alguna medida, también Irán) presionaron para que las cosas no cambien en Venezuela. Esta es la verdad, guste o no. Cuba dijo que no tenía militares en Venezuela, y tal vez no mintió. Pero controla mejor que los venezolanos el sistema de inteligencia de Venezuela y tiene una enorme influencia intelectual en los jerarcas militares que rodean a Maduro. El régimen cubano cuenta con uno de los servicios de inteligencia más eficaces del mundo, creado precisamente durante los avatares de la Guerra Fría. Rusia le proporcionó al dictador de Caracas su guardia personal (unos 100 efectivos de fuerzas de elite), porque no quiere perder los 10.000 millones de dólares que le debe Maduro, ni las inversiones petroleras, ni el negocio del oro, en el que tiene muchos intereses. Rusia no es la Unión Soviética, en efecto, pero hace lo que no podían hacer los soviéticos: influye en elecciones cruciales en el mundo mediante ciberataques (todavía se investiga en Washington si intervino en la elección de Trump). Los menos activos en la defensa de Maduro han sido los chinos, a los que Venezuela les debe 40.000 millones de dólares. Pekín solo quiere asegurarse el pago de esa deuda, sea por parte de Maduro o de cualquier otro. Esa distancia del conflicto latinoamericano confirma la teoría de que China es un imperio comercial, que no aspira a serlo como potencia política o ideológica.
La izquierda latinoamericana (incluida la argentina) ha puesto mucho énfasis en la participación de los Estados Unidos en la caída de Maduro. Esa participación existe y ha sido practicada con una memorable torpeza. Un secretario de Estado (se supone que es el canciller más importante del mundo) no puede decir que le aconsejaba a Maduro poner en funcionamiento el avión y marcharse de Venezuela si al día siguiente el dictador seguiría pavoneándose por Caracas, como realmente lo hizo. Mucho menos puede John Bolton, el principal asesor de Trump en política exterior, contar en público que hubo un acuerdo con jerarcas venezolanos para tumbar a Maduro y que no le contestaban el teléfono a la hora de los hechos. Los acuerdos norteamericanos con personajes importantes del chavismo existieron, según la prensa de los Estados Unidos, pero nadie sabe cuándo y por qué se rompieron. Solo merodea la versión de que Cuba presionó insistentemente sobre el establishment político y militar venezolano. La caída de Maduro significaría para Cuba un desastre económico sin paliativos.
Esos errores de la diplomacia norteamericana le quitan credibilidad a Washington como principal potencia política y militar del mundo. Sirven para que se regodee la izquierda prendiendo fuego frente a sus embajadas en América Latina y para que ignore la participación rusa y cubana en la tragedia venezolana. La decisiva intervención de Cuba en Venezuela es una certeza confirmada por académicos e intelectuales venezolanos.
Maduro es el exponente de un régimen militar. Las fotos posteriores a la asonada que fracasó, luego de la liberación de Leopoldo López, son casi idénticas a las que suele difundir el déspota de Corea del Norte. Maduro ponderó, tras el frustrado golpe, la lealtad de los militares y no dijo nada sobre la lealtad (si es que existió) de la sociedad civil. Al ser un gobierno militar, solo es necesario que las Fuerzas Armadas den un paso al costado y se declaren prescindentes para que se termine la experiencia de Maduro. Los militares venezolanos no necesitan recurrir al golpe de Estado tradicional en América Latina. La inverosímil miopía de la izquierda (y del kirchnerismo argentino) termina respaldando a un régimen militar y le cierra a Venezuela cualquier vía de acceso a una democracia verdadera. Maduro fue elegido en elecciones amañadas, con la oposición impedida de participar y con el dominio absoluto de la Justicia común y de la electoral. ¿Esa es la Justicia que proponen los intelectuales y algunos dirigentes del kirchnerismo? ¿Ese ninguneo a las instituciones de la democracia es lo que explica la adhesión del kirchnerismo al régimen de Maduro?
Macri, a su vez, inició en 2015 un giro de América Latina hacia gobiernos más centristas y racionales que los que formaban el eje bolivariano. Luego llegaron Sebastián Piñera al gobierno chileno; Jair Bolsonaro, al brasileño, e Iván Duque, al colombiano. La única excepción fue la de López Obrador en México, que hace todo lo posible por no pelearse con Trump. Pero López Obrador creó un sistema de gobierno con rasgos muy parecidos al populista, sobre todo por sus formas de entender las instituciones democráticas y su relación con el periodismo. La excepción mexicana crea también la necesidad estratégica de Washington de que no haya otra excepción en la Argentina.
Macri cosecha fuera de su país las turbulencias venezolanas, aunque también dentro de la Argentina la tragedia venezolana puede recordarles a los argentinos que los populismos terminan mal, sobre todo cuando no tienen plata. Y la bonanza económica de la que gozaron los Kirchner durante buena parte de sus tres mandatos consecutivos ya no está. La garantía que significa Macri es necesaria pero no suficiente. Se constató en los últimos días cuando los mercados reaccionaron muy mal luego de que se divulgaran encuestas que le daban a Cristina Kirchner una ventaja electoral sobre el actual presidente argentino. La posibilidad de un acuerdo con el peronismo más racional surgió entonces para demostrar que el extremismo político puede quedar aislado.
El Gobierno sospecha que los trascendidos sobre un documento con diez puntos cruciales para garantizar la gobernabilidad presente y futura salieron de Sergio Massa. Massa dice, a su vez, que la culpa es del Gobierno. Massa fue uno de los primeros en usar en provecho propio -cuándo no- el trascendido: rechazó el documento que, tal vez, él mismo contribuyó a difundir antes de tiempo. También el massismo habría deslizado la posibilidad de un acto formal con la firma de todos los dirigentes no kirchneristas del peronismo, incluida la mayoría de los gobernadores. Eso es improbable, si no imposible. Las elecciones están cerca y los gobernadores peronistas no quieren enfrentarse abiertamente a Cristina en sus territorios. Sea como fuere, el Gobierno leyó que, después de las filtraciones, cualquier otra cosa que no fuera el acto formal de la firma del documento sería un fracaso para el oficialismo. Macri salió a jugar personalmente y llamó a algunos referentes del peronismo. El propósito es exhibirlos públicamente a los que le dicen que no a un acuerdo de ideas simples, la mayoría de las cuales debería estar en el programa de cualquier gobernante sensato. La sensatez escasea cuando muchos se sienten cerca del sillón presidencial.
La aspiración más importante del Gobierno ahora es sacarles algunas declaraciones a gobernadores, legisladores y dirigentes peronistas, en las que se muestren de acuerdo total o parcialmente con el documento. Los empresarios, tanto los industriales como los productores rurales, se han manifestado masivamente a favor de las ideas de ese borrador. La política es más mezquina, según se comprobó en dirigentes emblemáticos del peronismo. La Argentina está, mientras tanto, en el medio de un complicado rebalanceo de los equilibrios internacionales. Un juego demasiado sofisticado para estas pobres ambiciones.
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