La renuncia de Hollande a posturlarse a la reelección representó un fracaso de la llamada “izquierda reformista” en conservar el poder. El caso francés se replica. La oferta política europea está plagada de populismos de extrema derecha.
El socialismo francés está enfermo, al igual que las otras propuestas similares en Europa. Las primarias del PS en las cuales se dirime no sólo el candidato para las elecciones presidenciales de 2017 sino también el contenido político del socialismo no alcanza para tapar el vacío sideral en el que da vuelta el PS francés y, más globalmente, la socialdemocracia europea y la izquierda en general. Ambas atraviesan el peor momento de la historia contemporánea. La renuncia del presidente francés, François Hollande, a postularse para su reelección significó un fracaso suplementario: por primera vez en Francia bajo la Quinta República, un jefe del Estado decidió dar un paso atrás. Ese gesto representa el fracaso de la llamada “izquierda reformista” y su imposibilidad de conservar el poder. La oferta política europea está asfixiada por los populismos de extrema derecha, el también llamado voto “sentimental” al mejor estilo del dirigente italiano Beppe Grillo, el concepto de “democracia illiberal” inventado por el primer ministro húngaro Viktor Orban y algunos movimientos de la extrema izquierda. “no voten con el cerebro, voten con el corazón”, dijo Grillo hace unas semanas. En Francia, una de las personalidades más populares es Marine Le Pen, la presidenta del partido de extrema derecha Frente Nacional. El electorado ha hecho de esta mujer de grandes oratorias xenófobas y populistas una de las favoritas para derrotar a la izquierda en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017. La izquierda reformista de François Hollande que gobierna Francia desde 2012 termina el mandato agotada, dividida y con niveles de aceptación popular dignos de un partido marginal. A su vez, la izquierda más progresista, igualmente fracturada en varias corrientes, conserva un sólido crédito, superior incluso al del PS, pero insuficiente para llegar al poder. El dirigente de la izquierda radical Jean-Luc Mélenchon tiene una inmensa aura popular que, en la cita con las urnas, no se traducen en votos.
Hoy, las expectativas políticas de los electores están puestas en las derechas retrógradas o las extremas derechas. La socialdemocracia se desvanece. Su retórica se ha vuelto inaudible, incluso si su reformismo no destruyó la raíz del Estado social como pretende hacerlo la derecha. Francia sigue siendo, dentro de los países de la OCDE, aquel que mantiene el gasto social más alto:31% frente a un promedio del 21% en la zona OCDE (Organización de cooperación y desarrollo económico). Allí donde se mire, Europa atraviesa por situaciones similares cuyo código común es un elector que se dice víctima de la globalización, del incremento de las desigualdades, de las elites modernas alejadas de la realidad, del retroceso de los Estados y de los sistemas políticos viciados. De esas ideas surgió una suerte de personaje que asimila todos los males: el supuesto obrero blanco, castigado por la globalización, con un trabajo inestable, marginado por la desigualdad y superado, en derechos, por los extranjeros. Las izquierdas en el poder, como en el caso de Francia, han sido incapaces de remodelarse para responder a esos problemas. Se limitaron a gestionar las expectativas que ellas mismas generaron con acciones políticas opuestas a las narrativas con las cuales se hicieron elegir.
En Europa del Este y Oriental apareció una suerte de “muro del rechazo” cuyos mejores representantes son, en Hungría, Viktor Orban, y, en Polonia, Jaroslaw Kacynski. Estas posturas políticas son autoritarias, revisionistas, populistas al extremo, mentirosas y proclives a limitar las libertades y todos los mecanismos de contrapoder que han ido desarrollando las democracias. El 24 de julio de 2014, el dirigente húngaro Viktor Orban inventó la expresión con las cual se identifican hoy esas redefinicionespolíticas: “la democracia illiberal”. El concepto invoca dos enemigos por derrotar: las elites globalizadas y los inmigrantes. Para ello, los illiberales plantean el ejercicio de un poder absoluto en nombre del pueblo pero, sin los necesarios equilibrios de poderes. Como lo pudieron hacer los partidarios del Brexit en Gran Bretaña, Donald Trump en Estados Unidos y las otras ultraderechas europeas, se trata de devolverle la soberanía al pueblo, de proteger al pueblo y de gobernar en nombre del pueblo excluyendo los otros contrapoderes o aislando a las minorías contaminantes: polacos en Gran Bretaña, latinos en Estados Unidos, musulmanes en Europa y, demanera general, a las elites urbanas y conectadas. El himno de esta “democracia illiberal” es el mismo que el de Trump:”Let’s take back control”, retomemos el control en nombre del pueblo y para el pueblo. En los países escandinavos, en Holanda, en Austria, en Bélgica, en Italia o en Francia los partidos marcadamente populistas trastornaron el juego político. Ni siquiera se salva Alemania donde la irrupción del partido de extrema derecha AFD, Alternativa por Alemania, vino a sumarse al concierto general de xenofobia, denuncia de las elites privilegiadas y los partidos políticos tradicionales.
Jean-Yves Camus, director del Observatorio de la radicalización política, observa que “si bien la democracia es lo suficientemente fuerte para resistir al neofascismo, no es seguro que esté protegida contra una evolución donde la forma republicana y democrática de gobierno podría subsistir (elecciones libres, bipartidismo) al mismo tiempo que cambia de naturaleza”. Todas estas fuerzas políticas se apoyan en los mismos resortes: el rechazo al extranjero, la proclamación de una nueva soberanía frente a la globalización o la Unión Europea y, última novedad, una narrativa social muy fuerte copiada de la izquierda.
Y es precisamente aquí donde está el abismo: la Europa política está en plena recomposición con un ausente mayor: la izquierda. Sus ideas no prosperan y toda la reformulación pasa por la derecha o la extrema derecha. El laborismo británico de Jeremy Corbynno prende, el Pasok griego quedó arrasado, el SPD alemán busca su gloria pasada, el viejo partido social demócrata austríaco ni siquiera pasó la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el PSOE español se tiró por la ventana al igual que lo hizo el PS francés. La izquierda socialdemócrata o reformista vive su peor fase histórica: su último reinado remonta al período que va de 1990 al año 2000 con Tony Blair en Gran Bretaña (1997-2007), Gerhard Schroeder en Alemania (1998-2005), Felipe González en España (1982-1996) y Lionel Jospin en Francia (1997-2002). De allí en más, esa izquierda se fue esfumando en las brumas de una gestión no del todo acorde con sus postulados. Perdió su alma intentando adaptarse a la realidad de las economías globalizadas, al achicamiento de los Estados protectores, a las enormes transformaciones tecnológicas y a la presión liberal. La socialdemocracia se ha convertido en una especie amenazada por las derechas ultraconservadoras, las extremas derechas o las izquierdas más radicales (Syriza en Grecia, Podemos en España, el movimiento 5 estrellas en Italia, el Frente de Izquierda en Francia o Die Linke en Alemania). El centro de gravedad se desplazó a la derecha.
En Francia, la socialdemocracia y las izquierdas plurales se disputan un espacio cada vez más estrecho: sus adversarios son el conservadurismo social mezclado con el liberalismo económico tal y como lo postula el candidato de la derecha que ganó las primarias, François Fillon, o la ultraderecha de Marine Le Pen en cuya retórica confluyen lo más genuino de la extrema derecha, el populismo e ingredientes sociales hurtados a la izquierda. Pero en regla general, la izquierda no está presente en la reconstrucción política del Viejo Continente. Pasó de ser El actor que diseñaba el futuro a verse expulsado de él. Una izquierda reformista que no prospera más allá de cierto nivel, otra izquierda histórica estancada y una izquierda radical que tampoco rompe el muro del 15%: las tres compiten casi en el mismo mercado sin capacidad de postular un modelo común o pactar una convergencia. Lo que fue durante muchas décadas el motor del progreso social europeo se ha vuelto un actor de segundo plano, obscurecido por sus incoherencias, sus traiciones y sus egos.
efebbro@pagina12.com.ar
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