Por: Ernesto Tenembaum. El momento elegido para iniciar un juicio político contra la Corte Suprema es raro, el orden de prioridades es muy discutible y los argumentos son poco convincentes. Además, el Gobierno no tiene ninguna chance de ganar.
A las nueve de la mañana del domingo 1 de enero, la inmensa mayoría de los argentinos aún no nos habíamos despertado de una noche que conjugó dos fiestas muy significativas: la tradicional bienvenida al nuevo año, y la extendida y eufórica celebración del campeonato mundial. Fue un fin de año realmente especial e inolvidable. El corazón de una sociedad, de repente, vibró ante un episodio conmovedor. Sin embargo, un argentino -al menos uno- estaba a miles de kilómetros de esa agenda. A esa hora, cuando todos dormían, la mayoría felices, el presidente Alberto Fernández anunció su primera batalla del año: le iniciaría juicio político a la Corte Suprema de Justicia.
¿Eh?
Ese gesto de Fernández desafía el enfoque tradicional de la política según el cual el éxito de una aventura depende, en gran parte, de su oportunidad. Para la mayoría de las personas, esa mañana, ese anuncio, puede haber sonado algo exótico, incomprensible, de otro planeta, si es que alguien se enteró. Pero Fernández no estuvo solo en su periplo hacia quién sabe dónde: en la tripulación también estaba, por una vez, su leal compañera de fórmula. Dos días después de Nochebuena, mientras los argentinos nos deleitábamos con anécdotas, reels, imágenes aún no vistas de los héroes de Qatar, Cristina Kirchner inauguró un estadio de fútbol en Avellaneda. El estadio se llamó Diego Maradona. Le dieron un premio a Hector Enrique. El fútbol estuvo presente durante todo el acto. Pero Cristina no mencionó ni una vez a Lionel Messi, ni al Dibu Martinez, ni a Lionel Scaloni, ni al triunfo histórico del seleccionado. Nadie coreó “Muchachos”. La Vicepresidenta habló contra la Corte: su tema casi excluyente.
Muchas veces, los líderes políticos se revelan como personas perspicaces, que perciben lo que no ve el resto de los mortales. Quizás sea el caso. La otra posibilidad es que el alma de la pareja presidencial deambule por órbitas muy lejanas a la sociedad que deberían liderar.
Pero no solo se trata de un problema de oportunidad sino también de prioridades. Argentina tiene problemas visibles. Sin repetir y sin soplar: la inflación, la inseguridad, la dificultad de acceso a la vivienda, la pobreza, el crecimiento narco, la falta de dólares, el déficit del sistema educativo, la atención de la salud en los hospitales públicos, el parate a las obras de infraestructura, un sistema impositivo regresivo, la injusta distribución del ingreso. En ese contexto, el Gobierno llama a sesiones extraordinarias. Pero no lo hace para convocar a un gran esfuerzo, con ideas novedosas, en ninguna de esas áreas. El lugar más destacado lo ocupa…¡el juicio a la Corte! Difícil de entender por qué eso no puede esperar seis semanas.
Un acto el día posterior a Navidad, un anuncio en la mañana de año nuevo, un llamado a extraordinarias en medio del verano. Debe estar pasando algo gravísimo. Un incendio o algo por el estilo. Pero resulta que la argumentación que sostiene la necesidad del juicio político es difusa, por decirlo de manera educada.
Alberto Fernández junto a Germán Martínez, jefe del bloque de diputados oficialistas, y Carolina Gaillard, presidenta de la comisión de Juicio Político
Tres ejemplos sirven para entender esto:
-En el último fallo que molestó a los Fernández, la Corte aprobó un amparo que dejó sin efecto un decreto por el cual, sorpresivamente, el Presidente le había quitado fondos al distrito opositor más importante para entregarlos al distrito oficialista más importante. Así de sencillo. Un día, el Presidente pegó ese zarpazo. Le sacó plata a Rodriguez Larreta para dársela a Kicillof. No es que distribuyó fondos hacia las relegadas provincias del Norte, que tocan su sensibilidad, o que logró un acuerdo para que la repartija fuera más justa. Apenas pegó un zarpazo. Era lógico que, tarde o temprano -en este caso tarde, porque durante dos años la voluntad de Fernández se cumplió- la Corte se expidiera. Podría haber salido en un sentido o en otro. Así es la vida. Pero en esta historia no está claro que sea Fernández el que tiene derecho a enojarse. En 2015, días antes de la asunción de Mauricio Macri, la misma Corte dispuso que el gobierno central debía transferirle a tres provincias muchísimo más dinero que el afectado por el fallo actual. A ningún presidente le gusta que le hagan eso. Pero Macri cumplió el fallo. Tremendo regalo le hacen al ofrecerse gentilmente para esta comparación.
-Parece que el Presidente está enojado también por la manera en que la Corte se involucró en el Consejo de la Magistratura. Se trata de un organismo creado por la Constitución de 1994 para que nuevos actores intervengan en la designación o sanción a jueces. Está trabado desde hace años, antes y después de las medidas de la Corte, porque la dirigencia política no es capaz de ponerse de acuerdo en nada. Entonces, nunca -o casi nunca- logran avanzar en ninguna decisión cuando sería tan sencillo, para gente normal, nombrar jueces respetables e independientes. Una buena idea terminó en una pulseada desgastante y en un gasto superfluo. La intervención de la Corte podría ser buena o mala pero no ha cambiado demasiado las cosas.
-Antes, el Presidente se había enojado, también, porque la Corte le dio la razón al Gobierno porteño cuando protestó porque la Casa Rosada había decidido cerrar todas las escuelas del país, en el segundo año de pandemia. En ese momento, en el mundo, había una consigna bastante lógica: “Las escuelas son lo primero que se abre y lo último que se cierra”. Sin embargo, Fernández –contra la opinión de todos los ministros de las provincias, y de sus propios ministros de Salud y Educación- decidió cerrar solo las escuelas. Todo lo demás estaba abierto, hasta los parques de diversiones. Algunas personas creen -creemos- que fue una de las peores medidas de su gestión.
El momento elegido es raro, el orden de prioridades es muy discutible, los argumentos son poco convincentes. Pero hay más: el Gobierno no tiene ninguna chance de ganar. Necesita dos tercios de ambas cámaras del parlamento, para destituir a los miembros de la Corte. Y luego, otros dos tercios para elegir a sus reemplazantes. Se trata de un Gobierno al que le cuesta aprobar leyes por consenso, con mayoría simple. No ha podido reemplazar a jueces federales que se murieron o renunciaron, ni al procurador, ni a la ministra de la Corte que acaba de jubilarse. Si la política debe guiarse por los resultados, lo que se ve en este caso es un discurso exacerbado que no logra ninguno. Balas de cebita. Las deserciones del santafecino Omar Perotti, el sanjuanino Sergio Uñac, el entrerriano Gustavo Bordet, el puntano Alberto Rodriguez Saá son bien expresivas respecto lo que sucede.
Alberto Fernández solo sumó el respaldo de once gobernadores peronistas
Algunos oficialistas difunden entonces que la Comisión de Juicio Político se pondrá en marcha y que desde allí citarán a los jueces y realizarán allanamientos. Será una experiencia muy interesante. Van a agredir más aún a los jueces y fiscales pero no tienen el número suficiente para desplazarlos. Qué inteligente. ¿Cuál será el resultado? ¿Los debilitarán o los legitimarán? Y, cuando todo esto se apague, si no logran desplazarlos. ¿Cuál será el estado de ánimo de esos jueces -agredidos, escrachados, humillados- frente a tantas causas pendientes?
Pero la extrañeza de la decisión ni siquiera termina aquí. En esta rara batalla, Fernández ha incorporado un elemento inquietante. Como se sabe, en el último mes se ha distribuido el contenido de conversaciones privadas obtenidas de la pinchadura del teléfono de un dirigente político, el saliente ministro de Justicia y Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro. Ese material ciertamente contiene elementos escandalosos, a tal punto que D’Alessandro debió pedir licencia. Algunas de esas conversaciones sugieren la existencia de negocios turbios en el gobierno que encabeza Horacio Rodriguez Larreta. Hay allí puntas muy serias para investigar, sobre todo respecto de negocios como el acarreo de vehículos y las concesiones de playas de estacionamientos.
Pero frente a la difusión de esas conversaciones, cualquier dirigente enfrenta también un dilema: ¿debe denunciar los presuntos ilícitos que se desprenden del contenido de las pinchaduras o debe denunciar el ilícito del espionaje sobre el teléfono de un dirigente opositor? ¿O ambos? ¿Debe dar por cierto todo lo que se difunde o sospechar que algunos diálogos pueden haber sido retocados? Esos dilemas trascienden las fronteras. En todo el mundo democrático, se discute qué hacer frente a las cada vez más frecuentes filtraciones derivadas de los avances tecnológicos: Panamá Papers, Pandora Papers, los mails de Hillary Clinton, Wikileaks, por citar los más conocidos.
Pero los Fernández no tuvieron ese dilema. Desde la hora cero, todo les resultó claro. El Presidente no se molestó por la pinchadura del teléfono a D’Alessandro ni prometió una investigación sobre eso: al contrario, validó todo el contenido. A priori. En cuestión de segundos. En base a uno de esos diálogos, también impulsa el juicio a la Corte. En ese sentido, hizo lo mismo que el diputado y ex jefe de contrainteligencia Rodolfo Tailhade: volanteó el contenido de las pinchaduras. Con dos diferencias. Una, que Thailade es fiel a sí mismo. Nunca hizo otra cosa. Lo suyo son los carpetazos selectivos y con material poco chequeado. La otra diferencia es que Tailhade lo hizo desde su cuenta de Twitter. Fernández, por cadena nacional. Contra todo pronóstico, el elocuente diputado logró que el Presidente se mimetizara con él y no al revés. La experiencia enseña que los victimarios de hoy serán las víctimas de mañana: difícilmente haya entonces lugar para lamentos.
La lucha por la consolidación de la democracia tuvo un capítulo muy interesante durante la década del noventa. En ese entonces, Carlos Menem amplió el número de miembros de la Corte, de 5 a 9, y la llenó de amigos y fieles. Ese grupo de jueces tuvo un nombre: “la mayoría automática”. Lo que quería Menem se hacía. Ese proceso está muy bien contado en Hacer la Corte, tal vez el mejor libro de Horacio Verbitsky. Una movilización social muy potente, donde el periodismo jugó un rol central, logró instalar el problema en el centro de la agenda. El modelo de la Corte menemista reproducía el de muchas provincias: entre ellas La Rioja, de Menem, y Santa Cruz, de los Kirchner.
Al llegar a la Casa Rosada, Kirchner demolió a la Corte menemista y construyó un ejemplo de tribunal independiente. En ese entonces, el jefe de Gabinete era Alberto Fernández y el ministro de Justicia, Horacio Rosatti. Con esos antecedentes, para intentar destituir a una Corte porque falla en contra de un Gobierno, debería haber argumentos incontrastables: de lo contrario, parece evidente el deseo de volver a aquellos años gloriosos, o al modelo santacruceño, o al riojano. Es bastante sugerente el apoyo al juicio político por parte del chaqueño Jorge Capitanich, la santacruceña Alicia Kirchner y, sobre todo, el riojano Ricardo Quintenla. Todos ellos han ganado prestigio internacional como luchadores en defensa de la independencia del Poder Judicial. ¿Quién podría dudar de la sinceridad de sus argumentos?
Sea como fuere, allí van Alberto y Cristina hacia el espacio.
Ojalá les vaya muy bien.
No se le desea el mal a nadie.
Mientras, Alexis hizo un hermoso gol de taco para el Brighton.
Ahora, nos volvemos a ilusionar.
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