El peronismo perdió la calle. No por falta de apoyos, como busca instalar la oposición, sino porque Alberto Fernández sigue firme en su rechazo a los actos masivos en pandemia.
Ante la necesidad de ponerle mística a un país en llamas, la CGT y los gobernadores lanzaron un operativo clamor que lleva el visto bueno de la Rosada para que el Presidente asuma la conducción del PJ. Una propuesta que se hará formal el 17 de octubre, en el homenaje a la Lealtad. La decisión tiene varias lecturas y obedece a distintos motivos. Primero, como Alberto rechaza fomentar cualquier tipo de construcción personalista, se renueva la ilusión de un “albertismo” posible, que crezca camuflado bajo la estructura del partido. Esa zona de confort natural del peronismo que no integra el núcleo duro de Cristina Kirchner y cree que hay que potenciar un armado propio. Segundo, puede entenderse como una reacción de resguardarse en un lugar seguro, ante amenazas internas y externas al poder, sobre todo en esa incómoda pelea desatada por el centro, donde entró a jugar fuerte Horacio Rodríguez Larreta.
En el plano interno hubo un hecho concreto: Sergio Berni anunció su candidatura, algo que se entendió como un desafío abierto a la autoridad presidencial. Ante el hartazgo, Alberto apareció para frenar de lleno la ambición del funcionario bonaerense. A ese contexto se suma el malestar interno por un gabinete apagado, donde resuenan constantemente posibles cambios.
Desconexión entre las distintas áreas, disputa entre segundas y primeras líneas en los ministerios y funcionarios que no ponen el cuerpo para defender al Presidente. Desde hace semanas que se especula con la salida de María Eugenia Bielsa de Hábitat, ¿un pequeño trueque en un área específica alcanzaría para vender renovación?
Ante ese escenario, la mesa chica ve al PJ como la posibilidad de una plataforma para cultivar el poder propio, una experiencia que muchos ya vivieron en sus orígenes, cuando acompañaron a Alberto en el PJ porteño en 2005, donde forjó su mesa chica que ahora trasladó al plano nacional. Fue una experiencia agridulce, que lo marcó en sus vínculos pero terminó desplazado del partido. Desde ese entonces hasta ahora, ¿cuánto vale hoy el PJ? ¿Para qué puede sumarle? ¿Sirve hoy esa bandera o incluso puede ser perjudicial a los fines de su proyecto transversal?
Sucedió algo curioso con el caso de Juan Ameri. La rapidez de reflejos de Sergio Massa colaboró para que el escándalo sexual del Congreso no salpicara al peronismo sino a “la política” en general. Con la decisión de suspender al diputado, Massa ensayó un control de daños y además encontró una oportunidad para mostrar capacidad de reacción. Lo novedoso fue que el peronismo tuvo una decisión poco corporativa: se deshizo de modo instantáneo de un dirigente propio, en lugar de abroquelarse en su defensa. Una modernización partidaria por la fuerza, muy distinta a la casi inexistente condena partidaria que con José Alperovich o el Loco Romero en la Provincia, entre varios casos resonantes. Nadie dudó en soltarle la mano a Ameri, aunque la pregunta de fondo acaso sea cómo llegó al Congreso un dirigente al que no le importó en lo más mínimo que estaba a punto de votarse el proyecto para blindar el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de Anses, sino que prefería estar en cualquier otra parte.
El caso del salteño responde a la lógica de una estructura partidaria local, pero vale para indagar cuál es la regla para armar una boleta electoral, donde se repite el intento de poner a la cabeza una figura “decente” y dar por hecho que el efecto arrastre de las listas sábanas permitirá que todos los demás pasen. Eso lleva a boletas integradas por personas poco preparadas para entrar al Congreso, que van desde aportantes de campaña a los que se les deben favores, a esposas de intendentes del Conurbano que además obtienen un lugar sin antecedentes de militancia, inserción política o méritos académicos. No hay que ir muy lejos para chequear que el regreso de Fernando Espinoza a La Matanza dejó libre una vacante para que una de ellas se convierta en diputada nacional. ¿No se debe -la política en general y el peronismo en particular- una discusión sobre estas “lógicas naturales” con las que se puebla al Congreso?
El debut de Alberto en la conducción del partido puede servir para abrir la discusión interna sobre estos temas. Darle una impronta más profesional, ordenada, que ayude a contener desbandes. Que la modernización no implique una reacción ética ante los errores sino que implique una verdadera renovación del PJ, algo que pregona el propio Alberto. Pero más allá de lo intrínseco al partido, ¿tendrá algún impacto en el plano político nacional? Hasta ahora, el imaginario discursivo del “albertismo” se autoconcibe como una síntesis de lo plebeyo del peronismo y el costado institucional del radicalismo, que Alberto insiste en reforzar con sus citas a Alfonsín. Una convivencia ideal, difícil de llevar a la práctica, entre lo popular y la búsqueda del voto en los sectores más reacios de las clases medias. El corrimiento de Alberto al peronismo, junto a un recambio de gabinete, podría ser además el inicio de una nueva narrativa, que puede implicar peronizar al gobierno.
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