Comenzó su carrera política con el partido Nacionalista Constitucional, saltó el gobierno de Alfonsín y luego al de Menem. Fue jefe de Gabinete de Néstor y Cristina. En 2008 se peleó con la entonces presidenta e la enfrentó desde otros sectores del PJ.
La fórmula presidencial del Frente de Todos contiene dos proyectos artísticos. El de Cristina, la artista del relato que consagró su paso de la política a la literatura en su libro debut Sinceramente. Alberto, en cambio, encarna el artista que quiso ser y no fue -hasta ahora.
Siempre operador, siempre en bambalinas, Fernández miró de cerca cómo otros eran los grandes, los ovacionados, los talentosos, los que arrastraban votos. Fue jefe de gabinete de Néstor Kirchner, y luego continuó en ese rol con Cristina. Renunció en 2008, durante el conflicto con el campo, la crisis que le dio identidad y dramatismo a la visión de Cristina: un Gobierno combativo embanderado en la izquierda calentada por las novedades latinoamericanas de Lula y Chávez (Alberto había desfilado por todos los colores políticos, pero jamás rozó la izquierda).
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Camaleón de la trastienda política, no es casual que el candidato del Frente de Todos haya pasado por (casi) todos los partidos políticos de su tiempo. La historia de Alberto está escrita, en parte, por sus correligionarios traicionados: el diputado del FpV Carlos Kunkel lo acusó de ser apoderado del “partido nazi” durante la dictadura. Alberto al principio lo negó, pero luego apareció su carnet del Partido Constitucionalista Nacional comandado por el derechista Alberto Asseff. Cuenta la leyenda que Asseff lo vio en un acto juvenil en Temperley y se quedó prendado del compromiso nacionalista del enérgico y bigotudo Alberto, que pronto escaló y devino presidente de la Juventud de su partido. Según Alberto, el frente de Asseff en esa época “era parte de la lista de Luder”. Sin embargo, en el '83 el PCN llamó a votar en blanco, y podemos imaginar, según la lógica institucional, al presidente juvenil Alberto empapelando la ciudad llamando a votar en blanco. Era el regreso de la democracia: Alfonsín derrotó a Luder en 1983, pero en 1985 Fernández se las ingenia, gracias a un tío fotógrafo, para entrar en las huestes radicales, en el ministerio de Economía de Juan Vital Sourrouille, impulsor del Plan Austral.
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Otra pasión lo consume: por las noches Alberto solía probar suerte con la guitarra en los bares. Si en política sabía tejer sus relaciones con los hombres fuertes de los partidos que frecuenta, el mundo del arte le era más esquivo. Toca la guitarra desde los 11 años y compone desde los 13; tomó clases durante un año y medio con Litto Nebbia, su ídolo. Pero no formó parte de la bohemia cool porteña, ni se interesó por la vanguardia de su tiempo. Su inspiración siempre estuvo en el pasado: Los Gatos (la banda de Litto) y Bob Dylan, el cantautor esencial de los 60s (que da nombre a su perro Collie). A diferencia de Néstor y Cristina, setentistas, a Alberto le tiran los años 60. Su primer spot era un tema de Los Beatles, elegido por él, que tuvo que bajar por infringir las leyes de copyright.
Quizás por aquellos años conoció a Eduardo Varela Cid, que según Página 12 había compilado los discursos de Emilio Massera y dirigía la Fundación para la Democracia en Argentina, el primer trabajo en política de Alberto, según fuentes periodísticas. Cuando termina la presidencia de Alfonsín y asume Menem, Alberto pasa a trabajar en la Superintendente Seguros de la Nación y el INDER residual bajo Domingo Cavallo.
Su primera campaña electoral fue como tesorero de la fallida expedición presidencial de Duhalde, que pierde contra Fernando De la Rúa en 1999. Alberto retorna a la fuerza porteña de Domingo Cavallo: en el 2000 es electo Legislador de la Ciudad, donde se desempeña como un operador menor del cavallismo. Da clases en Derecho y teje sus lazos con el Grupo Calafate, hasta que deja la Legislatura para sumarse a las aspiraciones presidenciales de Néstor Kirchner. Su salida fue polémica: el lugar vacante de Alberto lo ocupó Elena Cruz, famosa por declaraciones como “pongo las manos en el fuego por Videla” y “los desaparecidos fueron 254”. Sectores del peronismo se escandalizaron.
Durante los años de Néstor, Alberto estrenó los primeros conflictos con los medios y periodistas, que luego Cristina entronizó en el centro de la conversación argentina. La idea peronista-paranoica de que existen corporaciones malignas que buscan destruir los intereses del pueblo se trasladaba rápidamente al señalamiento de cualquiera que fuera disonante con el relato oficial. Del conflicto del campo surgió la grieta, y con ella la nueva carrera de Alberto. Hasta entonces Fernández se reconvertía en la oscuridad, su deriva política mutaba en relativo secreto.
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Pero a partir de la grieta, Alberto gana notoriedad intentando reorganizar el peronismo para superar a Cristina. En su rol de renegado del kirchnerismo, Alberto empezó a cincelar su perfil de Judas racional ante “los excesos” de Cristina. No logró vencerla: la fórmula del Frente de Todos es la derrota de su proyecto personal: la Liga de ex jefes de gabinete del kirchnerismo que armó con Sergio Massa en el Frente Renovador, cuando abrazaron la corta utopía de que el peronismo podría renovarse por fuera de Cristina. Alberto deviene armador de Massa y jefe de campaña de Florencio Randazzo, otro muchacho K con ínfulas que no prosperaron. Cristina es la anti-madre: su presencia y su persistencia no crean delfines ni herederos, sólo operadores menores que le disputan su liderazgo. Hasta, quizás, la llegada de Alberto.
Fogueado en la grieta, Alberto se sumerge en un género literario plebeyo. Comienza su vida de troll desde el llano, donde afloran sus dotes de poeta marginal: “pajero estalinista”, “nena mejor aprendé a cocinar”, “sos un boludo con vista al mar” (una ocurrencia de David Viñas para denostar al poeta Pablo Neruda, que vivía en Valparaíso). Las redes sociales son el magma del insulto: lo raro es que los políticos contesten. Pero Alberto no puede resistirse. Enfrenta años duros, prueba su propia medicina: los kirchneristas lo acusan de traidor. Alberto se defiende, a veces a los golpes, como en el video famoso donde empuja a un señor al ritmo de “I’m coming out”, de Diana Ross.
Sus exabruptos con la prensa llaman la atención, a la vez que encantan a los votantes kirchneristas. ¿Es un hombre común o se sentirá, como ciertos artistas, investido de un estatus singular que lo vuelve alérgico al cuestionamiento? Un político de carrera como él debería estar acostumbrado a lidiar con preguntas problemáticas: su trabajo es elevarlas como una pompa en el aire, dejarlas flotar y desvanecerse (especialmente si tiene, como dice Alberto, “feeling” con las palabras). Pero Alberto no puede evitar actuar como un fusible: algo que salta fácil (por sus exabruptos) o que actúa como una figura reemplazable, que preserva a quien sí importa. Como un telonero que acompaña al artista mayor.
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Cansados de dar vueltas en el desierto de la fragmentación peronista, Alberto, Massa y ahora también Randazzo vuelven como hijos pródigos al redil de Cristina. Por esa magia única de la política argentina, Alberto declara que cuando vio excesos, se fue del gobierno. Pero nunca logra explicar por qué volvió. Alberto no sólo surgió con la grieta, sino que la encarna: es su mayor capital político. A las palabras se las lleva el viento, o no: el plan es que sus palabras contradictorias queden y que sus diferencias funcionen como bloques que se apilan, según lo que quiera creer cada uno. Una fantasía hegeliana: Cristina sería el primer momento, Alberto su negación, y la fórmula de Alberto-Cristina sería la negación de la negación (una vuelta al origen recargada).
En la campaña, Alberto jugó a ser el hombre capaz de moderar a la indomable Cristina. Es un tropo patriarcal de un alter-marido: ser la racionalidad que aplaca, corrige y endereza la pulsión de la Señora. Como expresa en Sinceramente, ella no se arrepiente de nada: y para los que creen que debería arrepentirse de algo, ahí lo tienen a Alberto, el que quiso ser Bruto y clavarle el cuchillo cuando ella era César. La promesa es dual y contradictoria, y el plan es un misterio. Alberto visita a Lula en la cárcel, mantiene que en Argentina hay "presos políticos", descree de que Venezuela sea una dictadura; se muestra fiel a la doctrina del Foro de Sao Paulo, del que Cristina es devota.
“Andá a trabajar de periodista”, le espeta un Alberto mañanero y despectivo al periodista que le pregunta por la poca presencia de Cristina en la campaña. Corren rumores de que Alberto y Cristina no se hablan desde el último debate, y Alberto no puede ni disimular. Alberto y Cristina hicieron campaña, mayormente, por separado. Como los avisos en la vía pública del Frente de Todos: dos retratos pegados, que no comparten un espacio. Apenas pudimos ver su química: sólo tenemos videos de Alberto hablando (mal) de Cristina, o de Alberto siendo un colaborador cercano de Cristina. Dicen que en el cierre de campaña en Mar del Plata, Alberto le dejó la suite presidencial a la Señora. Un caballero.
El kirchnerismo de Alberto ofrece un libro y un contralibro: para acceder a ellos hay que poner en el buscador de twitter los vocativos con los que intercambia pareceres con sus lectores. Algunos de sus temas musicales están online: canciones de rima limitada que escribió en 1982-1983 cuando militaba con Asseff, que Alberto grabó hace poco. Se las mostró a Litto, capo de Los Gatos, que le dio un feedback que Alberto atesora: las canciones que están buenas, las que no. Copia el sonido de Los Gatos, con parches de los Beatles; sin capacidad de autocrítica, apenas logra imitar los rudimentos de sus ídolos.
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La ex presidenta tiene una historia penosa con sus vices: Amado Boudou terminó tras las rejas con menos causas abiertas que ella, y Cobos fue su otro Alberto Fernández: el que la traicionó desde adentro, cuando su estilo de gobierno se definía con fiereza. Los chismes indican que fue el mismísimo Papa Francisco, capitán de la Iglesia peronista auténtica, el artífice del acercamiento. ¿Será Cristina la Cobos de Alberto? ¿Se engalanará en sus votos, en su historia de la César argentina que exhibe orgullosa, en su control férreo de la Cámpora en el parlamento y la provincia? ¿Podrá compartir su pasión por el mando? ¿O será Alberto uno de esos candidatos que eligen un vice faldero, la viuda cansada, sólo interesada en el poder para protegerse a ella y a su familia de la persecución de lo que llama el Partido Judicial? Ese el tema fundamental de su libro, Sinceramente.
Como Boudou, Alberto quiso construir un mito de autenticidad, en ser un poco "un muchacho y una guitarra", como cantaba Sandro en femenino, y otro poco un abogado dúctil al servicio del poder. Su perro Dylan es un talismán en son de paz, el símbolo de la Lealtad en un partido donde todos parecen haberse traicionado entre sí. Moviéndose entre operadores y empresarios, colegios y universidades, la voz de Alberto aún no enfrentó a las masas de verdad. La campaña comenzó en torno a un centro móvil, el tour literario de Cristina, el núcleo donde se juega su estelaridad anhelada. Alberto es como el manager que de pronto se ve empujado al borde del escenario. Las luces lo encandilan, la multitud bulle debajo. Y Alberto sonríe bajo el bigote, los dientes demasiado blancos. Tiene un centenar de canciones inéditas.
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