El Presidente se mimetizó con la visión de Cristina Kirchner que le niega a la Corte Suprema el control de constitucionalidad de los actos de gobierno, al tiempo que pretende responsabilizar a los jueces de las muertes por Covid-19.
Por: Fernando Laborda.
La fragilidad del liderazgo presidencial es, sin duda, un problema en un país tradicionalmente hiperpresidencialista, que hoy desconcierta a propios y extraños por el surgimiento de un presidencialismo invertido, donde el poder vicepresidencial es más fuerte que el del propio jefe del Estado. La aparente resolución del conflicto entre el ministro de Economía y su subsecretario de Energía Eléctrica en favor de la continuidad de este último en el cargo es un nuevo indicador del avance de Cristina Kirchner y de La Cámpora sobre la estructura del Poder Ejecutivo y del debilitamiento de Alberto Fernández.
A veces, para disimular una derrota política, el perdedor puede intentar mimetizarse con su vencedor, como acaba de hacerlo el Presidente, aunque ese gesto implique dejarlo pagando el mayor costo a Martín Guzmán, quien no pudo desprenderse de un subalterno que cuestiona la política propuesta por el ministro en materia de tarifas eléctricas y que nadie sabe si, finalmente, podrá imponer ante la dura resistencia que opone el cristinismo a mayores aumentos tarifarios, aunque esto obligue a incrementar el gasto estatal en subsidios a las empresas del sector.
El acto realizado anteayer en Ensenada, en el cual Alberto Fernández pidió que se prestara especial atención a la foto que lo mostraba junto a la vicepresidenta, el gobernador Axel Kicillof y el titular de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, no deja de sembrar aún más dudas. No solo porque, si realmente se quiso transmitir una señal de unidad interna, hubo un gran ausente que fue el ministro de Economía. También, porque si la coalición gobernante precisa de una foto para mostrar que sus líderes están unidos es porque, en el fondo, son indisimulables sus problemas internos.
Por lo pronto, los últimos días han dado cuenta de que Kicillof parecería haberse convertido en una suerte de auditor del ministro Guzmán, a quien salieron a cuestionar varios dirigentes de peso del cristinismo, como Andrés Larroque, Fernanda Vallejos y Roberto Feletti, como si lo consideraran funcionario de otro gobierno y no del Frente de Todos.
Las críticas que desde esos sectores le hacen al titular del Palacio de Hacienda apuntan a la necesidad de priorizar la cobertura social por sobre la búsqueda del equilibrio fiscal y a demorar un eventual acuerdo con el FMI. Del mismo modo, pugnan por mayores regulaciones y controles sobre las empresas, a las que ven como principales responsables de los aumentos de precios. La desmesurada emisión monetaria para financiar el déficit fiscal no es para ellos el problema.
Además de las diferencias entre el cristinismo y Guzmán por la política económica, dentro del oficialismo conviven otras disputas. Entre ellas, las permanentes controversias públicas entre los ministros de Seguridad de la Nación, Sabina Frederic, y de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni; las discrepancias sobre el futuro de la Hidrovía, cuya estatización es defendida en el Instituto Patria pese a que acaba de ser desechada por el flamante ministro de Transporte, Alexis Guerrera, y los contrapuntos de dirigentes que se consideran “presos políticos” como Julio De Vido y Luis D’Elía con Massa, a quien han vinculado con presuntos negociados con Mauricio Filiberti, el empresario del cloro que aparece como uno de los adquirentes de Edenor.
Lo grave es que, en tren de sobreactuar la unidad y de disimular su devaluado papel de administrador de las diferencias internas, el Presidente se suba a la concepción autocrática del sistema político de su vicepresidenta y jefa política. Una concepción que ofende el principio republicano de división de poderes y que el propio Alberto Fernández le cuestionó durante todos los años en que se preocupó por hacer públicas sus furibundas críticas a Cristina Kirchner.
La expresidenta de la Nación sueña con un régimen distinto del republicano, donde los jueces sean un apéndice del poder político. Su desprecio hacia el Poder Judicial es tal que considera que los magistrados son una suerte de intrusos por el hecho de no ser elegidos por el voto de la ciudadanía. Su ideal fue proclamado públicamente allá por noviembre de 2018, cuando durante la cumbre del G-20 realizada en Buenos Aires, sostuvo durante un acto que el sistema de división de poderes databa de 1789, año de la Revolución Francesa, y sugirió que debía ser cambiado por cuanto es propio de una época muy lejana, en la que ni siquiera existía la luz eléctrica.
Cristina Kirchner también niega el papel que cumple la Corte Suprema de Justicia en el control de constitucionalidad de los actos de gobierno. En su particular visión, el máximo tribunal es un “superpoder” sobre el Ejecutivo y el Legislativo, que “quiebra el principio de igualdad ante la ley” y constituye “un desequilibrio total del sistema democrático” que hace que “los jueces gobiernen anulando decisiones propias e intransferibles” del poder político.
Alberto Fernández se subió a esa concepción cuando criticó el fallo de la Corte que defendió la autonomía de la ciudad de Buenos Aires frente al intento del Poder Ejecutivo Nacional de suspender las clases presenciales. El Presidente consideró que los jueces estaban dictando “sentencias para favorecer a candidatos que les gustan”.
La vicepresidenta calificó el fallo de la Corte como un “golpe contra las instituciones”. Cabe preguntarse quién golpea a quién. ¿El máximo tribunal, al disponer que la autonomía porteña no puede ser avasallada por un simple decreto presidencial? ¿O la propia vicepresidenta cuando le ordena, a través de sus acólitos, a un subsecretario de Estado que se rebele ante una decisión presidencial y se niegue a dejar un cargo político que se le reclama? Si un Presidente está atado de manos para remover a un funcionario de segunda línea que cuestiona la política del ministro a quien reporta, la debilidad del jefe del Estado se torna evidente.
Las contradicciones también estuvieron a la orden del día en otras críticas lanzadas al fallo de la Corte por otros funcionarios. El ministro de Justicia, Martín Soria, acusó de “asesinos” a los jueces y les preguntó si iban a hacerse cargo de los muertos. Y el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, afirmó: “Estamos convencidos de lo que tenemos que hacer: cuidar a los argentinos y las argentinas”.
¿Se harán cargo alguna vez los funcionarios de los muertos que hoy podrían estar vivos si no hubieran permitido que no pocos jerarcas y jóvenes militantes se robaran vacunas? ¿Explicarán alguna vez debidamente por qué se frustró la compra de vacunas del laboratorio Pfizer, pese a que la Argentina colaboró con las pruebas de esas dosis en unas 6000 personas? ¿Se harán responsables de que, habiendo podido acceder a unas diez millones de vacunas a través del Covax, que es el Fondo de Acceso Global para Vacunas manejado por la Organización Mundial de la Salud, el gobierno argentino solo optó por recibir el 10% de esas dosis?
Tal vez esos funcionarios que ahora señalan a los jueces como responsables de que puedan faltar camas o respiradores deberían observar lo ocurrido recientemente en Perú, donde el Poder Legislativo inhabilitó al expresidente Martín Vizcarra para ocupar cargos públicos por diez años y le impidió asumir como diputado por haberse vacunado de manera irregular. Una notoria diferencia con la particular concepción moral enunciada por el presidente argentino, quien enfatizó que “saltearse la cola de la vacunación no es delito”.
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