Por: Joaquín Morales Solá. El Presidente nunca terminó de digerir el motín vicepresidencial, que incluyó renuncias de funcionarios que no renunciaron y una dura carta pública con fuertes críticas; ella no disimula nada.
Solo faltaba que ella lo hiciera público. Y lo hizo. En la tarde del jueves último, la escenografía montada para una supuesta reconciliación de Alberto Fernández con Cristina Kirchner se derrumbó. Cristina fue a la Casa de Gobierno, pasó por el despacho del ministro Eduardo “Wado” de Pedro (su sucursal en la Rosada) y luego se dirigió al acto público con el Presidente. Cuando se retiró cumplió el mismo ritual. Unos minutos en la oficina de De Pedro y luego el adiós a ese edificio que gobernó durante ocho años. Ni una palabra a solas con el Presidente. “Esa relación está totalmente rota”, acepta un ministro que frecuenta a los dos. Alberto Fernández nunca terminó de digerir el motín vicepresidencial, que incluyó renuncias de funcionarios que no renunciaron y una dura carta pública de ella con críticas al propio jefe del Estado. Cristina no disimula nada, pero el espectáculo de los últimos días vació de contenido la insistencia del Presidente en que la relación entre ellos era perfecta (o, al menos, normal).
Desde la derrota y el motín, el Presidente prefiere recluirse en Olivos más que en la Casa del Gobierno. Algunos dicen que está perturbado por la melancolía de los tiempos felices, de los meses en que su popularidad escaló hasta niveles que ni Cristina ni Macri habían conocido. Añora los tiempos inaugurales de su gobierno. Ahora, su escasa imagen positiva y su enorme imagen negativa son muy parecidas a las de Cristina Kirchner. Ella es una jefa política fría e implacable. Todavía presiona, aún más, para deshojar el cerco de amigos personales de Alberto Fernández. Lo quiere arrinconado en la soledad. Ya le limpió a su exvocero Juan Pablo Biondi (que virtualmente formaba parte de la familia presidencial) y también echó al exjefe de Gabinete Santiago Cafiero (el más leal entre los leales). Ahora avanza contra el secretario general de la Presidencia, Julio Vitobello, un antiguo amigo presidencial, y contra el jefe de asesores de Alberto, Juan Manuel Olmos, un viejo compañero del Presidente en las andanzas peronistas de la Capital. “¿En qué puede hacer daño un asesor si no tiene lapicera ni capacidad de decisión? Eso es solo maldad”, concluye un funcionario que solo observa. Y esperan su turno los ministro de Economía y de Producción, Martín Guzmán y Matías Kulfas, que no son amigos personales, pero sí funcionarios nombrados por Alberto Fernández. La estrategia de Cristina es clara: desplumar al Gobierno de albertistas para tener una esperanza en las presidenciales de 2023. Su viejo desdén hacia Alberto Fernández (“traidor”, lo llamó hasta 2015) lo resolvió con la decisión de cocinarlo a fuego lento. Los dos se dedican largas diatribas ante interlocutores que no saben qué contestar. Estos están deambulando por una cima peligrosa.
Ni Cristina ni Alberto Fernández olvidaron nada de sus viejos rencores. En 2019, los unió el odio a Macri, no el afecto común, pero Macri ya no está
“Es una clara disputa por el poder”, se sincera un albertista. Para este, no hay melancolía en el Presidente, sino una larga reflexión sobre lo que hará después del 14 de noviembre. La solución para esta franja de la coalición gobernante, en la que militan gobernadores e intendentes, no debe consistir en entregarle el gabinete a Cristina Kirchner. Debería suceder, aconsejan, todo lo contrario: hacer un gabinete a la medida del Presidente, no de la vicepresidenta. En esa posibilidad cavila ahora Alberto Fernández. “O habrá pronto un proyecto de reelección de Alberto o La Cámpora tomará el control del peronismo”, deducen, y agregan: “Con La Cámpora desaparecerá el peronismo”. ¿Romperá entonces con Cristina Kirchner? “No, sin romper”, se ilusionan esos albertistas. No la conocen. Cristina será una porfiada y pertinaz jefa o hará estallar todo. El propio Presidente cree que “un libro de hacer política se cerró” con el último escándalo de renuncias y cartas. El libro es, desde ya, el epítome político que guía a Cristina. Por ahora, ella sigue siendo ella. Le guste a quien le guste. O no le guste.
La única coincidencia en la coalición gobernante es que revertir la derrota del 12 de septiembre es virtualmente una causa perdida. Muchos encuestadores coinciden. ¿Hubo abstención en la provincia de Buenos Aires? Sí, pero no todo los ausentes pertenecen al peronismo. El más directo fue el intendente de Escobar, Ariel Sujarchuk, un peronista muy cercano al kirchnerismo y amigo de Máximo Kirchner. Pero no es solo Sujarchuk. Muchos otros intendentes y dirigentes del peronismo bonaerense consideran imposible una reversión de las elecciones perdidosas, aunque estos hablan en reserva. “No hay conducción, no hay rumbo y no hay programa”, dijo uno de ellos. Otro hunde más las manos en las heridas: “¿Por qué Aníbal Fernández sería mejor que Sabina Frederic si esta no tenía que dar ninguna explicación sobre su pasado y Aníbal tiene que explicar varios expedientes judiciales? ¿Por qué, si Aníbal ya perdió en Buenos Aires?”, zamarrean.
Uno de ellos habló con importantes empresarios argentinos. Estos le hicieron un pedido simple: “Queremos saber si jugaremos al básquet con las manos o al fútbol con los pies. Después nosotros nos acomodaremos, pero necesitamos saber qué juego jugaremos”. El interlocutor, un notable peronista bonaerense, recorrió varios despachos nacionales. Nadie pudo contestarle la pregunta sencilla y clara que le habían hecho los hombres de negocios. Un viejo cacique del conurbano está derrumbado: “Con el pasado no se gana. Las elecciones son un cheque al futuro, no al pasado”, dice, y pone un ejemplo: “En 2015 nos cansamos de hablar de los 12 años de gobierno de los Kirchner y ganó Macri”. Es verdad: nadie en el Gobierno le habla del futuro a nadie. Se ha convertido en una coalición gobernante autorreferencial, distante y oligárquica, despegada de las necesidades de las personas.
“Nos han picado el boleto”, se sincera un peronista que mira el escenario nacional, no solo la provincia de Buenos Aires. Hay nostalgia de tiempos mejores, pero también desesperación. Solo políticos desesperados pueden recurrir al recurso extremo de presionar a un juez para que llame a indagatoria, y le prohíba salir del país, a un expresidente por el supuesto espionaje a familiares del submarino hundido ARA San Juan. ¿Alguien puede suponer que un presidente, cualquiera que fuere, ordenaría semejante desatino? El juez federal de Dolores Martín Bava hizo eso con Macri. Bava es un juez en lo Civil y Comercial de Azul que está subrogando el Juzgado Federal en lo Penal de Dolores. Ya había llegado al Juzgado Civil con las peores calificaciones que puede recibir un juez. Ni hablar del derecho penal, que desconoce.
Tal vez en la naturaleza de la Justicia radica la pasión por la paradoja. El juez federal de la Capital Marcelo Martínez de Giorgi tiene desde hace tres años un expediente que le envió el extinto juez Claudio Bonadio. Esa causa se inició porque Bonadio encontró en la casa de Cristina Kirchner expedientes de los servicios de inteligencia con seguimiento a personas concretas (el expresidente de YPF Antonio Brufau, por ejemplo), con transcripciones de conversaciones telefónicas de enemigos de la expresidenta y hasta con grabaciones de reuniones de directorios de empresas privadas. Martínez de Giorgi no hizo nunca nada. Por una simple deducción (que es imposible que Macri no supiera lo que hacían los servicios de inteligencia del Estado) Bava lo citó a indagatoria al expresidente y le prohibió salir del país. ¿Y qué hacemos, entonces, con Cristina Kirchner?
Esa pregunta se la hace también Alberto Fernández. Así como para ella el Presidente fue durante muchos años un traidor, Cristina fue para Alberto Fernández una pésima política que barrió con el legado de su marido. Ninguno olvidó nada. En 2019, los unió el odio a Macri, no el afecto común. Pero Macri ya no está, aunque los dos hacen todo lo posible para reponerlo en el principal escenario político. Ni siquiera pueden contener los daños de una relación definitivamente rota, ciertamente concluida.
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