El retiro de las aguas del río Chico hacia su cauce dio respiro a los vecinos del sur de la Provincia pero abrió la etapa más penosa de la inundación de la madrugada del jueves: ver lo que quedó en pie, tirar lo que ya no sirve más, enterrar a los animales muertos, observar la verdadera magnitud del desastre. Frente a cada casa los colchones se secaban al sol.
Los niños fueron dejados en casa de parientes en otros puntos de la provincia, mientras los adultos se dedicaban a sacar el barro blando que todavía quedaba en las habitaciones.
El suelo se secó rápidamente gracias al sol impiadoso del viernes que relucía de a momentos, entre nubes amenazantes, en una jornada sofocante que alcanzó los 33 °. No había agua, pero todo el interior de las casas estaba inutilizado, por eso casi ningún vecino pudo dormir en su casa. Pasaron la noche en las mismas carpas de evacuación que les puso el municipio sobre la ruta 38, hacia donde corrieron el jueves a la madrugada para buscar refugio.
A pocos metros de la ruta, Daniel Ibáñez se esmeraba en sacar el barro de su casa, como lo hizo hace ocho años, en la última crecida del río Chico, “pero nunca tan grande como esta”. Estaba solo con su esposa, porque había mandado a sus tres hijos a la casa de unos parientes. El viernes, ellos durmieron en el auto, “porque adentro todo está mojado, a los colchones hubo que tirarlos”. En el barrio Santa Rosa de Aguilares había muchos vecinos enojados. Dijeron que no recibieron ayuda del gobierno, que no todos consiguieron que les dieran colchones y que muchos seguían sin agua ni luz. “Han prometido muchas cosas pero la ayuda no llega, los únicos que andan dando cosas sin preguntar tanto son los grupos solidarios”, afirmó una vecina que no quiso dar su nombre.
Ibáñez señaló que la comunidad de Santa Ana los ayudó en todo momento, y que hace falta un trabajo de dragado del río, y no desagües porque eso ya demostró que no da resultado. “La única manera de que no desborde es cavar más el río”, opinó.
Hugo Rivadaneira tuvo que tirar todos los muebles de su casa porque eran de fórmica. Su familia seguía viviendo el viernes en una carpa sobre la ruta. Allí amanecieron desvelados, sin poder irse a otra parte “para poder cuidar las pocas cosas que nos quedan”, dijo Rivadaneira, cuya señora está embarazada de siete meses. Sus tres hijos están en la casa de su suegra, en Santa Ana. Berta Mendoza, de 69 años, no para de lamentarse: “hemos perdido todo: colchas, acolchado, dos colchones, calzado, sábanas y todos los muebles de la casa. ¡Hasta la puerta me la ha arrancado la correntada! Para colmo todavía no tenemos agua, nos han dado dos botellitas de agua mineral que las estoy cuidando para que no se me acaben”, dijo doña Berta.
Comentá la nota