Adelanto exclusivo del libro de Marcos Peña: “No hubiese tenido problema en irme antes”

Adelanto exclusivo del libro de Marcos Peña: “No hubiese tenido problema en irme antes”

El ex Jefe de Gabinete vuelve a la vida pública con “El arte de subir (y bajar) la montaña”, una obra en la que repasa sus cuatro años en la Casa Rosada. Su mayor error, las feroces críticas de los últimos meses y por qué decidió quedarse hasta el último día

 

Marcos Peña los tiene contados. Fueron mil cuatrocientos sesenta días como Jefe de Gabinete del gobierno nacional: estuvo en ese cargo los cuatro años enteros que duró la presidencia de Mauricio Macri. Sólo Alberto Fernández había logrado permanecer en esa oficina también durante un mandato presidencial entero, e incluso un poco más. Los demás jefes de gabinete, estima Peña, permanecieron 1,4 años en ese cargo al que el ex funcionario define como “pararrayos del Presidente” y “un fusible”.

Ahora que lleva más de cuatro años retirado de la función pública, Peña vuelve sobre esos tiempos en El arte de subir (y bajar) la montaña. Cosas que aprendí sobre la dimensión humana del liderazgo, un libro que publicará este miércoles editado por el sello Siglo XXI. Y cuenta por qué, unos meses antes de que terminara el mandato de Macri, tomó la decisión de no seguir en el cargo a partir de diciembre, incluso si el líder del PRO resultaba reelegido.

“No recibir ayuda psicológica mientras estaba en el poder fue un error”, es una de las afirmaciones de Peña en este libro en el que cuenta la trastienda de esos años y, también, cómo hizo después de abandonar la función pública para salir de cierto entumecimiento en el que lo habían sumido los 42 meses a cargo de la Jefatura de Gabinete. A la vez, trata de dar cuenta de todo lo que perdió, sobre todo en términos personales, y hace balances como este: “Podría haber sido mejor no concentrar tanta carga ni enamorarme tanto de tirarme arriba de todas las granadas que había dando vueltas”.

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“No hubiese tenido problema en irme antes”, desliza, especialmente en referencia a los últimos meses de la gestión, en los que, asegura, recibía duras críticas. Sobre esos tiempos se acuerda, por ejemplo, de una noche de cacerolazos e insultos que se metían por la ventana de su casa, y del alivio que sintió al confirmar que sus hijos no dormían allí esa noche. “Generamos una enorme expectativa, lo cual nos autoimpuso una presión extra”, asegura Peña.

"El arte de subir (y bajar) la montaña" se publica este miércoles

El vínculo de un líder con la salud mental, con el cuerpo, con la naturaleza, con la conexión virtual a través del teléfono celular, con el equipo que lo rodea y con el protagonismo son algunos de los temas de los que Peña se ocupa en su libro, que Infobae adelanta en exclusiva. ¿Será esta su vuelta a la vida pública?

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El límite

Nuestro departamento. Mayo de 2019.

Bancame, esto es lo que hago, no lo que soy. En diciembre corto, pase lo que pase.

Llevábamos tres años y medio de gobierno, y hacía doce meses que estábamos en crisis económica por la inestabilidad cambiaria. Para Luciana había llegado un límite, y para mí, una definición: me alejaba de la experiencia política o se terminaba mi pareja. Decidí poner fin a esa etapa política, e irme al finalizar el año y el mandato.

Al forzar mi decisión, ella me ayudó a salvarme de un lugar peligroso. Sé que mi elección vino de un lugar muy profundo. Cuarenta y dos meses como jefe de Gabinete del gobierno argentino habían ido desgastando mi energía y mi motivación, y lo que más me sostenía era la responsabilidad y la necesidad de llevar la nave a buen puerto.

Muchos me preguntaron en este tiempo si la experiencia me había “quemado”, pero siento que no, no era eso. Sí tenía claro que estaba en un límite en el que el personaje público ya estaba ocupando demasiado espacio en mí y que si seguía así podía llegar a lo que yo sentía que era un punto de no retorno.

Peña trabajó junto a Macri desde sus 24 años, y fue su ladero principal durante su Presidencia (Archivo/NA)

La historia había arrancado dieciocho años antes, a mis 24, cuando comencé a trabajar en la Fundación Creer y Crecer, lugar desde donde en aquel momento se construía el nuevo proyecto político que luego sería el PRO. A los dos años asumí como legislador de la Ciudad de Buenos Aires, y cuatro después comencé un período de ocho años como secretario general del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Todo ese tiempo estuvo dedicado al desafío de comenzar un partido político nuevo, de cero, con la bandera del cambio, de la transformación, honrar ese mandato transformando la ciudad y luego llevarlo a nivel nacional, al ganar la presidencia.

Saber que más allá de que ganáramos o perdiéramos en las elecciones de diciembre de 2019 me corría de la política, lugar que había ocupado mucho de mi identidad, energía y pasión durante esos dieciocho años, me ayudó a transcurrir mucho mejor los muy complicados meses que vendrían. Me permitió empezar a ver de manera más consciente lo que estaba viviendo, las relaciones que había construido y las que había puesto en peligro.

Pero como no compartí esta decisión con casi nadie, se generó una situación rara. En aquel momento, llevaba casi un año recibiendo cada vez más críticas, entre ellas, que me aferraba al cargo. No hubiese tenido problema en irme antes, pero sentía que no tenía esa opción. Eso me hizo darme cuenta de que hasta el final del mandato iba a estar en una situación vulnerable y peligrosa.

El cargo de jefe de Gabinete de Ministros existe en la Argentina desde la reforma constitucional de 1994. Se introdujo con la idea de diluir el presidencialismo con una figura semiparlamentaria, inspirada en los primeros ministros europeos. En la Constitución la síntesis de la tarea es: “Ejercer la administración del país”. En la práctica, el cargo quedó en un lugar híbrido entre el chief of staff de la presidencia estadounidense y esa idea original del primer ministro. En nuestra cultura, el rol terminó siendo el de un pararrayo del presidente, el fusible. En veintiocho años, hubo diecinueve jefes de Gabinete en el país, cada uno de los cuales tuvo un promedio de 1,4 años en el cargo.

Peña jura como Jefe del Gabinete de Ministros en diciembre de 2015 (Archivo/Télam)

Solo dos, Alberto Fernández y yo, duramos el mandato completo de cuatro años del presidente. Un antecesor en el cargo me dijo al asumir: “Todos los días tu máximo logro será sacar un empate, nunca vas a ganar. Los triunfos son del presidente y de los ministros, los fracasos, tuyos”. Otra persona experimentada me advirtió: “Qué lástima, te vas a incinerar, ahora te toca abrazar ser mártir”. No era un panorama muy alentador.

Cuando asumimos, el contexto no era sencillo. Nuestra coalición tenía alrededor de un quinto del Senado y un tercio de la Cámara de Diputados, una quinta parte de los gobernadores, un país en default con múltiples problemas económicos y sociales, y un gobierno de coalición recientemente formado. En muy pocas semanas, pasamos de ser una fuerza política nueva que gobernaba la Ciudad de Buenos Aires a gobernar el país y la provincia de Buenos Aires. Además, generamos una enorme expectativa, lo cual nos autoimpuso una presión extra. Sabía que mi tarea sería compleja, desgastante y muy exigente. Todos los días, cada decisión que tomara iba a ser evaluada, tanto por la gente como por el mundo del poder.

Para complicarla más, no encaré el trabajo desde el bajo perfil. Asumí una tarea de vocería y tomé decisiones que sentí que eran coherentes con mis valores y con la integridad, intelectual y personal, que para mí es fundamental en la vida. Eso implicó muchos roces, conflictos y peleas. Por supuesto, en ese contexto tuve aciertos y errores, y pienso ahora con más experiencia que podría haber sido mejor no concentrar tanta carga ni enamorarme tanto de tirarme arriba de todas las granadas que había dando vueltas. Me hice cargo de muchas responsabilidades que no eran mías, y no me quejo, así entendí la tarea. Al principio me dio bronca la injusticia de ver que esa actitud no siempre fue recíproca con las de muchos colegas, pero hoy entiendo que lo hice convencido y que no vale quejarse el día después.

Gobernar un país tiene aspectos únicos, trascendentes, de los que estaré honrado y agradecido toda la vida. Poder realizar transformaciones que impactan positivamente en la vida de millones de personas es una experiencia única. También lo es el vínculo que construís con la gente que representás, que cree en vos y en lo que estás haciendo. O el orgullo que implica representar al país en el exterior, en el mundo.

Pero también te pone en una privación legítima y voluntaria de la libertad, que te asfixia de a poquito. Cada vez más la gente que te rodea te ve como el personaje, el cargo, el rol, y te vas acostumbrando a que cada cosa que hacés puede tener una implicancia pública. Al mismo tiempo, tener que coordinar y liderar a dirigentes y funcionarios que en su inmensa mayoría eran algunos o muchos años más grandes que yo hacía que estuviese rindiendo examen todo el día.

La emoción de Macri durante la gala del G20 en el Teatro Colón. Cerca suyo, Marcos Peña (Archivo)

Ese día a día de miles de decisiones, alta exposición, mucha energía puesta en lograr que todo el equipo se alinease detrás de un rumbo común y gran conflictividad resultó ser muy intenso. Fueron mil cuatrocientos sesenta días de bastante presión, con cientos de decisiones que tomar por día. En ese tiempo tuvimos dieciocho meses de crisis cambiaria, recibimos al G20 para cerrar un año de la tarea de liderar ese foro, me tocó encabezar dos elecciones nacionales como jefe de campaña (una ganada y otra perdida), más la permanente inestabilidad de gobernar un país con sus tensiones políticas y sociales y las crisis inesperadas que fueron apareciendo.

Esa responsabilidad de ser el número dos del gobierno nacional no estaba alineada con la estructura de apoyo personal que tenía. Vivíamos en un departamento alquilado de ochenta metros cuadrados en Palermo, en una zona donde estábamos hacía ya varios años. Nos encantaba porque era tranquilo, en el borde de lo que quedaba del viejo barrio y la parte más edificada. La habíamos elegido sobre todo porque nos quedaba cerca del colegio de mis hijos. Los fines de semana salíamos a andar en bicicleta, o al club que quedaba cerca. Los años en el gobierno de la ciudad no habían alterado mucho nuestro ritmo de vida. Si bien alguna persona me conocía, no era nada comparado con lo que pasó una vez que llegamos a la presidencia.

En el tercer año de gobierno tomamos la decisión de alquilar una casa fuera de la ciudad para irnos los fines de semana. Sentíamos el agobio de no tener un espacio para nosotros, de haber perdido esa libertad de andar por la ciudad como antes. Era paradójico, porque para sobrevivir necesitábamos encerrarnos un poco, tener un refugio. Sin ese espacio no sé si hubiésemos podido atravesar el último año y medio del gobierno.

Lo bueno de quedarnos los cuatro años en el mismo departamento fue que los chicos siguieron su vida lo más normal posible. Agradezco al día de hoy que los medios de comunicación hayan sido respetuosos de ese espacio y nunca se hayan instalado a hacer guardia en la puerta del edificio donde vivía. La única vez que apareció un móvil de televisión fue después de que terminó el gobierno. Al salir de la cochera, paramos un segundo para acomodar a todos en nuestra Suran, cuando me abordó un movilero de un canal de noticias por la ventanilla del conductor. En dos segundos me tuve que poner a pensar las respuestas a las preguntas que me hacía, mientras sentía que estaba exponiendo a mis hijos. Me sentí indefenso y violentado.

La nota nunca salió al aire. Supongo que la escena era demasiado normal para el prejuicio que tenían de mí. Había vivido esa misma sensación de indefensión un día en casa durante una protesta en forma de cacerolazo. Tuve una angustia muy fuerte por sentir que no podía proteger a mis hijos. Escuchaba golpear cacerolas por las ventanas, muy cerquita de nuestro departamento, al tiempo que gritaban e insultaban al gobierno. Sé que sabían que yo vivía ahí. No eran demasiados, pero alcanzaba para ser amenazante. Me sentí aliviado cuando Luciana me dijo que los chicos se quedaban esa noche en lo de su abuela. Pero de todos modos me hizo ser más consciente de que estaba metido en una situación muy diferente a la que había vivido hasta entonces.

Una de las últimas actividades oficiales de Marcos Peña: el 8 de diciembre de 2019 asistió a la Misa de Unidad en la Basílica de Luján. Estuvieron Mauricio Macri y Alberto Fernández (Archivo/Gustavo Gavotti)

Cuando asumí, me informaron sobre los policías que estaban a cargo de cuidarme. Fue muy difícil adaptarme a eso. Como no iba con mi estilo ni el de mi familia estar moviéndonos todo el tiempo con custodia, pudimos negociar un esquema mínimo. Fue una negociación a lo largo de los cuatro años entre lo que necesitaba personal y familiarmente, y lo que correspondía por mi cargo institucional.

Los fines de semana manejaba mi propio auto y pedía que si tenía que venir un auto de apoyo lo hiciera un poco más lejos, no pegado. Quería que mis hijos, que tenían 7 y 2 años cuando asumimos, pudiesen sentir un contexto lo más normal posible. Eso me llevó a un par de situaciones disparatadas, como las varias veces en que los custodios tuvieron que ayudarme empujando mi auto para que arrancara porque se había quedado sin batería. O cuando me esperaron en la terminal de Buquebus con un bidón de nafta porque habíamos vuelto de vacaciones con el tanque vacío y no podíamos llegar a la estación de servicio.

Todo el equipo trabajó en todo momento con profesionalismo y calidad humana, y siempre estaremos agradecidos con ellos. Sin embargo, siento que la “burbuja” de seguridad es una de las cosas que te aísla, te potencia los miedos, te hace pensar que sos alguien que se merece ese trato distinto. Aumenta la desconexión y hace más difícil el día después.

Además del día a día exigente en la Casa Rosada, el trabajo demandó mucho viaje. La Argentina es el octavo país más grande del mundo, y cuando estás a cargo del gobierno tenés que andar todo el tiempo recorriendo. Las distancias son enormes. Los viajes se van sumando y te van desgastando. A eso se le agregan los viajes internacionales que, salvo a Uruguay, son largos o muy largos. Si bien el avión es uno de esos momentos en el que tenés algo de paz porque no hay señal de celular, al aterrizar te esperan los mensajes acumulados.

Era una tensión difícil de resolver, porque viajar ayudaba a multiplicar nuestra presencia como gobierno, conectarte con las realidades de las distintas zonas del país e incluso oxigenar la cabeza de la rutina diaria. Otra cuestión que hace particular este trabajo es la obligación de estar en la prensa, muchas veces a la noche. Además, la “rosca” política y el mundo del poder son más bien nocturnos, por lo que, si arrancás temprano todos los días y tenés que quedarte hasta tarde para hacer prensa o ir a una cena, te vas quedando sin resto y empezás el día siguiente sin estar descansado.

Peña en otro de sus roles: jefe de campaña (captura video)

Todo eso contribuye a la asfixia, al cansancio y al desgaste. Para uno y para la familia de uno. Porque además cada invitación rechazada significa una o varias personas del mundo del poder ofendidas porque se sienten despreciadas. Mi política fue la de reducir al mínimo las presencias nocturnas y eso me generó roces con mucha gente.

Mientras la cosa va bien, las alarmas tienden a apagarse, uno vive el día a día y se va acostumbrando al rol y a lo que implica. No hay posibilidad de que te aburras, tenés mil decisiones que tomar por día, opiniones que dar, personas a las que recibir o atender, conflictos y crisis para resolver. Nunca tuvimos un momento fácil, pero ya venía acostumbrado de los ocho años en la gestión de la Ciudad de Buenos Aires, en los que tuvimos que enfrentar miles de situaciones complejas. Todo cambia a nivel nacional, sobre todo cuando se desestabiliza la economía. Son momentos en los que sube la intensidad y el impacto de cada decisión que hay que tomar.

Pese a esa tensión y exposición en la que vivía, prácticamente no hice terapia ni tuve asistencia psicológica durante esos cuatro años. En el último año comenzó a ayudarme Alberto Lederman, quien fue una persona clave para comenzar un trabajo personal y guiarme en la transición hacia la nueva vida que me esperaba.

Alberto es conocido como consultor de empresas, pero además es una persona con muchos años de experiencia trabajando con líderes. Es una mente brillante, con un culto al bajo perfil. Con sutileza, como le gusta a él, me fue marcando la enorme omisión que tenía de mí mismo y cómo me ocupaba de todos menos de mí.

Me ayudó a entender que eso no era casualidad, que respondía a cosas de mi propia vida y que tenía que comenzar a mirar para adentro. Le tendré siempre un inmenso agradecimiento por esa ayuda desinteresada y generosa sin la cual no sé si hubiese podido hacer lo que hice.

No recibir ayuda psicológica mientras estaba en esa posición de poder, fama y conflicto fue un error de inconsciencia y autosuficiencia. Y eso que Luciana me lo marcó desde el principio y no le hice caso. Si tuviese que señalar una sola cosa que haría diferente, sería eso. Y no solo tendría apoyo psicológico, sino también un equipo de personas que me pudieran ayudar a mantener la salud emocional, mental y física. Pero eso lo puedo ver hoy como conclusión, luego de cuatro años de trabajo personal y de investigación sobre lo que les pasa a las personas en situaciones de liderazgo extremo. Si bien no tenía un prejuicio contra la psicoterapia, sin duda algo permeó en mí debido a una cultura familiar muy reactiva a ella.

Marcos Peña brinda un informe ante el Congreso (Archivo/NA)

Lo sorprendente es que siento que no terminé “quemado” mentalmente, no tuve crisis nerviosas, no tuve que tomar medicación, no dejé de dormir y comer bien. Pienso, por un lado, que si hubiese tenido una crisis más visible, sería hoy más fácil transmitir el mensaje de la vulnerabilidad. Pero, por otro lado, me parece mucho más complejo no haber tenido ninguno de estos síntomas. Sentir que podría haber seguido perfectamente haciendo lo que hacía, y que incluso lo podría haber hecho en mejores condiciones emocionales que bastantes de mis colegas.

Ese adormecimiento gradual y paulatino de los síntomas emocionales te puede llevar a una disociación, un entumecimiento, del que nunca puedas salir. Mirando para atrás, eso me asusta. Porque si perdés esa sensibilidad en el altar de lo que “tenés que hacer”, podés terminar la vida solo y enfermo, y nunca darte cuenta. Creo que al mismo tiempo esa disociación me ayudó a soportar el altísimo nivel de agresión que recibí en el último tiempo en el gobierno.

Traté de cuidar todo lo que pude los espacios personales mientras estuve en el cargo. No dejar de hacer deporte. Tratar de mantener los espacios familiares. Llevé casi todos los días a mis hijos al colegio. Muchos nos criticaron por esas costumbres, porque iban en contra de la idea de que un funcionario tiene que estar abocado 24/7 a su función. Lo que no registra esa crítica es el impacto de los cambios tecnológicos, que hace que estar en la oficina ya no tenga la misma importancia desde que existe el celular.

Estás 24/7, sin importar donde estés. Y eso hace que muchas veces seas una presencia ausente en tus espacios personales. Porque no importa si es fin de semana, feriado, cumpleaños de un hijo, siempre va a haber un mensaje por WhatsApp o un llamado telefónico que atender. Eso tiene un costo sobre uno y sobre los demás. Antes no era así. A lo sumo te podían llamar por teléfono a tu casa, pero por definición eso estaba limitado. Ahora tenés todo el tiempo mensajes pendientes, o noticias o documentos que leer.

Hay quienes creen que todo esto es inevitable, que es inherente a la propia lucha por el poder. Y también hay gente que ordena toda su vida detrás de esa tarea política, muchas veces incluso como un emprendimiento familiar. En esos casos no hay espacios personales porque todo está subordinado a la lucha política, sea por idealismo o por ambición (o ambas).

Lo respeto y lo entiendo, pero siento que no es sano y que definitivamente no era así como yo quería transcurrir en el poder. Porque cuando lo vivís así, cuando la persona y el personaje se vuelven uno solo, entonces la lucha por la permanencia en el poder se vuelve una pelea a vida o muerte, y ahí empiezan los problemas más graves. Aun cuando la circunstancia coyuntural o histórica implica una experiencia de gran intensidad, se requiere un cuidado y un mantenimiento para no volverte loco y hacer un buen trabajo.

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