Crisis migratoria. En el segundo día de desalojo, La Jungla, en Calais va quedando vacía. El gobierno francés las aloja en otros centros.
La Jungla languidece, se va vaciando lenta y voluntariamente, en este martes de “verano indio” en Calais. Los sudaneses fueron los primeros en irse, luego los eritreos, los sirios, los iraquíes y los más reticentes son los afganos, que temen que, en un acuerdo europeo, los reenvían a su propio infierno, con el argumento que ahora Afganistán es “un país seguro”.
En su segundo día, la “demolición persuasiva” del campo de refugiados más grande de Francia se ha iniciado, con la policía antidisturbios acompañando a los obreros de la empresa privada que desmontan esta miseria a mano, sin el apoyo de topadoras esta vez. Pero no existe la presencia del Estado francés en La Jungla, sólo el rumor. Si los refugiados quieren saber cuál será el futuro, deben ir al centro de acogida a 1 kilómetro, tras pasar el cerco policial. Si la información hubiese sido amplia y el centro de acogida no cerrara a las cuatro de la tarde, como cualquier oficina francesa, La Jungla se vaciaba en 24 horas.
La calle principal del campo es como un espectro de lo que fue. Las casuchas de plástico y madera han quedado vacías, en este descampado tóxico e inundable, frente al mar y al lado del Muro de Berlín, que separa su miseria de la ruta que atraviesan los camiones, donde se esconden para llegar a Gran Bretaña, cerca del ferry y el Eurotúnel. Ya cerró el Afghan Shop, que les vendía el pan Nam, el “British Hotel” y los otros dos “hoteles” de 3 euros la noche, dos de las tres mezquitas, la escuela Bankside, que enseñaba inglés y francés. Se fue el zapatero, el barbero guardó sus tijeras y partió al Centro de acogida para subirse a un ómnibus blanco, para recomenzar una vida en Francia.
Lokman Square, ese homenaje a una plaza de Jalalabad en el medio de La Jungla, es un desierto. Un slogan solitario, sobre una casucha verde, es lo único que queda: “No destrocen La Jungla”, pide. Solitario, el restaurante afgano “Peace” es el último resistente. Permanece abierto, en el último día antes de la partida. Al igual que Mohamed, que vende zapatos de segunda mano y anoraks a 8 euros, y espera un milagro. Ya se fueron los farmacéuticos iraquíes, los arquitectos sirios, los profesores, los ingenieros y médicos sudaneses, los estudiantes universitarios eritreos, el afgano que habla siete idiomas, proyecta aprender francés en tres meses y ser traductor oficial en Naciones Unidas. No son solo paisanos abandonados, afganos que huyen de la miseria y la violencia tribal. Es la clase media de los países en guerra la que huye desde La Jungla.
Jan Mohamad, un profesor de inglés que llegó de Paktia, territorio talibán puro en Afganistán, después de atravesar Irán, Rusia, República Checa, cree que La Jungla se terminó. “Se acabó. Es un fantasma. Antes cada uno vivía en comunidad. Nos ayudábamos, creamos la ley. Era un territorio libre solidario. Se rompió con la evacuación. No queda nadie”. Para él, que tiene su madre, su hermana, su cuñado en Gran Bretaña, hoy no hay otra opción que el ómnibus y desde alguna región francesa, pelear un derecho que los británicos resisten: la reagrupación familiar.
En una de las últimas casuchas azules aún ocupadas, una música afgana en Pashtun canta a El Dorado británico y cuatro la bailan en un círculo, en esa tierra barrosa. Otros, en un sueño de opio, pierden su conciencia en un destartalado sofá de cuero. La heroína y el opio es la peor adicción de los afganos y circula en La Jungla como si fuera Kabul.
Después de su brutal destrucción de la mitad de La Jungla, Francia aprendió la lección. La persuasión es mejor que la destrucción blindada para el desalojo, en lo que realmente hoy puede llamarse una operación humanitaria.
Al menos 1.636 personas han sido “puestas al abrigo” este martes, en 33 ómnibus, repartidos en 55 centros de acogida, en siete regiones de Francia, a la espera de la suerte de su dossier de pedido de asilo. A ellos se suman 772 menores. Entre los 1.000 menores solos del campo, 217 chicos han podido demostrar sus vínculos con familiares en Gran Bretaña, que estudia los casos. En el segundo día del desmantelamiento, el gobierno francés ha alojado a 4.014 personas, de ellos 3.242 son mayores y 772 son menores, según las cifras entregadas al atardecer por el Ministerio del Interior francés y el Ministerio de la Vivienda.
De pronto, un enorme humo negro y tóxico cubre La Jungla. Una cabaña afgana se prende fuego y el riesgo es que contagie a las miles de otras, cubiertas de plástico y cartones. El miedo es que exploten las garrafas de gas, donde en cada casucha, los refugiados cocinan. Todos abandonaron esas garrafas en su interior, con las puertas abiertas. El avión blanco de reconocimiento da varias vueltas sobre La Jungla para medir los riesgos. Unos humanitarios llegan con dos extinguidores que se acaban. El fuego es intenso y la emergencia es desarmar esas carpas de nylon, vecinas, que nadie sabe si están o no ocupadas. Por primera vez, llegan los bomberos a apagar un incendio a La Jungla, rodeados de policías. Indiferentes, los refugiados siguen partiendo, con sus valijas donadas, todos confundidos, rumbo al futuro.
En la entrada de La Jungla aún está intacto el graffiti de Bansky, el misterioso artista británico. Se ve a Steve Jobs con su computadora Mac en la mano. Un símbolo porque era el hijo de un refugiado sirio, como tantos en La Jungla. A su lado, los números de una realidad por la que Gran Bretaña y su aversión a nuevos inmigrantes presionó a Francia para terminar con el campo de refugiados: “Población: 8143. Chicos: 1496. Menores no acompañados 1921”. “London calling”, dice Bansky. Teléfono ocupado. Hasta la próxima Jungla.
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